Jesús Bonet Navarro
Un montaje que está desmontándose
La rapidez con que se producen los cambios en todos los ámbitos de la vida produce vértigo. La tentación es volver la cabeza atrás, al pasado; el riesgo, convertirse en estatua de sal. En los cristianos de hoy, el cambio constante de parámetros de existencia puede incitar a la pereza para estudiarlos y para adaptarse a ellos sin perder la identidad personal ni lo esencial de la fe en Jesús de Nazaret.
Nos guste o no, estamos en una sociedad crítica, científica y secular, que pide comprobaciones y demostraciones, y que no acepta lenguajes que hablen de absolutos, de dogmas y de respuestas definitivas, porque su cultura es la de la provisionalidad, aunque a veces también la ciencia pretende convertirse en clave dogmática única y definitiva de interpretación y sentido; los valores y los símbolos han de pasar el filtro del análisis crítico para ser aceptados, y cualquier peso social de lo religioso que se perciba como coacción es directamente rechazado.
Desmitificación del papel de las instituciones
Es también una sociedad pluricultural y plurirreligiosa en la que cada vez va a tolerarse menos que cualquier persona o colectivo se atribuya la posesión de la verdad y mucho menos el derecho a imponerla, pero en la que lo religioso se halla más presente de lo imaginable hace pocos años.
En esta misma sociedad la fuerza de lo comunitario disminuye, mientras crece el papel de las opciones individuales o individualistas. Toda la sociedad –y no sólo los grupos religiosos- está reduciéndose a mínimos imprescindibles en el ámbito de los valores y de las referencias al sentido de la vida, debilitándose las redes axiológicas que le dan cohesión.
Y, finalmente, se produce una desmitificación del papel de las instituciones, a pesar de que se reconoce que sin instituciones y sin estructuras no son posibles ni la organización social y religiosa ni las referencias de identidad; a la vez, se rechaza cualquier control o fiscalización del pensamiento y de la conciencia por parte de instituciones instaladas en normas inmutables.
Sociedad des-encantada
Estamos, pues, en una sociedad progresivamente laica, “des-encantada” respecto a encantamientos religiosos tradicionales, pero que está “re-encantándose” aceleradamente con otros “encantos”. Ahí vivimos hoy los seguidores de Jesús de Nazaret; y, dado que toda especie que se queda sola o no se adapta termina desapareciendo, nuestro presente y futuro no están en conservar devotamente cenizas del pasado sino en atizar un fuego que proporcione luz y calor, porque, de lo contrario -con palabras del papa Francisco-, “se desarrolla una psicología de la tumba, que poco a poco convierte a los cristianos en momias de museo” (La alegría del evangelio, 83).
Por qué cuesta tanto ser verdaderamente laico
Las fronteras geográficas han sido casi siempre fronteras religiosas que ofrecían seguridad. Dentro de ellas había sociedades uniformes, organizadas sobre el principio de sacralidad, confesionales, convencidas de que su verdad era la verdad, en espacios en que eran raros los “diferentes” y en los que toda posibilidad de cambio se vivía desde la ignorancia y desde el miedo a la pérdida de la identidad personal y social de pueblo elegido. Ahí hemos sido educados muchos de nosotros.
Pero resulta que hoy no son así bastantes de nuestras sociedades. Los medios de comunicación, los éxodos forzados o voluntarios de personas y el descubrimiento de que hay más culturas y más realidad fuera de la nuestra van produciendo cambios demoledores en el ámbito del pensamiento, de las emociones y de las creencias. Y aceptar vivencialmente eso no es nada fácil: es aceptar la necesidad de la laicidad, lo que requiere asumir con mucha humildad el destronamiento de la exclusividad y la instauración de la inseguridad y la duda.
Creyentes en Jesús, sí; laicos, también
Creyente y laico no son conceptos antagónicos. La laicidad implica una actitud incluyente que supone la libertad –para uno mismo y para los demás- de practicar una religión o tener una ideología o prescindir de una y otra, aceptar la diversidad y excluir cualquier violencia e imposición, al mismo tiempo que tiene como referente la humanización y la dignidad de la vida de todas las personas en el respeto a los derechos humanos, a la naturaleza y a las leyes aceptadas por todos. La laicidad es fruto de una mente pluralista y democrática que facilita el encuentro entre diferentes sin reprimir la vivencia y la manifestación de lo religioso; si lo reprime o lo excluye explícitamente, ya no es laicidad, sino el contrapunto fundamentalista de otro fundamentalismo del que queremos huir.
Para una buena convivencia en la diversidad social, la ética común tiene que ser laica-una ética de mínimos-, entendiendo que las pautas hermenéuticas para interpretar la realidad y dar sentido a la vida son poliédricas, no planas; y las espiritualidades, también: la única ética, la única hermenéutica y la única espiritualidad no es la religiosa.
Eduquemos sujetos morales
La consecuencia es que si, como cristianos, pretendemos aportar algo al sentido de la vida de las personas, tendremos que elegir muy bien qué mensaje damos y qué tipo de vida contagiamos. El centro del mensaje evangélico, que es la humanización, la justicia con las víctimas y el amor (que, además, tienen una proyección transcendente), es lo mejor que podemos ofrecer. Si nos perdemos en dogmas, normas, ritos vacíos, espacios sagrados, oraciones mágicas, defensa a ultranza de símbolos religiosos, acumulación de riquezas o poder, complicidad entre estructuras religiosas y políticas…, no tenemos futuro. Pero si los cristianos trabajamos por educar sujetos morales más que por imponer leyes morales, si contribuimos a defender –social y políticamente- valores irrenunciables y a formar tejido comunitario, estamos contribuyendo a parir una sociedad nueva, esa a la que llamó Jesús, con el lenguaje de su tiempo, Reino de Dios. En ningún momento estamos hablando de diluir la identidad cristiana, pero sí de discernir lo que es esencial en ella, sin publicarlo por todas partes.
Algunas claves del cambio
Es mucho lo que hay que cambiar, pero elijo aquí sólo dos campos de deconstrucción que me parecen prioritarios:
1) El lenguaje. El significado de las palabras depende muchas veces del contexto y éste es cambiante, porque el juego de lenguaje al que la palabra pertenece también cambia. Si no entendemos eso, nuestro lenguaje –cito al filósofo Wittgenstein- puede “estar de vacaciones”. Por tanto, hay que “resignificar” palabras (“Dios”, “cielo”, “fe”, “revelación”, “alma”, “más allá”…); aprender a traducir el lenguaje a contextos religiosos y no religiosos, con una clara conciencia continua de frontera; vivir más en la calle y salir del armario del lenguaje dogmático y moralista; modificar el modo de hablar y el vocabulario litúrgico, además de muchos ritos, gestos, vestimentas, etc.; no interpretar metafísicamente lo que sólo es metafórico y simbólico; llamar mito a lo que es mito y no realizar interpretaciones literales equívocas; reconocer que la actual formulación de la fe (credo, dogmas…) no dice nada a la gente de hoy; dejar de hablar de un mundo mágico de arriba y uno temible de abajo.
2) La ética. La única fuente de ética no son las religiones; la pluralidad de religiones, cada una con su moral, nos obliga a una permanente “hermenéutica de la sospecha”: no hay morales reveladas intocables; la ética no confesional no puede estar organizada desde el principio de sacralidad; las leyes no son instrumentos para convertir los absolutos morales de una institución o comunidad en normas vinculantes para toda la sociedad; no hay que confundir moralidad y conciencia con legalidad: las infracciones morales no tienen por qué requerir siempre responsabilidad penal.
Si queremos hablar de lo que para nosotros es la fe en Jesús, “hablemos” con nuestras conductas de lucha por la dignidad humana, por la defensa de las víctimas y por la igualdad de las personas, y ofrezcamos humildemente el sentido que damos a la vida y el testimonio de nuestra esperanza.