Antonio Zugasti
Claro que sí. Claro que en nuestro país los elementos progresistas han sido siempre europeístas. Cierto que la izquierda ha luchado siempre por una apertura hacia Europa. Naturalmente que el movimiento obrero nació con una vocación internacionalista. Claro que intentar resistir a la hegemonía de las grandes potencias americana y japonesa exige una gran potencia europea.
Hasta aquí totalmente de acuerdo, pero ahora el discurso oficial va y sigue: “Pues entonces, claro está que nadie con mentalidad progresista, de izquierdas, con vinculación al movimiento obrero, puede oponerse a los acuerdos de Maastricht que son un importante paso en el proceso de integración europea”.
¡Cuidado! Que ahora en vez de liebre, empieza a oler a gato. Todos los preámbulos anteriores son totalmente ciertos. Incluso se podrían añadir otros más, derivados del creciente poder del capital para romper el marco nacional y sustraerse a cualquier regulación por parte de los Estados. La ausencia de controles supranacionales permite a las grandes empresas multinacionales campar por sus respetos, aprovechándose de los factores más favorables como la mano de obra barata, la especulación monetaria o los paraísos fiscales. A pesar de lo llenita que tienen la boca los grandes medios de manipulación (de comunicación se autodenominan ellos) con la palabra democracia, la realidad es que las fundamentales decisiones económicas, las que influyen decisivamente en la vida y la muerte de miles de millones de personas, están en muy poquitas manos. A las que, desde luego, no ha elegido nadie.
Por tanto, ciertamente sólo es posible un proyecto político y social orientado en beneficio de toda la humanidad, si se logra crear una serie de instituciones superiores a los Estados nacionales, capaces de someter a los grandes poderes económicos que únicamente buscan su propio beneficio. Todos los pasos que se den para levantar y fortalecer esas instituciones no sólo son positivos, sino imprescindibles, y constituyen una tarea prioritaria para todo el que aspire a un mundo más justo y libre. No cabe duda de que en Maastricht se da un paso hacia la integración europea, ¿dónde está, pues, el problema para aceptarlo?
Pues el problema está muy claro: en los acuerdos de Maastricht hay una serie de medidas orientadas a la cohesión económica y social y a la integración económica de Europa, pero todas esas medidas son tímidas y vagas. No se concreta nada. Todo queda en una declaración de intenciones, en una mera posibilidad que para ser realizada necesita del acuerdo unánime de todos los socios comunitarios. Se habla de unos fondos de cohesión que no se cuantifican. Aparecen unos artículos que pueden interpretarse como la reorientación en su base jurídica de la economía de mercado hacia terrenos más equitativos y sociales. Hay una posibilidad de intervención pública comunitaria en el terreno de la investigación y el conocimiento. Apelaciones al principio de subsidiariedad que pueden implicar una amplia variedad de acciones políticas comunitarias. Desde luego, no más de posibilidades interpretativas que exigen una acumulación de fuerzas interesadas en el cambio y capaces de imponer a todos los socios la interpretación más progresista.
Sin embargo, junto a estas fórmulas exangües, aparecen unas medidas económicas precisas, concretas e imperativas, que harán las delicias de toda la oligarquía europea. Además, para llevarlas a la práctica no precisan de unanimidad, basta la simple mayoría de los socios. Política monetaria conservadora que, lógicamente, aumentará la separación entre ricos y pobres, lo mismo países que personas. Libre circulación de capitales que, sin una armonización fiscal, conduce inevitablemente a una tributación mínima de los beneficios empresariales y de las rentas de capital, con lo que los impuestos acabarán recayendo sobre las rentas de trabajo y sobre el consumo. Igualmente, la libre circulación de capitales, sin una política social común que tampoco se da, lleva a los países a competir para atraerlos con el abaratamiento de los costes laborales y la reducción de la protección social.
Con esto el chantaje está servido. Si la izquierda quiere mantenerse fiel a sus principios y no desaprovechar una ocasión, por mínima que sea, de caminar hacia una integración supranacional, tiene que tragar con los sapos y culebras de unas medidas económicas que, además, van a condicionar de la manera más desfavorable esa futura e hipotética unión. Si rechaza el acuerdo, una lluvia de descalificaciones, desde incoherentes a cavernícolas, la empujará más y más hacia los márgenes del sistema.
El debate abierto, la clarificación ante toda la opinión pública, la invitación a que sea toda la sociedad la que decida, parece la única salida positiva al dilema.
- Padre Maastricht que estás en la celeste Europa,
- Santificado sea tu mercado común libre.
- Venga a nosotros tu reino de banqueros y multinacionales.
- Hágase tu voluntad así en Comisiones como en la CEOE.
- El coche nuestro de cada día dánosle hoy más grande y potente que ayer.
- Perdona nuestros juveniles desvaríos izquierdistas.
- Que también nosotros perdonamos gustosos a los que nos destrozan el planeta,
- nos manipulan, nos engañan y matan de hambre a media humanidad.
- No nos dejes caer en la sima tenebrosa del Tercer Mundo.
- Y líbranos de las incompetentes empresas públicas.
- Amén.