Alejandra Villaseñor Goyzueta
Se atribuye a Einstein la frase “no podemos resolver problemas pensando de la misma manera que cuando los creamos”. Una idea muy pertinente en la necesaria reflexión sobre la crisis de la economía y sus posibles soluciones.
En este sentido, es necesario cuestionar el sistema desde su interior, desde los valores y las conclusiones que generalmente son percibidos como certezas. No es la Economía la que hace al ser humano sino el ser humano el que hace la economía.
El sistema capitalista se caracteriza por monetizar la economía y a la sociedad, lo que ha dado lugar a considerar que posee valor económico sólo aquello que tiene precio en dinero. El resto de actividades económicas, como por ejemplo los cuidados, no cuentan ni se consideran trabajo; sólo el empleo remunerado consta como si lo fuera. Tampoco son tomados en consideración los bienes comunes, como el aire. Y se desestiman alternativas de complementariedad, como los trueques.
Muchos aspectos de la vida considerados valiosos, como el arte o la salud, tienen consideración económica únicamente cuando se paga por ellos, no por su mero disfrute. De aquí que se alteren las prioridades del sistema y se priorice el valor monetario que se les asigna, no su disfrute generalizado.
La producción se desvincula de las necesidades y se produce simplemente con el objetivo de acumular. Como consecuencia, para que el capital pueda aumentar sus ganancias necesita mantener incesantemente la producción, es decir, el sistema capitalista está basado en una intensa actividad económica, siempre en crecimiento.
De hecho, uno de los paradigmas del sistema capitalista (defendido por el Banco Mundial) es que el crecimiento de la economía constituye un aspecto central del desarrollo económico. Asimismo, se dice que es posible y deseable el crecimiento indefinido; simplemente es cuestión de utilizar las variables adecuadas, que no tienen que ver con las necesidades y bienestar humanos. Se parte de la premisa de que si el ingreso de los países aumenta, se benefician las personas.
Resulta evidente, ante el aumento de la pobreza en el mundo, la actual crisis económica y la polarización de la riqueza, que el crecimiento de la economía no permea sus ganancias en una distribución general y equitativa hacia toda la población.
Desafortunadamente, las teorías tradicionales obvian otros elementos que sí podrían tener este efecto de equidad, como la cooperación, el cuidado de las personas, la sostenibilidad ambiental y el compromiso con el entorno social, que aparentemente no añaden valor desde un punto de vista económico.
Sin embargo, el eje del sistema económico no puede ser la producción, ni la competitividad el valor principal. El sistema capitalista neoliberal, se presenta como un modelo único y cualquier otra alternativa se desvaloriza como irreal e irrealizable, a pesar de que ha demostrado ser insostenible ecológicamente y profundamente injusto en términos sociales. Efectivamente, la desigualdad es una de las premisas necesarias para su desarrollo, y la crisis económica y los totalitarismos consecuencias inevitables, pese al discurso aparentemente en contra.
Esta crisis no es sólo económica, sino financiera, política, cultural, de valores y ecológica, es decir, una crisis sistémica. También es una crisis de límites. Efectivamente, la crisis representa un exceso de crecimiento de los activos financieros respecto a la riqueza real y las capacidades reales del planeta. Si los recursos no renovables y las capacidades de los sumideros se van agotando, la riqueza real no puede crecer. Los activos financieros en realidad se convierten en deudas que el planeta y las personas no podemos asumir.
Se pretende que la tecnología solucione la crisis, especialmente en lo que se refiere a la devastación medioambiental y de los recursos del planeta. La idea de base, en realidad, es que el hombre y el planeta se adapten a la voluntad de la producción.
Sin embargo, los problemas son políticos, culturales, estructurales, y no exclusivamente técnicos. La tecnología tiene que estar al servicio de objetivos éticos y políticos de las sociedades humanas, al servicio del bienestar de todas las personas y de la sostenibilidad ecológica. Actualmente, en cambio, está al servicio de intereses mercantiles y del modelo de crecimiento ilimitado.
No son suficientes las propuestas y esquemas de redistribución de la riqueza; es necesario ir más allá y cuestionar la producción en los términos del paradigma actual que apuestan por aumentar indefinidamente la actividad económica. No es cuestión de reformar el sistema económico capitalista neoliberal sino de abandonarlo y elegir otra forma de economía.
Los gobiernos no pueden convertirse en meros gestores de los intereses económicos nacionales e internacionales. En este contexto, la ciudadanía debe recobrar su protagonismo y exigir a sus gobiernos la construcción de otras alternativas económicas. Un sistema económico nuevo y diferente, no simplemente una regulación del sistema actual. El poder debe volver a los pueblos, por encima del capital.
El cuidado de las personas y de la naturaleza debería ser el eje de estos nuevos sistemas económicos. Toda acción de cuidados tiene también una repercusión en la equidad de género y en el reparto del trabajo. Esto implica reconocer que sin una economía de cuidados, el sistema seguirá siendo inviable, depredador de la naturaleza e injusto, por replicar constantemente un modelo de dominación que adjudica los cuidados abrumadora e injustamente a quienes están en la parte más desfavorable de la balanza: las mujeres, las personas inmigrantes, etc.
Deben considerarse las alternativas alrededor del decrecimiento y el descenso del consumo de forma racional y paulatina. Estas alternativas parten del valor de la vida social, de lo local frente a lo globalizado y de la relación con la Naturaleza. Se trata de promover una sencillez, simplicidad y austeridad voluntarias que permitan reducir las infraestructuras, la producción y el consumo. El protagonismo lo retoman las personas y la justicia social, desde el enfoque de que no todo es valorable en términos monetarios. La alternativa es reinventar nuestro modo de vida y adaptarlo a los límites de la biosfera y a las necesidades reales del ser humano. La cuestión es que el hombre se adapte al hombre mismo.
Esta idea está detrás de reflexiones en diferentes sectores que finalmente confluyen en una ideología que tiene que ver no sólo con la economía, sino con la lógica y la ética. Por citar algunos ejemplos: consumo responsable, bancos de tiempo, mercados sociales, modelos agrícolas de autoconsumo o la defensa de los intereses de los pueblos indígenas frente a los trabajos extractivos de las multinacionales. Todas ellas plantean un cambio radical de estructuras, donde el cuidado de la vida humana y de la naturaleza reemplaza al objetivo del crecimiento económico.
Es inevitable que, una vez superadas las posibilidades de carga de la biosfera, el decrecimiento sea una consecuencia, voluntaria o no. El punto importante es la implementación de un proyecto político y un sistema económico nuevo y diferente que permita la transición para volver a la sostenibilidad ecológica y social, en vez de enfrentarse a escenarios de colapso.
Esta transición debe hacerse desde varios niveles: personal, de autogestión colectiva, y de cambio político y estructural. El primero hace referencia a la reducción personal del consumo, a través de comportamientos más austeros y conscientes de los impactos sociales y ecológicos de nuestras acciones. Transitar del consumir al contribuir.
El segundo nivel pasa por claves como la revalorización del procomún o de los sistemas que permiten en colectivo autoabastecerse y autogestionarse, como es el caso de las cooperativas de consumidores o los huertos urbanos. Se trata, además, de una reivindicación de autonomía ante las reglas del mercado.
Esta autonomía precisamente es coaccionada por el capitalismo global. Autonomía no implica falta de reconocimiento de la interdependencia entre las personas y la importancia del esfuerzo colectivo. Se trata más bien de incrementar la participación equitativa y democrática de todas las personas en las decisiones que afecten a sus vidas y de la conciencia del impacto en la vida de los demás.
En el ejercicio de poner a las personas en el centro de la economía, es fundamental compartir, confiar y cooperar. Ya existen experiencias en marcha como la gift economy en India o los mercados sociales en España. La idea es romper los paradigmas clásicos del capitalismo, sustituyendo las simples transacciones por relaciones de confianza, a fin de crear comunidades.
El capitalismo vacía a todas las cosas de significado y las convierte en un bien de consumo, como un producto más, una abstracción necesaria para su acumulación. El sistema inverso es un sistema basado en la confianza y en la sencillez, donde las cosas adquieren nuevamente un significado que les permite interconectar a las personas como parte de una comunidad.
De esta forma, se devienen naturales los cambios necesarios en el nivel político y estructural, y la movilización general para abandonar las estructuras y la lógica del capitalismo y su crecimiento ilimitado.
El fin del capitalismo pasa por una transformación ligada a la creación colectiva y experimental de nuevas y mejores formas de relacionarse con el dinero, las personas y la naturaleza. Para abandonar un sistema basado en la violencia estructural, la ambición, la acumulación, el despilfarro y el egoísmo es importante empezar a cultivar la cooperación, la equidad, la revalorización del ecosistema. Encarnar e incorporar una forma diferente de existir en el mundo, de la separación a la unión: “la humanidad aún posee la capacidad de colaborar para construir nuestra casa común” (Carta Encíclica Laudato si’, sobre “El Cuidado de la Casa Común”, Papa Francisco, 2015).