La calle se mueve: Análisis desde el mundo marginal.

  1. La droga como exponente

En primer lugar, el significado y extensión de la palabra. Cuando se utiliza hoy, política y socialmente, se hace alusión exclusiva a las drogas ilegales (heroína, cocaína y hachís) y drogadictos a quienes las consumen. Así, las personas hartas de tomar hipnóticos, anfetaminas u otros fármacos sicotrópicos, recetados por el médico, se autoexcluyen y son excluidas de este calificativo, mientras ellas mismas lo aplican a los heroinómanos, cocainómanos o porreros. También son excluidos los alcohólicos o los que mezclan alcohol e hipnóticos, por ejemplo. Aun dentro de las ilegales, unas son mucho menos dañinas que otras. Por mucho que las quieran meter en el mismo saco, es bastante menos dañino fumarse un porro que inyectarse un pico de heroína o tomarse un whisky. Es curioso que cantidad de terapias (?) han consistido en sustituir unas drogas (ilegales) por otras (legales).

En segundo lugar, ¿por qué el boom de la droga? También aquí nos han confundido con tópicos como el de «hay droga porque hay drogadictos». O «se empieza con un porro para terminar en la heroína». O que «la droga la trajeron los progres». La única realidad es que el comercio de drogas o narcotráfico es el primer negocio a escala mundial, junto con el del armamento. ¿Qué pasaría si hiciera crack de repente y qué repercusión tendría en la economía occidental? Conocemos las limitaciones que se han autoimpuesto los gobiernos en la venta de armas. Y, sin embargo, sabemos ya (escándalo Irangate y guerra del Golfo, p. ej.) de las ventas clandestinas de armamento de los gobiernos, también el nuestro, a los países con los que no se podía negociar, incluidas dictaduras. Del mismo modo ocurre con las distintas drogas ilegales. Cuando está detrás el gran capital de la banca y las multinacionales, blanqueando dinero a través de empresas de construcción, turismo, etc., o empresas fantasma, nos pretenden hacer creer que ese negocio es de unos cuantos señores que se evaporan ante la justicia, organizados en otros tantos cárteles (hasta lo arropan con un vocabulario mágico). Sin embargo, es el gran negocio de esta década y las que vengan, amparadas y auspiciadas por el dinero sin ética de los poderosos, a la sombra de los gobiernos. Negocio organizado en redes protegidas por el propio aparato del Estado (incluido el Legislativo, Judicial y Policial) que llegan hasta el último pequeño «camello», llámese payo o gitano, blanco o negro, quienes, en su miseria y falta de expectativas laborales y sociales, se enganchan al carro de la venta en su último eslabón. La venta es ilegal y, sin embargo, su posibilidad y permisividad está absolutamente amparada en el ocultismo legal (entre otros) de la banca y en la falta de transparencia e investigación dentro de otros aparatos del Estado.

Y está, por último, el otro gran tabú, el del propio toxicómano. En verano del 85, a la vez que el ministro de Sanidad se encargaba de la creación y coordinación del Plan Nacional de Drogas, el ministro del Interior, Barrionuevo, y el director general de la Guardia Civil, Sainz de Santamaría, declaraban, respectivamente y al unísono, que un drogadicto no tiene cura y que es más peligroso que un terrorista (El País, agosto 1985). Son enfermos. Pero, ¡ay!, no tienen cura y, ¡ojo!, son peligrosísimos. Se les desestigmatizaba llamándolos enfermos, pero se cargaba de ansiedad y angustia a la población para justificar todo tipo de medidas represivas contra los afectados. Se les envía a los hospitales, pero como no tienen cura se les rechaza y como son peligrosos no hay otro remedio que la cárcel… Así, mientras tanto proliferan terapias privadas en aislamiento, se utiliza a los toxicómanos dentro de esas mismas terapias (salvo excepciones) como mano de obra y, a pesar de la propaganda y venta de imagen gubernamental, apenas existen centros estatales de apoyo.

LA NUEVA MARGINACIÓN. En los años 60 y 70 se luchaba, sobre todo desde la clase obrera, contra una dictadura, por la libertad, una mayor justicia social y una participación de todos en la construcción de nuestro futuro. Quienes luchaban eran los delincuentes de entonces. El aparato del Estado, Legislativo, Judicial y policial se utilizaba para reprimir esta delincuencia. Murió Franco. Se pactó. Los delincuentes dejaron de serlo y hasta llegaron a ser gobernantes, legisladores, jueces y policías. Los militares salieron de sus agujeros, dejaron la clandestinidad y las áreas de poder político en el gobierno o en la oposición, pero dejaron la calle y ocuparon las poltronas. Los poderes de siempre pactaron con ellos y ellos con los poderes de siempre. Hasta se vendía el modelo de cambio español en una nueva versión del «Spain is different». En los de abajo había ilusión pero no sin reticencia. Ilusión, pero también memoria histórica. No se creía en los poderes, ni en el aparato del Estado. No en los policías. Tampoco en el empresario. Los nuevos llegados tenían que hacer creíble el poder. El poder de siempre. Ahora, con nosotros, el poder se hace distinto, para el pueblo.

Crear puestos de trabajo. Y se creó el eventual y un más amplio subsidio de desempleo. Y el bienestar de consumo temporal. Y se suprime la venta ambulante por competencia desleal y por sanitarismo. La edad escolar se prolonga hasta los dieciséis años, etc., etc. Se va configurando así una nueva situación. Todos los sectores que tenían capacidad organizativa, incluida la clase obrera colocada, va accediendo a lo que llamamos sociedad de bienestar. De ésta, un sector, establemente bienestada. Otro sector, mayoritario, bienestada en precario, sin estabilidad, es decir, sujeta a la inseguridad y al miedo al futuro. Estos componen la sociedad de los sindicatos y en otras áreas de poder. El otro tercio social va quedando al margen, sin recursos, sin aprendizaje, fracasando escolarmente, con algún trabajo esporádico, en infravivienda, sin expectativas de futuro, con el mismo deseo de bienestar consumista porque televisión tenemos todos. Pero lo que es peor, se quedan incluso sin representantes, sin lo que antes eran agentes de concienciación, porque todos se fueron a las áreas de poder. Y sin éstos, cada uno se busca la vida como puede para subsistir.

Mientras los mayores recurren al trabajo marginal o hacen chapuzas mientras cobran subsidios, surgen a la vez los «luchadores tempranos», niños que, por su inseguridad, por la precariedad familiar, por sus carencias, por el fracaso escolar, etc., hacen de su vida una lucha por la subsistencia en la calle. Nace el nuevo delincuente -niño o adolescente- de esta nueva sociedad de bienestar. Y los antiguos delincuentes, hoy gobernantes, tienen que salvar a sus representados de esta nueva lacra. Se potencia el mito del delincuente-joven y se vende seguridad. Aquí entra de lleno la propaganda estatal de los tres problemas que más han ocupado las portadas y titulares de televisión y demás medios de comunicación: terrorismo, inseguridad ciudadana y droga. El miedo está servido, con lo que se ganan dos bazas políticamente. Lo social y participativo pasa a un segundo plano y el miedo va justificando un aparato legislativo, judicial, policial y carcelario que salva a la sociedad de bienestar de los que reclaman el derecho a la supervivencia. Hágase una estadística de los puestos de trabajo creados desde el 78 destinados a reprimir (asegurar), incluidos los pistoleros-porteros de noche, de la cantidad de empresas de seguridad, del aumento de funcionarios policiales y carcelarios…

La diferencia entre los ilegales de entonces y los de los años 80 es que aquéllos estaban organizados, apenas había consumismo y bienestar disgregador, tenían entre ellos a sus militantes y el enemigo era común. Los de ahora están desorganizados, sin militantes, dispersos e individualizados por el consumismo y las múltiples drogas servidas para su evasión, y aún no han descubierto el enemigo. Están desorientados. A pesar del sustrato común a los de entonces y ahora como es la injusticia social padecida, las diferencias son abundantes. Al cambiar el slogan de libertad y participación por el de seguridad para el bienestar se van justificando todo tipo de medidas represivas y de control policial.

La Ley de Extranjería es un exponente de alineación con Europa, excluyendo a los sureños (pobreza), la desatención (salvo en sus aspectos paternalistas) al mundo marginal prohibiéndoles el acceso a la caña para que puedan pescar, tildando a esa población de incómoda y generadora de inseguridad. Las medidas que han ido dificultando la organización o reorganización de las clases más desfavorecidas a no ser en plataformas (sindicatos incluidos) que están perfectamente controladas por el poder aunque sean de la oposición, pero una oposición que ha aceptado las reglas de juego del sistema en su deseo de acaparar votos. La última Ley

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