Evaristo Villar
Es difícil ignorar el cambio vertiginoso que se está dando en todos los campos del quehacer y del saber. Uno de los síntomas más llamativos se advierte en la floración creciente de formas religiosas. Ante este fenómeno, muchos especialistas se preguntan si estamos ante una metamorfosis de las formas religiosas tradicionales o si se trata de nuevas manifestaciones de Dios. No faltan quienes ven en todo esto otras formas de captar la presencia siempre reveladora y salvadora de Dios. Evidentemente, algo nuevo está sucediendo, aunque no tengamos todas las claves para interpretarlo. Se piensa ya en un “tiempo eje”, similar al que Kart Jasper señaló como “tiempo axial” que, hacia el siglo viii antes de nuestra era, dio paso a una nueva conciencia humana y a la aparición de las grandes religiones de salvación universal. ¿Estamos asistiendo hoy, consecuentemente, a un nuevo salto de conciencia en la humanidad? El mero hecho de plantearlo remueve muchas seguridades del presente y abre la puerta a la sospecha de que, aun en el “olmo viejo”, siempre cabe esperar “la gracia de una rama verdecida”.
El IV Parlamento de las religiones del Mundo, celebrado en Barcelona durante los días 7-13 de julio’04, representó el acontecimiento religioso y cultural de mayor relevancia del pasado verano. Durante una semana, el imaginativo y espléndido Parque-Foro de la Ciudad Condal se convirtió en una abigarrada plaza multicolor donde se dieron cita casi todas las religiones del mundo. Por unos días abandonaron sus enclaustrados muros dogmáticos, se miraron con simpatía y desearon caminar juntas en la misma dirección. Los espíritus más pusilánimes pensaron estar ante un espejismo. Pero los más libres y abiertos a lo inesperado estaban viendo la confirmación de largas expectativas y disfrutando del fruto de muchos esfuerzos realizados. Si durante estos días hubiera atravesado el recinto del Parlamento algún místico o algún profeta no habrían dudado en calificarlo, aun a pesar de algunas apariencias, de verdadero kairos o signo de nuestro tiempo.
No es éste el lugar para resaltar los vínculos del IV Parlamento de las Religiones del Mundo con los anteriores (Chicago, 1893; Chicago, 1993; y Ciudad del Cabo, 1999) cuya aportación más rica pudo quedar reflejada en esta conclusión del II, redactada por Hans Küng: “Todos somos responsables de la búsqueda de un orden mundial mejor… Nos sentimos en la especialísima obligación de procurar el bien de la humanidad entera y del planeta Tierra”. Tampoco vamos a detenernos en valorar las gigantescas dimensiones del encuentro (se habla de unos 8.000 participantes de muy diferentes religiones, de unos 75 países); ni siquiera nos interesa ahora analizar sus propias limitaciones y deficiencias (la crítica al Foro de las Culturas afectó también al IV Parlamento).
Me propongo simplemente destacar dos “sensaciones” que se me fueron pegando, como el sudor al cuerpo, en esa semana de Barcelona. La primera se refiere al clima o “temperatura humana” que se podía apreciar en el encuentro. Yo tuve la sensación de estar disfrutando de un ambiente agradable y cordial; en momentos, hasta familiar y festivo. Creo que la voluntad de encuentro entre los participantes, la fluidez en el diálogo y la apreciación global de los problemas que afligen a la gran familia humana dominaba sobre los particularismos y diferencias. La confidencialidad de las experiencias y la participación en las celebraciones “abiertas” invitaban abiertamente a mirar el futuro con mayor esperanza.
La otra sensación se refiere a la propia representación que yo me estaba haciendo del encuentro. Si es cierto que no podía abarcarlo en todas sus complejas dimensiones, también era verdad que no podía desprenderme de la riqueza de su “dimensión simbólica”. Como “la rama verdecida” en el olmo viejo de Machado, el IV Parlamento de las Religiones del Mundo estaba siendo un símbolo elocuente del proceso de transformación interna que se está dando al interior de las religiones mismas. Frente a los exclusivismos e inclusivismos del pasado, cada día se está imponiendo con mayor firmeza la riqueza que, aun para la propia fe, suponen el resto de las religiones existentes. Sin necesidad de llegar a ningún sincretismo que supondría un empobrecimiento, existe en el pluralismo religioso una complementariedad que a todas beneficia. Y esta visión está ganando cada día mayor espacio aun en las confesiones religiosas más cerradas. Por otra parte, se está viendo con mayor claridad la necesidad de unirse para hacer frente a los retos permanentes de la humanidad: el respeto a la madre Tierra, los derechos humanos universales, la justicia económica y la cultura de la paz. Frente a las viejas incitaciones al enfrentamiento y la violenta, al exclusivismo y la descalificación, al fanatismo y la xenofobia se va imponiendo la mentalidad de que todas las religiones tienen parte de verdad, son un regalo para el hombre y ofrecen caminos diferentes de acceso al único Dios verdadero. Estas convicciones suscitan, cada vez con más fuerza, el aprecio mutuo y el esfuerzo por la unidad y la colaboración. En este sentido, el lema del IV Parlamento de las Religiones del Mundo era bien elocuente: “abrir senderos de paz” desde “el arte de saber escuchar” y desde “el poder del compromiso”.
Me preguntaba antes si estamos asistiendo en estos momentos a un nuevo “salto de conciencia en la humanidad”. Desde estas sensaciones percibidas entorno al IV Parlamento, yo diría que está calando muy hondo un nuevo talante, una nueva espiritualidad que, brevemente, expresaría en estas dos líneas:
1. En primer lugar, en el carácter relativo de toda forma religiosa.Todas las religiones son formas humanas, limitadas y aun deficientes, de captar la presencia reveladora de Dios. Esto las constituye en mediaciones “parciales” de Dios y de su proyecto de Salvación universal. Cada una encierra su misterio, su verdad y su silencio que se abre en diálogo enriquecedor hacia las demás. Para Pedro Casaldáliga este carácter relativo tiene aspectos muy positivos porque deja a Dios ser más Dios, más absoluto y mayor –“Deus semper maior”– que el captado en una única religión (“definiéndolo menos, dogmatizándolo menos, lo dejamos ser más Dios”). Horizontalmente, las mismas religiones se ven libres del pecado de “exclusivismo”: ¿Puede, acaso, una religión sentirse dueña, en exclusividad, de la auto comunicación de Dios?; ¿puede sentirse únicamente elegida entre todas las demás? Digamos, sencillamente, que el Dios de todas las religiones es justamente “el Dios de los muchos nombres”.
2. En segundo lugar, de la mayor cercanía entre las religiones emerge el descubrimiento de la tarea común. Todas están convocadas a la promoción de la vida, a su defensa y cuidado en todas sus manifestaciones: desde la vida de Tierra –casa común amenazada– hasta la vida de la comunidad humana –prohibida entre los pobres y excluidos–. Desde diferentes sensibilidades y culturas todas las religiones están convocadas a lo que J. B. Metz ha llamado “ecumene de la compasión”, o el amor apasionado por la vida y por la justicia para todos.
Concluyo. Esta nueva conciencia (espiritualidad) la dejó ya reflejada Ibn Arabi, ese murciano universal y uno de los genios más profundos del “sufismo islámico”, en el siglo xii: “Hubo un tiempo en que yo rechazaba a mi prójimo si su religión no era como la mía. Ahora mi corazón se ha convertido en receptáculo de todas las formas religiosas: es pradera de gacelas y claustro de monjes cristianos, templo de ídolos y kaaba de peregrinos, tablas de la ley y Pliegos del Corán, porque profeso la religión del Amor y voy a donde quiera que vaya su cabalgadura, pues el Amor es mi credo y mi fe”.