Alejandra Villaseñor Goyzueta[1]
¿Qué significa ser mujer en el año 2016?
La cantidad y complejidad de temas que podrían venir a la mente es de tal magnitud que en realidad es difícil intentar relacionarlos bajo una misma categoría: mujer.
Precisamente este podría ser el punto de partida: la idea de que la categoría mujer es lo suficientemente uniforme o sencilla como para definirla inequívocamente; además, relacionada con la consideración de que en su identidad siempre debe primar la condición de mujer. También podría discutirse quién se encuentra legitimado para definir lo que significa ser mujer en un mundo básicamente definido por hombres. La pregunta también podría dirigirse a la presión que pesa sobre las mujeres de ser muchas cosas, todas al mismo tiempo: seductoras, profesionales aguerridas, buenas madres, princesas comprensivas, amorosas, sacrificadas y un largo etcétera. Todas estas cuestiones bajo la supuesta y peligrosa premisa de que ya somos iguales, de que la igualdad de género está conseguida en las sociedades occidentales, modernas y democráticas.
Peligrosa, efectivamente, porque esconde la realidad de un problema de gran magnitud y producto de una estructura social que lo favorece. Pareciera que sólo los casos de asesinatos producto de la violencia de género recuerdan que la condición de mujer puede ser un riesgo; pero es, desde luego, una desventaja en cualquier parte del mundo.
Resultado de un sistema patriarcal
¿Cómo se explicaría un mundo donde la mitad de la población podría sufrir alguna forma de violencia por parte de la otra mitad? Es el resultado del sistema patriarcal, que, a su vez, es otra manifestación de un mundo dicotómico, cimentado en estructuras de dominante-dominado (nacional-extranjero, capital-trabajo, heterosexual-homosexual, hombre-mujer). El patriarcado es una suma de diferentes formas de dominación machista sobre la mujer: deslegitimación, precariedad, abuso, desvalorización, culpabilización, control, invisibilización.
En este sentido, el reto de la equidad de género es romper la base estructural del sistema patriarcal, que está formada por las prácticas sutiles y legitimadas por la sociedad que normalizan la desigualdad entre hombre y mujer, como la desigualdad salarial, la conciliación familiar sólo para ellas o, incluso, los chistes sobre mujeres. Los estereotipos que mantienen la percepción de que la máxima autoridad la tienen los hombres, que son ellos quienes deciden cuándo una mujer puede sentirse ofendida o considerarse una víctima; porque, además, ellas no pueden controlar sus emociones; así que ellos deben hacerlo. Y que sigue así y remonta hasta desembocar en la violencia de género en sus múltiples facetas e intensidades.
El chantaje emocional
Porque no sólo existe la violencia física; también es violencia el chantaje emocional, el desprecio, los insultos, la humillación, incluso las formas de presión de baja intensidad dentro de una pareja o los pequeños ejercicios de dominio en la cotidianeidad llamados micromachismos[2].
El patriarcado es un sistema universal que no depende de países, no es una construcción regional de una cultura concreta. En realidad, todas las personas pueden, podemos, incluso inconscientemente, contribuir a mantener la base de desigualdad que lo sustenta.
Dificultades
Las grandes dificultades para atajar las diferentes formas de la violencia de género no sólo se refieren a que implica un cambio de gran alcance en la estructura social y en la base que la alimenta. La peor de las consecuencias de esta violencia es, por una parte, que, a diferencia de otras sufridas por otros motivos, puede considerarse vergonzosa y, por tanto, se esconde. Por otro lado, se considera que la víctima es, al menos en parte, responsable de lo que le ha sucedido: “¿por qué no lo deja?”. Por tanto, el apoyo y el reconocimiento social son distintos, la víctima se enfrenta a ser juzgada, sin que se legitime su historia y su sufrimiento. Un ejemplo de esto último es la normalización de la violencia sexual, al punto de ser tergiversada la situación de quien ha sido agredida con afirmaciones del tipo “las mujeres usan su cuerpo para manipular” o discutiendo la forma de vestir de la víctima.
El impacto en la víctima es especialmente duro, porque, además, es otro ser humano el que agrede. Esto implica una ruptura con el sistema de creencias: la bondad, la justicia y la esperanza en otros y en el mundo. Se hace evidente la aparición del miedo, la inseguridad y la desconfianza.
En este panorama, hay que añadir que no es infrecuente que sea necesario defender las exigencias feministas ante la acusación de radicalismo, incluso por parte de medios de comunicación o personajes que no cuestionarían otras reivindicaciones, como ir contra la pobreza o la segregación racial. Incluso hay que justificar el lenguaje no sexista, como si sólo fuera una cuestión de gramática sin un importante simbolismo detrás.
Superar el espacio pasivo
La sociedad debe superar el espacio pasivo donde coloca a la víctima y escuchar a la mujer contar y protagonizar su historia sin intermediarios. Crear los espacios para ello, de acuerdo con las características, contextos y necesidades específicas de las mujeres en su complejidad, desde los diversos ámbitos en los que interactúan, por ejemplo, en el ámbito laboral, educativo, de la salud, el económico, el cultural y el social en general. Asimismo, apoyar reflexiones e iniciativas desde y para las mujeres. Ejemplo de ello es la sororidad[3], que es una propuesta feminista de alianza existencial y política entre todas las mujeres para contribuir con acciones específicas a la eliminación social de todas las formas de opresión y para generar una red de cuidados para protegerse a sí mismas, pero también a las demás. Se trata de superar la rivalidad y hostilidad entre mujeres, que no proviene del instinto sino que son fomentadas por el patriarcado, que enseña a las mujeres que son valiosas cuando le pertenecen a alguien y que deben competir con otras mujeres por la atención de un hombre.
Las beguinas
Otra ejemplar experiencia protagonizada por mujeres es el movimiento de las beguinas. Son mujeres cristianas y laicas que vivieron desde el siglo XIII y hasta el siglo XXI en Europa, en comunidades de mujeres con una total independencia del control masculino, familiar o eclesiástico. Uno de los rasgos característicos de la espiritualidad beguina es el de la búsqueda de la unión con Dios en el ámbito de una relación exclusiva entre ellas y la divinidad, fuera de toda ceremonia litúrgica y de la mediación socialmente obligada de los clérigos[4].
Todas las mujeres son dueñas de sus cuerpos, de sus historias, de sus vidas. Cualquier reto de futuro, cualquier proceso de lucha social, tiene que incluir el compromiso de hombres y mujeres de construir una sociedad que impulse y garantice efectivamente este derecho. Ciertamente, como ya han pronunciado valientes mujeres, la revolución será feminista o no será[5].
[1]Un gran agradecimiento a Tania Sánchez Arias y Martín Costa Marchisio por el intercambio de ideas que ha permitido enriquecer el presente artículo.
[2] Ver BONINO MÉNDEZ, Luis. Micromachismos, el poder masculino en la pareja “moderna”, en Voces de hombres por la igualdad. Comp. J.A. Lozoya y J.C. Bedoya. Edición electrónica de Chema Espada. 2008. 21pp.
[3] Ver. LAGARDE, Marcela. Para mis socias de la vida. Claves feministas para el poderío y la autonomía de las mujeres, los liderazgos entrañables y las negociaciones en el amor. Cuadernos Inacabados No. 48. Horas y HORAS la editorial. 2005. España, 489 pp.
[4] Ver. MUÑOZ MAYOR, Mª Jesús. Beguinas: esas otras mujeres del Medievo. en Mujeres que se atrevieron. Isabel Gómez Acebo (ed. lit.), 1998. España, pp. 115-156.
[5] Lema en pancartas de mujeres en la Plaza del Sol durante el 15M (primavera de 2011). La primera reacción ante ellas fue de abucheo por otros que también se hacían llamar activistas. Ver:
http://www.mujerpalabra.net/activismo/pancartasesloganes/feminismo/larevolucionserafeministaonosera.htm