Jesús Bonet Navarro
La tierra es un continuo concierto coral: a veces canta angustiada, a veces canta esperanzada. Hoy se escuchan, cada vez más, las voces en tonos graves que transmiten angustia y súplica, miedo y destrucción.
Para un creyente Dios es el autor de la danza de la vida: del ritmo de las estaciones, del día y la noche, de las órbitas de los planetas, de la existencia humana. La música es a veces suave, a veces fuerte, a veces casi no se oye; en ocasiones disfrutamos del baile y en ocasiones sufrimos, nos cansamos o desearíamos no haber salido a la pista para bailar. Pero son muchos los obligados a ser sólo espectadores y también los que ni siquiera pueden entrar al baile de la vida o los que tienen que bailar a un ritmo que ellos nunca elegirían. Todo esto tiene mucho que ver con el hecho de que el ser humano se empeña en ser el único director de la danza del universo, es decir, se pone a hacer de Dios y a cambiar la vida en lugar de respetarla.
Cantos de angustia
El autor sacerdotal del cap. l del Génesis pone en boca de Dios unas palabras que, en realidad, son el reflejo de una cultura patriarcal que casi había borrado del mapa la cultura de la diosa-madre-tierra, de la diosa preñada, de la diosa-virgen-negra (el color negro, símbolo del humus oscuro y fértil), de la diosa pájaro, de la diosa del agua y del aire, de la diosa de la humedad y de la vida: «Procread, multiplicaos, llenad la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra» (Gén 1, 28).
Con esa visión de la actividad humana, la agresividad (palabra etimológicamente neutra que designa la capacidad humana de caminar decididamente hacia algo) se hizo, dentro de la cultura patriarcal judeo-cristiana, equivalente a violencia contra la tierra y la vida; se hizo sinónima de poder, de humillación y de destrucción de la naturaleza. Todo esto con el supuesto aval de la Palabra de Dios.
Es cierto que al ser humano siempre le ha gustado conocer, saber, entender, acercarse al misterio del universo y de la vida que hay en él; si envía una sonda para bombardear un cometa es porque espera encontrar vestigios en él que le hablen algo del misterio del universo; con palabras del gran fisico del cosmos Stephen Hawking: «Tratamos de descubrir la fórmula con la que Dios creó el mundo.» Y esa búsqueda es buena, porque despierta en nosotros ese aliento de Dios que llevamos en nuestras narices (y en nuestra mente), nosotros, que somos barro y aliento de Dios (Gén 2, 7); eso nos acerca a él. El problema se produce si el conocimiento exige dominio, y el dominio destrucción: «Debemos subyugar a la naturaleza, presionarla para que nos entregue sus secretos, atarla a nuestro servicio y hacerla nuestra esclava», decía el filósofo inglés Francis Bacon (15 61-1626).
Por eso, dice con razón Leonardo Boff (Ecología, p. 19), que «el estado del mundo va ligado al estado de nuestra mente. Si el mundo está enfermo, es síntoma de que nuestra psique también está enferma». Y la mente está enferma cuando está frustrada, cuando vive para la cultura del deseo continuamente insatisfecho, cuando se ahoga en el consumismo, cuando no se comunica en profundidad con las personas y con la naturaleza, cuando utiliza la violencia para compensar su incapacidad y sus complejos.
Esa pobreza psicológica y espiritual de la mente produce más pobreza a su alrededor (pobreza estructural de la naturaleza y de las personas), porque produce opresión. Y esa opresión es pecado porque es injusticia, ya que negar (ningunear) a la naturaleza y al ser humano es negar a Dios.
La tierra, pues, entona cantos de angustia.
Cantos de esperanza
Pero Dios también creó a la mujer (Gén 1, 27), y la mujer es símbolo de vida y de regeneración. El varón le puso a su mujer el nombre hebreo de Hawwa (Eva) (Gén 3, 20), palabra que tiene relación con el verbo hiyya (en hebreo, dar la vida). La traducción griega del Antiguo Testamento llamada Biblia de los Setenta (siglo xi antes de Cristo) se expresa así: «Y Adán (palabra derivada de tierra) puso por nombre a su mujer Vida» (en griego, Zoé). La mujer, pues, incluso en una Biblia patriarcal, es la metáfora divina del útero del cosmos. Por eso el primer canto de esperanza de la tierra tiene que basarse en una progresiva feminización de la cultura, de la política, de la economía y de la religión, de lo que se derivará, sin duda, una cultura menos violenta, más ecológica y más respetuosa con la tierra y las personas, ya que la mujer sabe lo que es ser generadora de vida y sabe lo que es ser sensible a ella, admirándola, cuidándola, valorándola y dedicándole tiempo.
El segundo canto de esperanza tiene que ver con la recuperación del sentido de la tierra como algo sagrado, incluso con la recuperación del sentido de nuestro propio cuerpo, también como algo sagrado (ese cuerpo que machacamos con el estres, la prisa y el exceso de trabajo). En lugar de sentirnos por encima de la tierra, es preciso sentirnos al lado y dentro de la tierra, es decir, no perder el sentido de pertenencia a ella. El volver a encontranos con el misterio de la vida, con lo sagrado de la vida, es el comienzo del respeto a la tierra, el comienzo del respeto a la vida. Hay que contemplar, admirar, experimentar, asombrarse y detenerse a escuchar.
Pero para que los dos cantos anteriores sean posibles es necesario tener un espacio interior sensible que nos haga vemos como creadores, no como destructores de vida: Dios crea y también nosotros podemos crear. En lugar de percibirse como dominador de la tierra, el corazón humano tiene que sentirla y escucharla; en lugar de sentirnos explotadores de la naturaleza y de las personas, hemos de sentirnos parte de la tierra (estamos hechos de agua y arcilla) y del cuerpo de los demás seres humanos, sobre todo de los más humillados. Pero para ello, como alguien ha dicho, es preciso reforestar el corazón; si el corazón no se reforesta, difícilmente será sensible a la desertización del entorno y a la violencia contra él. Por eso, citando de nuevo a Boff, no hay ecología exterior sin ecología interior, y la ecología interior pasa necesariamente por luchar contra las estructuras de dominación, los instintos de agresión y los malos tratos a personas, animales y plantas, algo tan lejano de lo que la explotación neoliberal del ser humano y de la naturaleza incluye en la consecución de su ideal de progreso.
Acorde final
Es evidente que la reflexión y la poesía por sí solas no son suficientes para cambiar las estructuras, aunque no hay buena praxis sin una buena teoría y sin sensibilidad del corazón. También tenemos que manifestarnos en la calle, ejercer la acción política directa, no comprar productos de determinadas multinacionales, adherirnos a proyectos y coordinarnos para evitar ser aplastados por la fuerza bruta del egoísmo económico. Sin embargo, no olvidemos que cada uno tiene mucho que decir en el concierto coral de la tierra: la tierra es como una flauta que siempre tiene dentro el aire que Dios le insufla, pero quienes ponemos los dedos sobre los agujeros para que la flauta emita un sonido u otro somos cada uno de nosotros.