José Antonio Marina
Filósofo
La nueva ley de educación (LOE) ha introducido una nueva signatura, llamada “educación para la ciudadanía”, que ha alarmado a muchas personas e instituciones y dado lugar a un debate disparatado. La iniciativa tiene su origen en la recomendación del Consejo de Europa de que todos adquiramos las competencias básicas para convivir y participar en la sociedad. El programa aprobado por el Ministerio incluye una educación en los valores democráticos, en los derechos humanos, y la necesidad de que nuestros alumnos sean conscientes de los problemas del universo, de las injusticias y discriminaciones, y sepan que deben colaborar a su solución. ¿Hay alguien sensato que pueda ver en esto un peligro?
La importancia de aprovechar la ocasión que la LOE ofrece –y que puede, sin duda alguna, desperdiciarse- me ha animado a escribir los libros de texto de esta nueva asignatura para una prestigiosa editorial. Está siendo una experiencia muy interesante. No sé si los alumnos aprenderán mucho con mi libro de texto, pero yo estoy aprendiendo un montón de cosas al escribirlo. A mi juicio, se trata de un curso básico de ética, con objetivos teóricos y prácticos, que por un extremo se prolonga con una “educación afectiva” y por el otro con conocimientos sobre los sistemas democráticos y sobre la responsabilidad y participación ciudadanas.
Como he explicado en varios de mis libros, considero que la ética es el GRAN PROYECTO HUMANO, el esfuerzo por pasar de ser animales listos a animales dignos, la gran empresa de la inteligencia creadora. La larga y terrible experiencia humana, la influencia de los grandes maestros religiosos, la obra de pensadores, el trabajo de los grandes movimientos reivindicativos, han ido diseñando un modelo ético que en sus líneas generales aceptamos todos: defensa de los derechos individuales, igualdad en derechos y oportunidades, participación en el poder político, seguridad jurídica, y políticas de solidaridad y ayuda.
Lo que me interesa destacar es que hay una defensa estática –metafísica podríamos decir- de los derechos humanos, que disuade del compromiso en vez de fomentarlo. Si digo que nazco con derechos como nazco con hígado, puedo sentarme y esperar que tanto mis derechos como mi hígado funcionen bien. En cambio, si hablo de los derechos como el gran proyecto de la especie humana para alejarnos de la selva, como el gran salvavidas, como los precarios protectores de nuestra dignidad, estoy proponiendo una visión dramática, activa, comprometida de los derechos y la ética.
La historia de la experiencia ética –y lo mismo sucede con la historia de la experiencia religiosa o jurídica- demuestra que grandes logros producen efectos no queridos. Suelo decir que culturalmente buenos padres producen vástagos parricidas.
Es fácil dar ejemplos. La libertad de conciencia reconoció un derecho fundamental de la persona, y al mismo tiempo facilitó la idea del “todo vale” con tal de que mi conciencia personal lo apruebe. El laicismo tuvo un origen religioso. La eficacia económica del mercado fomentó la aparición de la “ideología del mercado” como forma suprema de resolver todos los problemas sociales. La democracia, al defender justamente que los ciudadanos tenían derecho a decidir su futuro, dio paso a la idea de que la democracia proporcionaba la última legitimación ética, cuando, en realidad, sus decisiones deben ser éticamente legitimadas. Con frecuencia, se difumina la diferencia entre lo legal y lo justo. Por último, el necesario reconocimiento de los derechos individuales como gran derivado del concepto de dignidad personal, fragilizó la conciencia social. De hecho, en la Convención sobre los Derechos Humanos celebrada en Viena en 1992, países orientales, africanos y musulmanes criticaron la Declaración de los Derechos Humanos por ser individualista e insolidaria.
De este panorama surge el objetivo ético y educativo más urgente: restablecer la conciencia de comunidad, reconocer la ineludible estructura social de nuestra personalidad individual. Por esta razón me parece conveniente comenzar con un enfoque ciudadano, más que con un enfoque personal de la ética. Esta es una de las razones por las que apoyo la nueva asignatura. Vivir en la ciudad –el término “ciudad” simboliza la polis, la urbs, la civitas, el origen de la urbanidad, la civilización, la política- exige unas normas claras de convivencia, de ayuda mutua, de respeto y cooperación. La genealogía de esta ética ciudadana es muy clara. Los seres humanos necesitan vivir en sociedad porque eso les facilita la consecución de sus planes privados de felicidad. La ciudad defiende, protege, aumenta las posibilidades vitales de los individuos. Pero esos beneficios no resultan gratis. Exigen una colaboración por parte de todos los miembros de la sociedad. Los beneficios exigen deberes.
Además, la convivencia plantea muchos conflictos y discriminaciones, que es necesario resolver bien. De la unión de estos dos grandes objetivos: hacer compatibles las felicidades personales dentro de una comunidad, y aprender a resolver bien los conflictos, van apareciendo conceptos y normas: la justicia, la dignidad, el derecho, la “humanitas”, la libertad como valor, la no discriminación, la tolerancia, es decir, todos los componentes de GRAN PROYECTO HUMANO. . Vuelvo a insistir en el papel importante que en esta evolución moral han tenido las grandes religiones, porque propusieron modos más nobles de vivir que grandes masas de población aceptaron y que se han convertido en valores universalmente compartidos. Todo el mundo acepta la “solidaridad” como gran valor. Ese valor tiene muchos padres: la noción estoica de humanidad o la compasión universal de los budistas, por ejemplo. Pero en el mundo occidental, su antecedente más directo es la idea de “fraternidad” que procede del cristianismo, y que se prolonga en el amor al prójimo. La ética laica es una hija –a veces parricida- de la morales religiosas.
Todos estos temas deben formar parte de una “educación ciudadana”. Mi idea es que conviene relacionarla pedagógicamente con la idea de inteligencia. Tal vez en esto me dejo llevar por mi experiencia personal. Durante muchos años me dediqué a investigar sobre la inteligencia creadora, los mecanismos de la invención artística, científica, tecnológica, económica. Nunca pensé escribir sobre ética, porque tal como me la habían enseñado me parecía la negación de la creatividad. Estaba equivocado, por supuesto. La ética es el conjunto de las soluciones más hermosas, inteligentes y eficaces que se nos están ocurriendo para resolver los problemas que afectan a la felicidad personal y a la dignidad de la convivencia. Como los problemas que afronta no son teóricos, sino prácticos, debe terminar en la acción, es decir en la realización de esas soluciones óptimas. Teniendo en cuenta todo esto, suelo repetir a mis colegas, los especialistas en teoría de la inteligencia, que la mayor creación de la inteligencia humana no es la ciencia, ni el arte, ni la técnica, sino la bondad. Me miran como si yo fuera un estúpido o un demente, y en ese momento me lanzo a explicarles por qué digo lo que digo y por qué ellos están equivocados. Siento que mi espacio se acabe y que no pueda exponerles con más detalle mi argumentación. Otra vez será.