Tere Paredes y Alfonso Hernández
C.C.B. de la Región de Murcia
Cuando hemos pasado de considerar la pobreza como un tema que sólo era contemplado por las religiones, cada una a su manera, a ser un tema tratado en grandes foros políticos y sociales, es que algo muy importante está sucediendo. En el transcurso de muy poco tiempo, la pobreza se ha convertido en noticia que todos los días llama a nuestras puertas a través de todos los medios de comunicación. Más que de la pobreza, estaríamos hablando de la miseria, de ese estado en que la persona pierde toda su dignidad. Más aún, de ese estado en que ya no se es persona. Y este problema se ha convertido, incluso, en arma política.
La presión social lleva a algunos Estados a incluir en sus presupuestos pequeñas partidas, mejor ínfimas partidas, para dedicarlos a paliar necesidades del tercer mundo. Recientemente, también hemos tenido la satisfacción, condicionada a su realización, de la condonación de la deuda externa (eterna), a algunos de los países más empobrecidos del mundo, sobre todo de África.
Pero todo esto son pequeños gestos, de cara a la galería, para acallar voces. No existe un verdadero proyecto de erradicación de la pobreza ni voluntad política de hacerlo. Por eso, no es labor que podamos confiar a personas sin voluntad de realizarla.
“A estas alturas, todo el mundo sabe que el problema del hambre es un problema interrelacionado. El hambre no sólo es falta de comida; es, además, políticas económicas equivocadas, estructuras y costumbres poco productivas, comportamientos morales injustificables que tienen el lucro como su único objetivo. También el hambre hunde sus raíces en causas socioculturales, como la demografía, que afectan negativamente a los países más pobres, y en causas políticas que utilizan los alimentos como arma política y militar.” (F. Aizpurúa: La mesa compartida).
Y, después de estos cuarenta años de la celebración del concilio Vaticano II, ¿dónde ha puesto la Iglesia el acento? Pues ya lo vemos; esta Iglesia jerárquica, escaparate de cristianos católicos, sigue con su obsesión de la inmoralidad del preservativo y de los matrimonios homosexuales y aún no la hemos oído pronunciarse sobre la inmoralidad de determinadas fortunas, que son un pecado mortal “porque impiden toda la fecundidad de los bienes de la tierra, y abortan infinitas vidas que la naturaleza destinó a humanas. Pensemos que sólo 358 personas poseen una fortuna superior a los ingresos anuales de los países donde vive casi la mitad de la población de la tierra. ¡Eso sí que es ir contra naturam!” (J.I. González Faus: 1996, año de erradicación de la pobreza).
El neoliberalismo nos ha impuesto el mercado como rector de nuestras vidas. Y el mercado nos ha llevado al consumismo desaforado. Todo ello, mezclado con enormes dosis de individualismo y competitividad, nos ha llevado a la situación actual. El Dios de Jesús encuentra ocupado el corazón del hombre por el egoísmo y la insolidaridad.
Esta dinámica se opone al cristianismo; se sitúa en el polo opuesto del reconocimiento del otro como hermano. Nuestra sociedad mercantilista actual no entiende el mensaje de generosidad y entrega evangélico. Prima lo que recoge un dicho popular: “Primero yo, después para mí y, si sobra, me lo quedo”. Esa es la filosofía y la praxis actual.
Y, ¿dónde debe situarse la Iglesia, esa Iglesia que se llama heredera del crucificado, de ese Jesús que fue pobre y estuvo con los pobres, que mantuvo un enfrentamiento constante con los poderes de su tiempo (social, político y religioso)? Está claro cuál debe ser ese lugar: la pobreza, y lo que lleva a ella, que es la misericordia, el amor.
¿Se puede hacer? Es indudable que no es fácil, pero hay que hacerlo. Hay que volver a Jesús de Nazaret. Esta vuelta incluye, esencialmente, la opción por los pobres, real y efectiva. No se trata de caridad espiritualista y sensiblera, no se trata de dar para engañar la conciencia, ni de hacer que la voluntad de Dios coincida con la nuestra. Se trata de solidaridad real y efectiva con la causa de los pobres, con la implicación en el mundo de la pobreza, en la lucha por la dignidad de la persona; se trata de abajarse. Es decir, una clara opción por los más necesitados, por los marginados, por aquellos con los que la historia no cuenta, con los que no existen ni forman parte de las estadísticas, con los que no votan. Y hacer esa opción no es poner los ojos en blanco, mirando al cielo, sino que significa entrar de lleno en ese mundo, mezclarse, confundirse, mancharse las manos y estar ahí hasta ser considerado uno más, ser aceptado como un igual. Desde ahí hay que trabajar.
Es muy posible que, en este camino, no podamos evitar los mecanismos asistenciales, pero hay que utilizarlos con cuidado. Es cierto que hay que satisfacer las necesidades perentorias inmediatamente, pero habrá que tender más a la promoción, a aprovechar los recursos humanos de los propios sectores marginados, para que ellos labren su propio futuro.
En definitiva, la pobreza y la marginación existen porque falta en nosotros ese amor que nos remueva las entrañas y nos conduzca a un estilo de vida austero, muy lejos del consumismo, la comodidad y el egoísmo, haciéndonos sentir hijos de un mismo Padre, verdaderos hermanos de los que sufren y a los que la sociedad aparta, como una lacra que molesta y trastoca nuestro bienestar.
Los que nos llamamos cristianos no podemos continuar impasibles ante esta situación. Hay que poner manos a la obra, porque no podemos esperar que las soluciones lleguen desde arriba, desde la cúpula del sistema. Sólo desde la base se pueden cambiar las estructuras y lograr un mundo de iguales: si la base se mueve, se tambalea la estructura.
Será necesario, quizá, no perder de vista lo que Ellacuría llama “la civilización de la pobreza”. No se trata de hacer pobres, sino de hacer dignas a las personas, dentro de su pobreza. Se trata de una lucha por lograr que se garanticen las necesidades fundamentales.
Sólo el milagro de compartir hizo posible la multiplicación de los panes. No olvidemos que ésto, que ocurrió hace dos mil años, sigue teniendo vigencia hoy. Hagámoslo y el milagro se volverá a repetir. Y no sólo en lo que al sustento se refiere, sino también a la promoción de las personas y a su integración en la sociedad.
Es una tarea ardua, en la cual Jesús nos pide entrega y constancia. No basta con dar de comer y luego olvidarse de esos hermanos nuestros, como si ya hubiéramos cumplido nuestra labor de buen samaritano: el buen samaritano no abandonó al necesitado hasta que lo dejó en condiciones de valerse por sí mismo. Hay que trabajar codo a codo con ellos, implicándonos en el medio en que ellos se encuentran, haciendo nuestros sus problemas, apoyándolos ante las injusticias, acompañándolos en sus reivindicaciones, enseñándoles sus derechos y, también, sus deberes. Y ésto sólo es posible si todos nos sentimos hijos de ese Dios Padre-Madre que hace salir el sol diariamente para todos, sin una sola excepción.
Nuestra utopía está en construir el Reino aquí y ahora, y esto sólo es posible hacerlo junto con estos hermanos nuestros. De esta forma podremos hacer que estos círculos de marginación se vayan rompiendo, porque es desde abajo desde donde sopla el Espíritu, para que hoy, veinte siglos después, se siga produciendo el milagro de la multiplicación de los panes.