Luis Ángel Aguilar Montero
Entre los encuentros y desencuentros, mitos y realidades, que nos ha planteado Evaristo Villar en la reflexión anterior, y la propuesta evangélica que nos ofrece Chini Rueda, a mí me tocaba tratar, desde un punto de vista más socio-político, las causas de la inmigración y apuntar –ahí es “na”- las posibles salidas o nuevos caminos hacia un futuro más esperanzador (siempre la terca esperanza).
Hoy día ya no duda nadie que la inmigración es un fenómeno social permanente y en auge -vamos que no es coyuntural, ni hay quien lo pare- y que afecta a toda la sociedad y no sólo a determinados sectores. Pero hete aquí que en España (bien es verdad que como en casi toda la Unión Europea) al inmigrante se le niega la posibilidad de ser ciudadano, se le niegan los papeles, se le impide circular libremente… Es más, se le estigmatiza, considerándolo como distinto (extranjero), sólo se le acepta como mano de obra y, además, sólo mientras sea útil y para determinados momentos
Negar un documento es, de alguna forma, negar el derecho a la vida. Ningún ser humano es humanamente ilegal (…). Para las víctimas de las persecuciones políticas o religiosas, para los acorralados por el hambre y la miseria, para quienes todo se les ha negado, negarles un papel que los identifique será la última de las humillaciones
(José Saramago).
El último proceso de regularización cerrado el pasado 7 de mayo es un ejemplo de ello, pues no ha hecho sino demostrar la filosofía utilitarista del inmigrante que tienen los gobiernos (también los firmantes de la Mesa de negociación), el cual no es considerado ser humano, ni ser social, ni familiar, sino sólo mano de obra.
Ciñéndonos ya a lo que podíamos considerar como causas de la inmigración, y a fuerza de ser sintéticos por las características de este artículo, diremos que en origen hay dos fenómenos o fuerzas que las agrupan y que tradicionalmente se han conocido como push (expulsión) y pull (atracción), y todas ellas determinadas por las desigualdades Norte/Sur.
Entre las causas que empujan a los inmigrantes a salir de sus países (el “push”), podemos citar tres: las catástrofes naturales, guerras y las dictaduras, y los saqueos de los pueblos del Sur que empobrecen a ingentes masas de personas. Entre las catástrofes naturales que siempre son más graves en los países pobres, están los terremotos, las inundaciones, las sequías y, en suma, las grandes hambrunas; causas que expulsan a millones de personas a emigrar buscando un lugar donde poder comer. En segundo lugar, podríamos hablar de las catástrofes políticas, y no hace falta explicitar demasiado la situación de quienes huyen simplemente para poder vivir; son los que escapan de las dictaduras, de los golpes de estado, de las rebeliones o de las guerras, que ya sean presentadas como étnicas, civiles o de religión, siempre son inducidas por el imperialismo invasor. Y aquí conectamos con ese canibalismo o saqueo del Norte, el tercer grupo de causas, que bien podríamos llamar catástrofes sociales, por seguir con la serie, y que tras colonizar, robar y destruir la riqueza de los países del Sur (pensemos en la República del Congo) dejan millones de muertos, desplazados y pobres que también tienen que emigrar.
Las causas que atraen a los inmigrantes (ese “pull” o llamada), básicamente son dos: un sistema económico que, gracias a su economía de libre mercado, necesita una mano de obra, fundamentalmente para los llamados “nichos laborales”, porque ya los autóctonos no quieren realizar esos trabajos (recolecciones agrarias, servicio doméstico, hostelería,…); y, la otra, el falso sueño de la tierra prometida, que desde el tercer mundo se ve en la TV y que hace creer que aquí todavía se atan los perros con longanizas.
Por otra parte, no como causas de la inmigración, pero sí de que ésta se visualice como problema, me gustaría citar otras seis, que son: Las restrictivas leyes de extranjería, que una tras otra vienen limitando los derechos y libertades que dicen regular; las políticas represivas del control de flujos migratorios, que además apuestan por una inadecuada contratación desde los países de origen y que también suponen una limitación de entrada y de libertades; la visión instrumental del inmigrante, que sólo es considerado un trabajador invitado o -peor aún- mera mercancía; la racanería al aplicar el derecho al agrupamiento familiar; el regateo y recorte de los derechos sociales y políticos del inmigrante, o la negación del estatus de ciudadano europeo, que nuevamente hemos consolidado con la aprobación de la constitución europea.
De la difícil tarea de señalar las salidas, vamos a comenzar diciendo que para encontrarlas es imprescindible buscar nuevos caminos, tanto a nivel socio-político como de las respuestas cristianas. Con la esperanza de que puedan servirnos para la reflexión y, ¡ojalá!, para irlas proponiendo como metas en nuestras luchas por la integración real del inmigrante, voy a señalar cuatro líneas de actuación y un decálogo de propuestas concretas.
Ordenar la acogida. Está claro que no podemos abrir las fronteras de par en par y probablemente que el pedir “papeles para todos” sólo sea hoy una bella y utópica consigna. Pero tampoco podemos cerrarlas a cal y canto. Sami Naïr habla de tres piezas clave para abordar una verdadera política de inmigración: A) La gestión legal de los flujos de inmigración que ha de ser respetuosa con un estado de derecho y respetar, por tanto, los DD.HH. más básicos. B) El co-desarrollo, que transforme la inmigración en un factor beneficioso, tanto para los países de origen, como para los receptores, y C) Las políticas públicas de integración del inmigrante, que para ser completas deben llegar hasta su participación política. Un gran pacto de Estado por la inmigración en estos términos es fundamental para evitar que los flujos migratorios estén en manos de la oferta y la demanda, fuera del control social o en manos de las redes de trabajo clandestino.
Interiorizar la convivencia. Tenemos que cambiar nuestros prejuicios hacia lo diferente, entre otras razones, por la riqueza humanizadora que produce la diversidad cultural. Para ello hay que asumir que vivimos en una sociedad multicultural y que tenemos que aprender a convivir siendo diferentes, enriqueciéndonos con la alteridad y desde la igualdad de derechos. Ese y no otro es el desafío de la interculturalidad.
Facilitar la integración. No hablamos de asimilación (¡que se adapten y hagan lo que nosotros!), sino, como dice Esteban Tabares, de “unir sin confundir y distinguir sin separar”. Porque la verdadera integración también es intercultural, es decir, que no sólo se plantea a los inmigrantes. Es una integración inclusiva que si algo excluye son los obstáculos y las desigualdades. Como también sentencia Esteban, lo que nos debe guiar “es el derecho a la diferencia y no la diferencia de derechos”.
Construir ciudadanía. Está claro que tenemos que caminar hacia la igualdad de derechos, y eso sólo se consigue con la plena ciudadanía. Para ello ya no se puede seguir hablando de nacionalidad (ver cita de Javier de Lucas), sino de residencia; legal, eso sí, con 3 o con 5 años (mejor tres), pero residencia; porque ser extranjero no puede justificar la limitación de ningún tipo de derechos, ni siquiera los políticos.
Se trata de una ciudadanía entendida no sólo en su dimensión técnico-formal, sino social, capaz de garantizar a todos los que residen establemente en un determinado territorio plenos derechos civiles, sociales y políticos. La clave radica en evitar el anclaje de la ciudadanía en la nacionalidad […]. La ciudadanía debe regresar a su raíz y asentarse en la condición de residencia.”
(Javier de Lucas)
Comoquiera que estas 4 vías puedan parecer pura teoría, me atrevo a continuación a recoger 10 propuestas sacadas de aquí y de allá y que suscribo plenamente. Este decálogo, para concretar, sería:
1 Crear espacios de acogida temporal para los inmigrantes que inicialmente –y por un tiempo determinado- necesitan un albergue, que no asentamiento. (La Iglesia suele tener edificios amplios infrautilizados que bien podrían poner a disposición en colaboración con otras organizaciones.)
2 Conceder permisos de residencia temporal para la búsqueda de empleo para evitar la irregularidad inicial de muchos inmigrantes y, por tanto, su vulnerabilidad ante los abusos de mafias y otros empresarios aprovechados.
3 Organizar bolsas de trabajo y de vivienda en coordinación con distintas organizaciones, administraciones y empresarios. (A nivel diocesano podrían tener aceptación al ofrecer garantías, tanto para los autóctonos como para los inmigrantes.)
4 Facilitar el acceso a la lengua de acogida no como requisito u obligación, sino como un derecho, y exigir las correspondientes dotaciones humanas y presupuestarias.
5 Promover campañas de concienciación en la sociedad (las iglesias y parroquias son lugares privilegiados para ello, y tanto los obispos como sus delegados de migraciones y de cáritas podrían implicarse más en ello), animando a la denuncia de las leyes, abusos y demás situaciones injustas.
6 Evitar que el inmigrante que ya ha conseguido la residencia legal pase a ser irregular por problemas en las difíciles renovaciones o simples defectos formales.
7 Reconocer el agrupamiento familiar como un derecho irrenunciable al menos para padres, hijos, cónyuges o hermanos.
8 Impedir las deportaciones y el desamparo de los menores inmigrantes, tengan o no núcleo familiar, procediendo a una regulación que respete la declaración de los derechos de la infancia.
9 Otorgar la plena ciudadanía local a aquellos inmigrantes empadronados que demuestren su arraigo laboral y social, para que aun no teniendo la nacionalidad sí disfruten de todos los derechos ciudadanos.
10 Considerar ciudadano europeo a todo inmigrante que sea residente legal en cualquiera de los estados miembros, lo cual implica la igualdad de derechos laborales, sociales y políticos que los nacionales.
Y ya para terminar, resumiría lo aquí expuesto diciendo que tenemos que buscar nuevos caminos que vayan de la caridad asistencialista a la interculturalidad; de las políticas policiales de control de flujos a las políticas de inclusión e igualdad de oportunidades y de la concepción utilitarista del inmigrante a la plena ciudadanía. Porque cada día es más necesaria una postura ética que reconozca al ser humano como miembro de la humanidad, es decir, ciudadanos y ciudadanas del mundo. Esa será la única manera por la que los inmigrantes podrán exigir su dignidad y sus derechos; y sólo en ese caso se habrá dado la verdadera integración.