30 CONGRESOS DE TEOLOGÍA 1981/2011

 Benjamín Forcano

 Un acontecimiento excepcional

 Somos muchos los que hemos asistido a los 30 Congresos de Teología, iniciados en 1981. Bastaría asomarse al rico panel de los 30 volúmenes publicados para apreciar la búsqueda y los senderos recorridos en este vasto caminar.

En su comienzo, ante la asistencia de casi 2.000 participantes, hubo personalidades que los señalaron como un acontecimiento excepcional en España y en Europa. Desde entonces, el número de participantes se ha mantenido por encima de los 1.000. Eso da idea de los miles y miles que, por sí mismos o por representación, han seguido los Congresos.

En buena medida, hay rostros que no fallan y, año tras año, se dan cita para reencontrarse, animarse y seguir progresando. Por estos Congresos han pasado decenas de movimientos, colectivos, ponentes, comunicantes, pertenecientes a los más diversos ámbitos del saber y, en especial, del de la teología. La fórmula ha sido combinar convivencia, doctrina actualizada, reflexión, diálogo, libertad, celebración-oración, profecía, renovación, compromiso. Los “medios”, una vez más otras menos, se han hecho eco de la incisiva novedad de este gran sector cristiano para la transformación de la sociedad y la iglesia.

 Actores y escenario

CONVOCANTE: Asociación de Teólogos/as Juan XXIII

210 PONENTES

60 MESAS REDONDAS

150 COMUNICACIONES DE TESTIMONIOS Y EXPERIENCIAS

30 EUCARISTIAS CELEBRADAS

30 MENSAJES FINALES

30 VOLÚMENES PUBLICADOS (EDITOR “CENTRO EVANGELIO Y LIBERACIÓN”)

 30 TEMAS TRATADOS

 

                1.            Teología y Pobreza

                2.            Esperanza de los pobres,   Esperanza cristiana

                3.            Los cristianos y la Paz

                4.            Cristianos en una sociedad democrática

                5.            Dios de Vida , ídolos de muerte

                6.            Iglesia y Pueblo

                7.            Los laicos en la Sociedad y en la Iglesia

                8.            Utopía y Profetismo

                9.            Iglesia y Derechos humanos

                10.          Dios o el Dinero

                11.            V Centenario: Memoria y Compromiso

                12.          Y… Dios creó a la mujer

                13.          Ética universal y Cristianismo

                14.          Marginación y Cristianismo

                15.          Ecología y Cristianismo

                16.          Evangelio e Iglesia

                17.          Inmigración y Cristianismo

                18.          Neoliberalismo y Cristianismo

                19.          El Cristianismo ante el siglo xxi

                20.          El Cristianismo en un mundo plural y conflictivo

                21.          Democracia y pluralismo en la Sociedad y en las Iglesias

                22.          Cristianismo y Globalización

                23.          Cambio de Valores y Cristianismo

                24.          Espiritualidad para un Mundo Nuevo

                25.          Cristianismo y Violencia

                26.          Cristianismo y Bioética

                27.          Fui emigrante y me acogisteis

                28.          Cristianismo y laicidad

                29.          El cristianismo ante la crisis económica

                30.          Jesús de Nazaret

 En continuidad y fidelidad al Vaticano II

 Cualquiera puede entender que la historia de los Congresos de Teología no se explica sin la inspiración y espíritu del Vaticano II. Los Congresos comenzaron a funcionar a los 15 años de haber concluido el concilio. Ya para entonces aparecían ciertos signos de resistencia al legado del concilio. Pero la mayoría de los cristianos albergaban la voluntad de proseguir la renovación del concilio.

El papa Juan XXIII dejó bien claro cuál era el objetivo del concilio: “Se trata de que la Iglesia infunda en las venas de la humanidad la energía del Evangelio” (HS, 1), “De que con la colaboración de todos se capacite cada vez más en la solución de los problemas del hombre contemporáneo” (HS, 5), “De que lleve la renovación a todos nosotros, para manifestarnos cada vez más conformes al Evangelio” (Mensaje de los Padres del Concilio, 3) “Llevamos en nuestros corazones las ansias de todos los pueblos y, en especial, de los más humildes, los más pobres, los más débiles, de todos aquellos que no han alcanzado todavía una condición de vida digna del hombre” (nº 9), “Insistiremos en dos problemas fundamentales: la justicia y la paz” (11-13).

Han pasado 45 años. Un intervalo de tiempo largo, dinámico, controvertido, con tendencias de un signo y otro, de quienes han manifestado añorar el preconcilio y de quienes sueñan todavía con su aplicación.

 El aldabonazo del concilio Vaticano II

 El concilio supuso la llegada de una ola renovadora en una encrucijada histórica excepcional. Había una conciencia colectiva de que muchos problemas de la humanidad no encontraban respuesta adecuada en la Iglesia, de que la Iglesia debía salir de sí misma y establecer un puente de diálogo y colaboración con la sociedad, de que nuestro momento histórico era antropológica, científica, sociopolítica y culturalmente nuevo y requería una adaptación valiente.

El concilio hizo inmediatamente su opción: “La Iglesia no puede dar mayor prueba de solidaridad, respeto y amor a toda la familia humana que la de dialogar con ella acerca de sus problemas. Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar. El hombre será el objeto central de nuestras explicaciones “ (GS, 4).

Y apuntaba: Vivimos en un momento en que el espíritu científico modifica profundamente el ambiente cultural y las maneras de pensar. Todo el género humano corre una misma suerte y hemos pasado de una concepción más bien estática de la realidad a otra más dinámica y evolutiva, de donde surge un nuevo conjunto de problemas que exige nuevos análisis y nuevas síntesis. Asistimos a un cambio de mentalidad y estructuras, que somete con frecuencia a discusión las ideas recibidas. Las instituciones, las leyes, las maneras de pensar y sentir, heredadas del pasado, no siempre se adaptan bien al estado actual de cosas. Surge una perturbación en el comportamiento y hasta en las mismas normas reguladoras de éste. (Cfr. GS, 1-7).

El desafío que nos llegaba a todos era el de someter a revisión el patrimonio cristiano heredado. Llevábamos cuatro siglos bajo la inspiración y dominio del concilio de Trento.

Los contenidos doctrinales y las soluciones que manejábamos venían de cuatro siglos atrás. La conciencia eclesial se había abierto camino en el mundo moderno y había madurado en convivencia y diálogo con sus problemas, búsquedas y soluciones.

La misión de la Iglesia era la de Jesús. Y para entender, rectificar y volverse auténtica no tenía sino volverse a Jesús. Era el momento de acabar con un modelo de Iglesia vinculado por casi dos mil años a un espacio cultural relativamente unitario: el europeo occidental.

El Evangelio no se identifica con Europa. Necesariamente, el Evangelio ha sido anunciado y debía encarnarse en todo lugar y conyuntura histórica. Lo fue durante veinte siglos, pero en modelos preferentemente occidentales y europeos. Y eso es

lo que a nosotros nos llegó. Nos asentamos en el modelo judaico-helénico-romano y nos detuvimos

en el patrístico medieval. Trento fue la meta y la medida. No logramos asimilar la posterior y moderna evolución europea.

Con razón escribía el teólogo Hans Küng: “Se requiere un cambio de rumbo de parte de la Iglesia y de la teología: abandonar decididamente la imagen del mundo medieval y aceptar consecuentemente la imagen moderna del mundo, lo que para la misma teología traerá como consecuencia el paso a un nuevo paradigma” (Küng, H., Ser cristiano, p. 173).

 Contenido, alcance y consecuencias de los Congresos de Teología

 Los Congresos de Teología, que se vienen celebrando en Madrid desde hace más de 30 años, son acontecimientos singulares. Singulares por la apertura y la gente tan sospechosa que acude a ellos: ateos, agnósticos, homosexuales, divorciados, no practicantes.

Hay otra clase de gente que muchos no acertarían a encuadrarlos en un Congreso de Teología: economistas, sociólogos, antropólogos, políticos; grupos muy variados que militan en los márgenes del sistema. Por el contrario, no se ve por allí a cristianos de los “conservadores” que, de una u otra manera, llevan siempre a Dios en los labios y, cuando te descuidas, ves que lo contradicen con sus obras.

A veces, uno se pregunta qué les pasa a estos cristianos que se consideran dueños de Dios –y de la Religión– y que pretenden encapsularlo en la minúscula estatura de su mente. Uno lee, habla, frecuenta grupos y movimientos que despiden pietismo trasnochado y alardean de encontrarse en un camino de selectos, como si Dios los prefiriera a ellos y a los otros los repudiara, un Dios discriminador.

Estoy hablando de los Congresos de Teología, que no debieran extrañar a la ciudadanía de un país que se confiesa abrumadoramente católica. Pero católica de ritos puntuales y de escasa o nula formación religiosa. El inconveniente de una Iglesia clerical es que domina el interior de la Iglesia como élite depositaria de la verdad, de la dirección y del mando y reduce los simples fieles a grey pasiva, inculta y obediente; un catolicismo oscurantista, ajeno en buena parte a las raíces del Evangelio, en rivalidad histórica con los cambios y transformaciones de la historia y en antítesis con los mejores logros de la modernidad. ¿A qué se debe si no ese consorcio tan escandaloso del catolicismo con la derecha? ¿Acaso son conscientes muchos de los católicos practicantes del peso de su aportación a la España rancia e intransigente?

Son Congresos de Teología con asistencia mayoritaria de laicos. Y en ellos se tratan temas tan importantes como: pobreza, esperanza, paz, iglesia popular, dinero, utopía y profetismo, ecología, derechos humanos, mujer, ética universal, globalización, espiritualidad para un mundo nuevo, etcétera. Los temas son abordados interdisciplinarmente. Eso explica que por los Congresos hayan pasado unos centenares de personalidades entre sociólogos, economistas, políticos, historiadores, filósofos y, por supuesto, teólogos. Han intervenido casi todos los teólogos de la Teología de la liberación de Latinoamérica, entre ellos el asesinado en El Salvador Ignacio Ellacuría y otros de África y Asia. Convocados por la Asociación de Teólogos Juan XXIII, estos Congresos los gestionan más de 30 colectivos, los apoyan más de 30 revistas y los edita el Centro Evangelio y Liberación (Éxodo).

Si resulta que la renovación de la Iglesia, antes y a partir del Vaticano II, fue preparada e impulsada por los teólogos, también es verdad que ningún gremio como el de los teólogos ha tenido que sufrir la censura, el desprestigio y la represión después del concilio Vaticano II. Por eso resonaron regocijantes las fraternales y cariñosas palabras que el obispo Pedro Casaldáliga (36 años testigo del Evangelio y sin retorno en el Sertao del Brasil) dijo en su ponencia mandada por video para el Congreso XVI de 1996: “Aprovecho la ocasión para quitarme la mitra delante de los buenos teólogos y teólogas que tiene España, incluso para reparar la predisposición, una especie de predisposición casi innata, casi instintiva de ciertos obispos de la jerarquía en general, bastante en general con respecto a los teólogos. Yo os pido, teólogos y teólogas, que sigáis ayudándonos. Con mucha frecuencia los obispos creemos que tenemos la razón, normalmente creemos que la tenemos siempre, lo que pasa es que no siempre tenemos la verdad, sobre todo la verdad teológica, de modo que os pido que no nos dejéis en una especie de dogmática ignorancia. Y hablando de los teólogos de España, creo que es de justicia subrayar que hoy en España hay teólogos y teólogas (las teólogas son más recientes) a la altura de aquel siglo de oro, de las letras, y del pensamiento españoles, y ni Italia, ni Francia, ni Alemania, por citar a los países más vecinos, dejan atrás ni en número ni en calidad la galería de teólogos que tenemos en España, y pido a la Asamblea un aplauso”.

Los Congresos de Teología nacieron en unas circunstancias especiales: estábamos en una España que estaba pasando de un nacionalcatolicismo a un catolicismo menos ambiental, más democrático y pluralista; estaba declinando en la vida social el monopolio de la religión católica y avanzaba el proceso de secularización con las consecuencias de una mayor autonomía de lo creado, de lo social y de lo político, de lo personal y una mayor racionalización de los procesos públicos, relativizándose progresivamente la importancia de la religión y ética cristianas. El clima dominante hacía que, según el Informe Foessa de 1994, “La persona actual se encuentre inmersa en un mundo no en contra, sino desarrollándose sin contar con Dios y sin contar con el eje que el espíritu del cristianismo significó para Europa. Por ello, las relaciones religión-sociedad se plantean cualitativamente diferentes a lo que ocurrió en el pasado en otras épocas” (p. 704).

La antítesis entre razón y fe es uno de los contenciosos históricos más graves, que ha dado lugar a posturas apologéticas y dogmatizantes por una y otra parte. Hoy, el peligro es seguramente la superficialidad y el desentendimiento de la Religión como si de algo irrelevante se tratara. En este sentido, encuentro plenamente acertada la opinión de que hasta para dejar de creer en Dios es necesaria la teología: “La superficialidad religiosa de nuestro país radica en que creyó sin teología y sin teología está dejando de creer. Por eso, su fe de ayer rayó en la superstición y su ateísmo actual roza peligrosamente la banalidad” (Manuel Fraijó).

Había que acabar con la tesis, habitual en el mundo moderno, de que la fe, sinónimo de opio, imposibilita la igualdad, la justicia y la revolución social.

Ya en los primeros Congresos, la “restauración posconciliar” estaba en marcha y se veían amenazados los aires renovadores del Vaticano II. Los teólogos de la Juan XXIII decidieron enmarcar su reflexión teológica desde la opción fundamental por los pobres, en diálogo interdisciplinar con la modernidad, dentro de la cultura de nuestro tiempo, con apertura al Tercer Mundo (en especial a América Latina) y en condiciones de plena libertad.

El tiempo no tardó en demostrar que este foro teológico no era del agrado ni de Roma ni de la jerarquía eclesiástica española. Se pretendía controlarlos sometiéndolos de hecho a la censura. Fue el entonces cardenal de Madrid, Angel Suquía, quien denegó el local diocesano “Cátedra Pablo VI” para los Congresos. Se hizo pública incluso la noticia de que “los días del Congreso estaban contados y que había consigna de Roma de acabar con ellos”. No faltó, en este acoso a los Congresos, la colaboración de ciertos medios, que los calificaron de marxistas, contemporizadores de ideologías anticristianas, instrumento para degradar la fe rebajándolaa mero compromiso temporal y político.

Tareas primordiales de los Congresos de Teología

Afortunadamente el Vaticano II había asumido los resultados de una nueva Exégesis y una nueva Teología que contribuían a recuperar la desfigurada originalidad del cristianismo. El concilio Vaticano II fue el espaldarazo oficial a esta cita de consecuencias imprevisibles, que generaría un nuevo talante y una nueva manera de ser cristiano.

En esta perspectiva, la Asociación de Teólogos entendía que a la teología le aguardaban tareas ingentes de cambio y “aggiornamento”.

La primera de todas, historificar el Evangelio haciéndolo oír en medio de la iniquidad que divide al mundo en ricos y pobres, operando como rayo restallante en el mundo opresor y tomando partido por los empobrecidos y oprimidos. Son ellos los mimados de Dios. Las víctimas, los desHechados, son los que paradójicamente anuncian y demandan un mundo nuevo, los que traen promesas de cambio y regeneración, los que señalan al Primer Mundo como concausante de la explotación y humillación de tantos pueblos y de la dignidad ofendida de millones de seres humanos.

La segunda, reconciliar la fe con la razón y la ciencia, con la terrenalidad y la historia, la democracia y el pluralismo, el amor y la tolerancia, la libertad y la diferencia, lo universal y lo particular. No estamos condenados a exiliarnos de este mundo de Dios, sino a aceptarlo y promoverlo en todo lo que es. Y si uno es católico, y además con toda legitimidad, con más legitimidad debe considerar que Dios no es católico, ni lo es de ninguna otra denominación religiosa, pues Dios no hay más que uno, aunque muchas e inevitables las formas de llegar a Él y poseerlo.

La tercera, poner en el centro la dignidad de la persona. La persona, lo primero y lo último, y todo lo demás subordinado a ella. Que nadie, del rango, lugar u origen que sea, se considere más que nadie, ni menos que nadie. Es la elemental revolución de Jesús de Nazaret: “Todos vosotros sois hermanos”. Siempre, a lo largo de la historia y de las más diversas culturas, los seres humanos han sido clasificados, pospuestos, vilipendiados y utilizados con menoscabo o desprecio de esa dignidad. Todas las injusticias, discriminaciones y maltratos se han edificado sobre esta preterida dignidad de la persona.

La cuarta, pensar que el mundo futuro que hemos de construir entre unos y otros: ateos, creyentes de unas u otras religiones, se apoya en una fe común, universalmente compartida: la fe en la persona, en su dignidad y derechos. Y esa fe hay que testimoniarla, exigirla, implantarla como una utopía posible, la única universalizable. Cada uno, después, que añada lo que quiera, todo lo que considere lo más propio de su fe, pero comenzando todos por profesar lo que es contenido real y vinculante de esa fe común, base y garantía de la justicia, de la democracia y de la paz.

Y la quinta, suscitar espacios de búsqueda o duda, la apertura a la trascendencia, sin clausurarnos en el limitado y rígido horizonte de una filosofía racionalista o de un empirismo cientifista.

A mí me cuesta creer que un científico no pueda asombrarse de sí mismo, de la enigmática maravilla de su existencia, obviamente inexplicable desde sí y por sí y sin apenas razones para poner en ella la razón de su propio comienzo y fundamento. “Si, como ha escrito alguien, el cielo ha quedado vacío de ángeles para abrirse a la intervención del astrónomo y eventualmente cosmonauta”, el cielo de la persona humana no va a ser explorado por cosmonautas de la tecnología, sino por duendes ingénitos del espíritu. El éxtasis mismo de la existencia es umbral y condición para el surgir y creación de la teología.

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