Luis Pernia (CCP Andalucia)
En los buzones de mi casa ya no caven más papeles de propaganda,ni hay lugar para aparcar el coche en el barrio, ni sitio en el contenedor para las enormes bolsas de desperdicios que salen de la pizzería próxima, ni descanso a la hora de la siesta porque me llaman por teléfono para una «oferta», ni clientes en los pequeños comercios porque la gente se va a grandes superficies, ni tiempo para la solidaridad porque los hombres están muy ocupados en ver los pertinentes partidos de fútbol.
Descartes decía «pienso, luego existo», mis vecinos y yo reiteramos «consumo, luego existo». Es como si el objetivo máximo de nuestro proyecto de vida es trabajar para gastar, es decir, para saciar nuestra avidez consumista que genera un vacío existencial que los terapeutas yankis llaman «muerte psíquica», y que se asocia con insatisfacción, baja autoestima, aburrimiento y depresión. En la caput imperii, o sea, EE.UU., las encuestas del «New Internationalist» demuestran que esta estrategia cultural del neoliberalismo está dando los apetecidos resultados, y se está disparando el porcentaje de gente joven «tóxicamente materialista», cuyo epicentro de vida no es la realización armoniosa de la propia potencialidad humana moral, social e intelectual, sino «llegar a tener mucho dinero» para intentar apagar ese apetito consumista, que nunca se colma.
El informe Worldwatch, al comienzo del 2004, indica que un ciudadano de Estados Unidos consume 150 veces más energía que un nigeriano; los países occidentales gastamos en comida para mascotas 17.000 frente a los 19.000 millones que se destinan a luchar contra el hambre; Occidente gasta 4.000 millones de dólares más en cruceros que en potabilizar el agua de países en vías de desarrollo. Solo un 12% de la gente que vive en Norteamérica y Europa occidental es responsable del 60% de ese consumo, mientras que los que viven en el sudeste asiático o en África subsaharina representan sólo un 3.2%. En estos momentos en el mundo hay casi 3.000 millones de personas que sobreviven con menos de dos euros diarios. Ante la pregunta ‘’¿Cúanto es suficiente?», Alan Durning asegura que haría falta un planeta tres veces mayor que la Tierra para saciar la sed consumista si nuestro modelo occidental se repite en otras áreas del planeta.
No es desarrollar una filosofía de vida que tenga sentido, sino caminar tras el sueño imposible de tener, de comprar, de acumular, de consumir, Un resorte tan fuerte que no sólo no lo reconocemos ni aceptamos, sino que nos lleva a modifica nuestra conducta y nuestros valores y nos hace actuar en persecución de unos «ideales» que van contra nuestros intereses como especie humana en un planeta de recursos limitados.
En resumidas cuentas, podemos decir que crece el consumo en el mundo: más ricos, más gordos, pero menos felices. Desde 1960, el gasto par la compra de bienes y servicios se cuadruplicó; mientras crecían las desigualdades sociales y se degradaba el medio ambiente. Ante este estado de cosas, la pregunta obvia es ¿qué es un consumo responsable? La respuesta, muy resumida, consistiría, en primer lugar, en informarse de las condiciones sociales y ecológicas en las que han sido elaborados determinados productos, y, seguidamente, elegir sólo aquellos en cuyos procesos de fabricación se han respetado tantos los derechos de los trabajadores como las condiciones naturales del medio ambiente. Un consumo responsable sería un consumo ético, solidario y ecológico. Además ese consumo responsable tiene que partir de una nueva actitud vital donde la austeridad y la conciencia crítica sean los pilares donde apoyarnos antes de entrar en el supermercado para hacer la compra de la semana. Finalmente, es precisa alguna solución práctica para solventar estos problemas y una de ellas es, sin duda, el comercio justo.
El comercio justo es una herramienta para colaborar en la erradicación de la pobreza en los países en desarrollo y ayudar a las poblaciones empobrecidas a salir de su dependencia y explotación. Las organizaciones de comercio justo se constituyen en un sistema comercial alternativo que ofrece a los productores acceso directo a los mercados del Norte y unas condiciones laborales y comerciales justas e igualitarias. Las organizaciones prosociales creen que el sistema actual de comercio internacional acentúa las diferencias entre países ricos y países pobres y aumenta el número de personas condenadas a vivir en la pobreza. Esta situación puede cambiar a través del comercio justo, que tiene como objetivo el desarrollo sostenible de los productores excluidos del mercado.
Todo comenzó en 1969 cuando se abre en Holanda la primera tienda y su iniciativa se extendió rápidamente por los Países Bajos, Alemania, Suiza, Austria, Francia, Suecia y Gran Bretaña. En 19 9 0 de esta cooperación informal nació la European Fair Trade Association (EFTA o Asociación Europea del Comercio Justo). En España se creó la Coordinadora Estatal de Comercio Justo en 1996 para agrupar a las distintas organizaciones y entidades que trabajan el comercio alternativo en el contexto de una gran actividad que habla de que sólo en nuestro país la cifra de facturación global de comercio justo supera los seis millones de euros anuales.
Los criterios que alumbraron este proyecto son, en primer lugar, buscar salarios para una vida digna de los trabajadores del Sur; basta decir, por ejemplo, que 100 millones de personas viven del café y la mayoría son jornaleros o pequeños propietarios. Otro elemento a tener en cuenta es evitar la explotación infantil, ya que muchos niños y niñas trabajan, como adultos, en muchos países del Sur. La igualdad entre hombres y mujeres es otro aspecto a considerar, y es que, habitualmente, la mujer cobre un salario inferior que el hombre, realizando el mismo trabajo. El respeto al medio ambiente es otro elemento a tener muy presente, ya que la explotación de los recursos naturales compromete el desarrollo de los países del Sur y, además, en los últimos años se ha intensificado el uso de pesticidas y fertilizantes en las plantaciones; se estima que en los países del Tercer Mundo se utilizan sin control 400.000 toneladas anuales de pesticidas, muchos de ellos prohibidos en los países del Norte. Además, un aspecto sustancial del comercio justo es la salvaguarda de los derechos laborales, ya que su ausencia dificulta la obtención de unas condiciones de vida y trabajo dignos; en muchos países de Sudamérica y África los capataces van armados, los temporeros se hacinan en alojamientos precarios, no hay ninguna cobertura sanitaria y no se permite la asociación o sindicación de los trabajadores, de tal manera que los sicarios se encargan de perseguir y hacer desaparecer a los activistas. No se pueden olvidar tampoco en este elenco de criterios el pago por adelantado de la mercancía (hasta un 60%), la inversión de los beneficios en el desarrollo de la comunidad, la calidad de los productos, relaciones comerciales a largo plazo y reducir la cadena de intermediarios.
El comercio justo no es sólo una alternativa para mejorar las condiciones de producción, sino que se inscribe, como señalaba al principio, como una alternativa también al consumo. Por ello, al hablar de comercio justo se ha de hablar también de consumo responsable. Este consumo tiene que considerar, mediante la compra selectiva, el componente social y ecológico del producto. Debe suponer también la denuncia de prácticas publicitarias no éticas o de los hábitos consumistas de la sociedad occidental.
Mientras el apetito consumidor que existe en el mundo mantiene un ritmo insostenible y está perjudicado por igual la vida de ricos y pobres, como lo demuestra el hecho de que más de 1.700 millones de personas ingresaran, durante gran parte del siglo pasado, a la «clase consumidora» y adoptaran dietas, sistemas de transporte y estilos de vida hasta entonces limitados a algunas zonas selectas del planeta, yo me quedo con aquella consigna colgada en el viejo tablón de la escuela de mi barrio «Reducir, reusar, reciclar».