Una experiencia comunitaria intercongregacional en Lavapiés
Estrella María Merchán Salas
La vida es un proceso permanente de gestación. Hace tres años que, por azar de esta vida o por el propio misterio que encierra, nos encontramos tres mujeres religiosas de distintas congregaciones en un cruce de camino. Encuentros gratuitos que nos iban marcando la dirección de una espiritualidad que quería estar enraizada con la justicia del Reino.
Pero ni los contextos son neutrales, ni la espiritualidad es algo abstracto. Como dice Panikkar, “la espiritualidad no tiene recetas, ni se vende en un supermercado siguiendo modelos prefabricados”. La espiritualidad sigue la voz de la Sabiduría que grita “en la cumbre de las alturas, junto al camino, en la encrucijada de las sendas…,a la vera de las puertas, al borde de la ciudad, a la entrada de los accesos.” (Sab. 6,16-22)
Por ello, desde distintos carismas, nos sentimos convocadas a la vida en el contexto concreto del barrio de Lavapiés (Madrid). Una realidad que, con sus múltiples acentos y rostros, nos desafía en lo cotidiano de nuestra vida a tejer comunidad desde el barrio y desde nuestra propia realidad intercongregacional.
En este barrio- como en otros muchos en estos momentos- es fácil escuchar el sentir de las personas inmigrantes. Basta con salir a la calle, basta con sentirte un poco parte de sus vidas. Desde el conocimiento que te da la relación cercana, la comida compartida, la búsqueda conjunta de trabajo, vamos creando cada vez con más fuerza unas interacciones mutuas de igualdad y reciprocidad.
Por eso, desde los gestos cotidianos, afirmamos que ellos y ellas no son “los otros”, el no ciudadano, el no nacional, el sin papeles, el sin derechos, no son el negativo del nosotros. Sin embargo, la realidad social que compartimos, la misma calle en la que ellos y nosotras nos movemos, las miradas de las personas con las que nos tropezamos a diario, los derechos que como persona se dicen universales, los colocan “fuera de”, en exclusión de posibilidades comunes, les colocan culturalmente como “otros/as”.
Cada día amanece en este barrio con la misma luz que en otros lugares, pero en ese amanecer permanece como eco permanente un gemido. Es el gemido de hombres y mujeres para los que aún la sombra de la falta de papeles, la falta de trabajo, el peso del recuerdo de su historia, la soledad, el amor solapado, la presión de su propia cultura y sus grupos, ocultan sueños que conquistar, soterran valores y envuelven la vida de conflicto.
Escuchar el gemido de su lucha nos invita a nosotras a ser “mujeres mediadoras” que buscan con otros grupos y personas alzar puentes de encuentro, no muros de separación. Puentes que nos llevan a responder al Espíritu que clama por la dignidad de todo ser humano. Nos empuja a
1. Pasar del templo a la plaza pública
La teología del templo del A.T. quedó derrocada por la teología del Cuerpo de Cristo. El templo es corporeizado por el cuerpo de Jesús. Es curioso, pero nos podemos sorprender, si hemos cruzado este puente, de lo fácil que es verlo, tocarlo, sentirlo en nuestra misma plaza. La plaza de Lavapiés podría ser una plaza pública más, pero es una plaza “invadida” por policías. Dicen que es para salvaguardar la seguridad, pero en realidad hay claras consignas que detectan cuerpos “extraños al sistema”, diferentes que no cumplen el requisito del papel, demasiados y por eso hoy toca “redada”.
Pasar por ahí es encontrarte con Youssouf que te cuenta que ayer la policía le cogió y ya tiene-como tantos- un expediente de expulsión, es ver a tus vecinos/as y preguntar si por fin ya han encontrado trabajo, es estar junto con otros que gritan en contra de la Directiva “de la vergüenza”…Vivir, compartir y sentir este espacio público es el desafío del cuerpo de Cristo, esto forma parte de nuestra fe.
2. Pasar de nuestros centros a la periferia
Como comunidad experimentamos a un Dios que se encuentra fuera, junto con aquellos que solemos echar lejos de nuestra vista porque nos molestan.
Una espiritualidad de caminos, plazas y puertas abiertas es una espiritualidad de periferia o frontera-cogiendo la expresión conocida de Jon Sobrino-. La periferia nos lleva a caer en la cuenta de la importancia de las acciones socio-políticas. Cualquier participación con otros exige una palabra política, una acción de posicionamiento político que ayude a la convivencia, al empuje de la actualidad de los derechos comunes.
Como comunidad participamos en la Red Ferrocarril, una asociación que mantiene una clara denuncia social ante la vulnerabilidad de los derechos de los inmigrantes. En estos momentos la lucha social está marcada por los múltiples controles de identidad que hacen que cantidad de personas migrantes sean cada día detenidos/as. Es también una lucha por un espacio común-compartido, por una vivienda asequible y por todo aquello que no implica una ciudadanía de igual a igual.
3. Pasar de nuestra lógica a la lógica del Reino
Los obstáculos, dolores y dificultades que vivimos junto con nuestros vecinos/as inmigrantes cada día hacen que sintamos con fuerza la impotencia y la precariedad. ¿Cómo hablar de Dios ante el drama de tantos subsaharianos que mueren en nuestras fronteras?, ¿cómo hablar de Dios ante la realidad de los cayucos, las mafias, las minorías étnicas apaleadas? Sin embargo, el desafío de la espiritualidad unida a la justicia es el reto de permanecer en la lógica del Reino que mantiene alerta nuestra esperanza.
En definitiva, escuchar con oído atento el murmullo de los pobres en esta realidad de Lavapiés multicultural nos desafía a participar junto con otros grupos y a apostar por un modo de estar y ser en lo cotidiano, sin protagonismos, dando poder a quien menos lo tiene, promoviendo la circularidad en las relaciones, la gratuidad y reciprocidad. Por eso creemos que una espiritualidad horizontal o se vive en el concreto de la historia o no se vive.
Pero también en este murmullo detectamos el gemido de una “nueva ciudadanía”, una nueva humanidad que está queriendo emerger desde este lugar, una ciudadanía alternativa, intercultural, una comunidad muchedumbre como signo de la fraternidad humana, que no se identifica con ninguna religión, raza, género, lengua, cultura sino que emerge de la comunión en la diversidad, y que subraya el pathos de Dios por la dignidad humana, por encima de las leyes económicas y las políticas migratorias, que se empeñan en dividirnos y situarnos como enemigos.