Y yo que puedo hacer

Enrique de Castro

En un artículo del primer número de esta revista escribía yo que «si el Dios de Jesús se presenta como el Dios de los pobres y oprimidos, el lugar “único” donde podemos encontrarnos con “ese” Dios es precisamente el mundo marginal, no el templo o la moral que nosotros construimos». Si esto es verdad, se desprende entonces la consecuencia de mi otro pensamiento. Tendrían que desaparecer de nuestro vocabulario los términos opción y compromiso por y con los pobres. En todo caso esto es el voluntarismo moralista de las distintas instituciones o credos religiosos con el que quieren mantener su encuentro con Dios en “otro” lugar y desde ahí ganar méritos ante un Dios que, sea cual sea, se preocupa del pobre. Pero en este caso los pobres serían una especie de siervos estériles para que los no pobres tuviéramos ocasión de ganarnos sabe Dios (qué Dios) qué paraíso.

En esta concepción religiosa, el pobre, además, no tiene salvación posible. La salvación, entre otras cosas, es un concepto subjetivo. Yo soy partícipe en mi propia salvación, realización, soy sujeto y protagonista de ella; por lo tanto no es válida la concepción de «vamos a salvar a los pobres porque ellos no pueden». El Evangelio es buena noticia a los pobres, esperanza para ellos. Es el «no tengáis miedo, yo estoy con vosotros». Nosotros nos preguntamos: ¿qué puedo hacer por el mundo marginal? Pero la pregunta debería ser: si Dios es la esperanza de los pobres, ¿cómo puede ser también mi esperanza, mi buena noticia?

Es en la contemplación del pobre, del hombre desnudo, donde puedo contemplar al propio Dios. Es el pobre el que me hace descubrir mis ropajes, mis etiquetas, mis contradicciones, mi falsa moral. Es él, que no tiene poder para juzgarme ni condenarme, el que me juzga y condena desde su desnudez e indefensión. Es ese Dios que se identifica con él, también sin poderes institucionales, el que me dice: ¿qué haces..? Es el pobre, el Dios de Jesús en él o tras él, el único que me puede desnudar a mí para convertirse, así, en mi esperanza.

Todo esto serían elucubraciones si no fuera porque con la primera concepción (antes expuesta) seguimos generando marginación, en este caso ético-religiosa que encima justifica la marginación socio-política. Recuerdo un debate televisivo sobre prisiones hace pocos años. Enfrascados en un duro enfrentamiento el director general de instituciones penitenciarias, un preso, un funcionario, un obispo y yo mismo; el obispo, tratando de poner paz en un momento determinado, dice, poco más o menos, al director general: «Al fin y al cabo, la Iglesia condena al delincuente». Nos referíamos a los delincuentes jóvenes del mundo marginal, a los que, sin posibilidad de referencia ética, se buscan la vida como pueden.

y, como consecuencia, un código moral perfeccionista e individualista. Ellos ni tienen bienestar ni tienen a Dios. Nosotros, mientras vivimos decimos no robar, no matar, no adulterar, no abortar, no divorciarse… Ellos nacen ya despojados de todo, luchan por la subsistencia, soportan las carencias. Su vida es lo que nosotros les hemos dejado.

Comprender al Dios de Jesús es descubrir a Jesús queriendo a María Magdalena como es, comiendo y bebiendo con publicanos y pecadores, no condenando a la mujer adúltera, sino enfrentando a los acusadores con su propio pecado. Cuando se vuelve finalmente a ella y le dice: «no peques más» viene a ser como un «no te destruyas a ti misma». Es su invitación a la propia salvación.

Jesús es presencia en ese mundo marginal sin condenarlo. Es ánimo: «No tengáis miedo a los que tratan de destruir a vuestro cuerpo. Yo estoy con vosotros». Es solidaridad con ellos y desde ellos, enfrentado con nuestro mundo y nuestra casta, a los sacerdotes les dice: «las prostitutas entrarán antes que vosotros en el Reino de Dios».

El mundo marginal ha tenido siempre salvadores, redentores, en forma de iglesias o de partidos políticos. Pero quizá necesite gente solidaria que simplemente conviva con ellos. En el encuentro sorpresivo, en la interpelación de su desnudez y en la construcción juntos, de un futuro humano.

Nosotros creamos instituciones de poder para asistir, redimir, reinsertar. Ellos necesitan movimientos generadores de su propia esperanza, de confianza en sí mismos y en el hombre.

Hace poco decía Juan Pablo II a los obispos españoles (refiero de memoria) que había que insistir en la presencia de la Iglesia en la cultura de las clases dirigentes para, desde ahí, cristianizar a la sociedad. Es como el exponente máximo de lo criticado en esta reflexión.

Nuestra presencia, si creemos en el Dios de Jesús, es en medio de los pobres porque de ellos es ese Dios. Como una interpelación permanente a la sociedad del poder y el bienestar. Sólo nuestra imaginación nos llevará a descubrir esos modos de presencia, nuestra pertenencia a qué movimientos de base, nuestras sucesivas opciones contra quienes quieren barrer de este mundo al molesto tercio marginal, etc. Quizá tengamos que tomarnos más en serio a los insumisos, los «okupas», las asociaciones gays y de prostitutas, etc., etc. Los drogadictos, los presos, los gitanos, los parados, los inmigrantes tienen cabida y «cura» no en cuanto seres a redimir, sino en cuanto a descubridores de nuevas motivaciones y expectativas de futuro.

Habrá que descubrir de una vez, como Jesús (tentaciones), que el poder no es un medio para salvar y que desde el poder no se sirve, se domina. Todo sea dicho con el debido respeto y humildad.

 

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