Antonio Zugasti
En la Iglesia Católica se ha dado mucha importancia al pecado original: ingresamos en la Iglesia cuando el bautismo nos lo borra. Pero se ha hablado muy poco de la tentación original. ¿Por qué será?
En la historia del cristianismo se ha hablado muchísimo del pecado original, pero muy poco de la tentación original: seréis como dioses. Lo del pecado original, un pecado que se trasmite a todos los seres humanos por el simple hecho de nacer como tales humanos, es un lío tremendo. ¿Qué clase de pecado es un pecado que implica vivir separado de Dios por toda la eternidad, pero que se perdona con unas simples palabras y un poco de agua derramada sobre un niño recién nacido?
En cambio, lo de la tentación original está muy claro. Dijo el demonio a Eva: “Lo que pasa es que sabe Dios que en cuanto comáis de él (el árbol de conocer el bien y el mal), se os abrirán los ojos y seréis como Dios, versados en el bien y el mal”. Hemos visto cuántas veces se ha repetido a lo largo de los siglos esta tentación, y cuántos seres humanos y cuántas instituciones humanas han caído en ella: han pretendido ser como Dios. También hemos visto el demencial comportamiento de estos aspirantes a dioses y los tremendos sufrimientos que su pretensión ha causado a la humanidad.
¿Cómo es que en la Iglesia Católica se habla tampoco de esta tentación tan perversa? En mi opinión, una explicación que salta la vista es que la propia jerarquía de la Iglesia Católica ha sido una de las instituciones que más plenamente ha caído en la tentación. El núcleo del mensaje de Jesús es bien simple: “Amarás al Señor Tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas sus fuerzas. Y amarás a tu prójimo como a ti mismo”. También hay una advertencia muy repetida a lo largo del evangelio: “No podéis servir a Dios y a la riqueza; bienaventurados los pobres, ay de vosotros los ricos”.
Ese sencillo mensaje era el que la jerarquía tenía que haberse limitado a repetir a través de los siglos, si realmente creía que Jesús era hijo de Dios y creía que sus palabras eran palabra de Dios. Pero vemos a lo largo de la historia que no ha sido así. Han comido abundantemente del árbol de la ciencia del bien y del mal, y han sentido que poseían la ciencia de Dios. Han cubierto el claro mensaje de Jesús con una imponente maraña de preceptos, doctrinas, cánones, teologías, prohibiciones, mandamientos e indulgencias. Han sentenciado al infierno a todos los que se salieran de su rígida disciplina, incluso han llevado a la hoguera a los que se atrevieran a tener una teología distinta a la de la jerarquía. Pero eso sí, han abierto las puertas del cielo al pecador más empedernido con tal de que recibiera la absolución por parte de un miembro del clero debidamente autorizado por su obispo.
Pero el mensaje de Jesús no ha muerto; una y otra vez ha resonado en la Iglesia la Buena Noticia de Jesús en boca de testigos fieles. Hoy tenemos la fortuna de que ese mensaje lo proclame el propio sucesor de Pedro, que nos llama a la simplicidad de los mandamientos de Jesús, al tiempo que nos invita a construir una iglesia desclericalizada, libre de unas estructuras antievangélicas y anacrónicas.
Pero eso no puede ser solamente tarea del papa. La iglesia se queda vacía, sin vida, si el clero no es sustituido por unas comunidades militantes, unos cristianos seglares convencidos de su misión como portadores en el mundo actual de la Buena Noticia de Jesús, testigos de la esperanza que trajo al mundo. Esa es nuestra tarea.