Juan Jesús Fernández
Rioja Acoge
Artículo 13 de la Declaración Universal de Derechos Humanos: “1. Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado”.
Soy consciente de que en los 3000 caracteres de que dispongo para esta colaboración no caben los más de 2700 inmigrantes muertos en el Mediterráneo (cifra que continúa aumentando), pero sí cabe lo que ocurre con ellos cuando las pateras llegan a tierra o son rescatadas en la mar: acaban en un CIE (Centro de Internamiento de Extranjeros).
Un CIE es un centro no penitenciario de estancia temporal, donde cientos de inmigrantes no se encuentran detenidos sino retenidos en espera de su expulsión. En sus instalaciones se hacinan “personas”, de diez en diez, en celdas de las que se ha denunciado que quienes están en ellas tienen que hacer sus necesidades en botellas de plástico porque no hay baños y, mucho menos, intimidad. Las urgencias médicas no son atendidas hasta el día siguiente,… y sólo si se han solicitado antes de una determinada hora.
El delito que han cometido los centenares de personas que están encerradas en el Centro de Archidona (último escándalo) y en el resto de los CIEs de este país es el de querer formar parte de nuestro mundo sin ser uno de nosotros, el de haber creído alcanzar la Tierra Prometida, igual que los israelitas en el Éxodo, y encontrarse en su lugar con una llanura desierta, una valla más alta, una concertina más afilada, un sinfín de barreras… Me pregunto si José y María, buscando posada, se encontraron con las mafias que extorsionan para poder subir a una patera.
Ciertamente, nunca han importado demasiado las personas que llegan irregularmente, porque los que vienen son pobres y da igual dónde los metamos; porque siempre “estarán mejor que en su casa”; porque, además, no tienen derecho a estar aquí; porque no son refugiados ni están huyendo de una guerra; porque no nos dan pena y, aunque huyan del hambre, siguen sin preocuparnos; porque parece que disfrutar de los mismos derechos depende de que nos den pena o no, de que los sintamos iguales a nosotros o no.
Lo que me resulta mucho más doloroso e incomprensible de toda esta vulneración de Derechos Humanos es la aprobación, por una gran parte de la ciudadanía, de esta terrible política migratoria. Este “mirar hacia otro lado” tiene mucho parecido con el holocausto nazi. Dentro de unos años nos echaremos las manos a la cabeza preguntándonos cómo pudimos consentir que aquello sucediera sin poner remedio, mientras destinábamos fondos europeos de ayuda al desarrollo a Libia, Turquía, Argelia y Marruecos para que parasen la inmigración y sirvieran de fronteras.
En cárcel o en CIE, ¡qué más da…! Porque si el encierro de más de 500 personas en un centro penitenciario no nos indigna es porque de alguna manera hemos asumido ya que los CIEs son cárceles, incluso con menos derechos y seguridad que una prisión. Como sociedad nos hemos convencido de algo más: que si están allí, es porque se lo merecen.
La distinción que hacemos entre ciudadanos y extranjeros es la que propicia prácticas de exclusión social y la retórica de la “seguridad” a la que tantas vueltas da el ministro Zoido. Tristemente, la situación de extranjero, de inmigrante, de irregular, de “sin papeles”, de asilado, de apátrida, ha sido la condición gracias a la cual hemos logrado conservar nuestros privilegios.