Cada vez que algunos de ustedes –sin que los demás los desautoricen- hablan de sexo y sexualidad se nos ponen los pelos de punta a muchas cristianas y cristianos, porque hablan haciendo daño a alguien: a los homosexuales, a los transexuales y bisexuales, a los divorciados, a las parejas que se aman de verdad aunque no estén casadas. Por favor, no hablen de lo que no saben o, al menos, de lo que emocionalmente no comprenden.
Si ustedes se casaran, es fácil que algunos de ustedes tuvieran hijas lesbianas o hijos gays o transgénero. Y entonces, como padres responsables, y acordándose de que Dios no tiene sexo ni género, y de que sobre todo es amor, y que nos lo figuramos como Madre y Padre, desearían con todas sus fuerzas que sus hijos fueran felices –porque eso es lo que Dios quiere para todas sus hijas e hijos- con la orientación sexual que ellos o ellas tuvieran; y no los juzgarían, ni los alejarían de sí, ni los considerarían enfermos o desviados, ni los rechazarían por amar y ser amados por una persona de su mismo sexo, ni les parecería mal a ustedes que ellos o ellas hicieran todo lo necesario (intervenciones quirúrgicas y tratamientos hormonales incluidos) para que estuvieran en sintonía su mente y su cuerpo. No lo harían ustedes, porque se les caerían, por amor a sus hijas o hijos, todos los prejuicios.
Por favor, no hagan más daño a las personas que tienen orientación hacia otras de su mismo sexo, a las transexuales, a las bisexuales. Muchas de ellas son cristianas, profundamente creyentes, no quieren renunciar a seguir perteneciendo a la comunidad de la Iglesia, pero ya sufren bastante con la marginación social que a veces experimentan como para que los obispos sigan echando leña al fuego. No nos hagan daño tampoco a los heterosexuales que nos solidarizamos con todas esas personas duramente tratadas, porque creemos que eso es lo que haría Jesús de Nazaret. Tampoco hagan más daño a la Iglesia, cada vez más desprestigiada socialmente por sus actitudes basadas en ignorancia y prejuicios acríticos; ésta no es una Iglesia en salida, como quiere el papa Francisco, sino una Iglesia en fuga precipitada hacia dentro de sí misma, cada vez más alejada de la realidad.
Lean un poco de antropología actual, de psicología, de sexología; añadan a eso un poco de sentido común y, especialmente, de amor; dediquen cinco minutos diarios a meditar el Evangelio… y luego callen, no produzcan más dolor, y dejen vivir a la gente en paz según el modo en que cada uno, responsablemente, puede vivir el amor y la sexualidad.