Evaristo Villar
1. Reconocimiento de la diferencia.
Antes de ser reconocida como un valor o una carencia, la diferencia es una realidad. No hay más que abrir los ojos, despertar el oído, para percibir lo que está sucediendo en el hogar, en la ciudad, en las iglesias, en la tierra toda. Y esta diversidad aparece en primer plano, en pantalla, antes de cualquier rechazo y antes de todo movimiento hacia la convergencia y el encuentro. Desde la diversidad aparecen las diferencias de género y de sexo, las diferencias sociales y económicas, las diferencias étnicas, culturales y religiosas. Y también desde la diversidad, como imperativo ético, se hace más necesaria una política, que, en su acepción más noble, nos convoca a construir un hogar, una ciudad y una tierra donde sobreviva la riqueza de la pluralidad.
A regañadientes (algunos convencidos) hemos tenido que ir descubriendo que nuestro país nunca ha sido aquella “unidad de destino en lo universal” que proclamaban nuestros “salvadores” de antaño. No es necesario escarbar muy hondo en nuestras raíces para descubrir la falacia de ese eslogan. Frecuentemente, en aras de una unidad forzada, hemos pasado sobre muchas diferencias e identidades que nos hubieran hecho espiritual y éticamente más ricos y, sobre todo, más realistas. Basta con echar una mirada a la organización político-administrativa de este país en Comunidades Autonómicas, que inicialmente fue una imperiosa necesidad, para reconocer ahora, a la vuelta de casi 30 años, una praxis normalizada y mayoritariamente asumida por los ciudadanos. Lo que demuestra que vivimos más seguros y tranquilos cuando somos capaces de asumir y armonizar políticamente nuestras diferencias. Es más, frente a la monotonía de un centralismo dominante y angosto, el país nos parece hoy un mosaico más rico y más vivo. Porque, como en el arco iris, la belleza radica en el conjunto de matices que expresa la diversidad de colores
Nuestra diversidad se ha acrecentado en estos últimos años con la llegada masiva de extranjeros. Según las estadísticas más fiables, la cifra ronda ya o supera los 4 millones (más del 9% de la población total). Procedentes de distintas partes del mundo, estos flujos migratorios traen marcadas en la piel, llegan cargando sobre sus hombros sus propias diferencias. Tampoco son un bloque, también son diferentes entre sí. Evocan nuestro propio modo de convivir con las diferencias y nos provocan y convocan ante nuevas políticas de convivencia para evitar que lo diverso no se nos convierta en germen de desigualdad.
Ni siquiera la religión puede sobrevolar sobre las diferencias. Pasó ya el tiempo del patriarcalismo y el quiriarcado de las religiones. Se está imponiendo, contra viento y marea, el estatuto de igualdad. Desde la Constitución del 78 y su reconocimiento de la libertad religiosa, el Estado ha recobrado su a-confesionalidad. Todas las religiones (de “notable arraigo” en nuestro país), aunque diferentes en su propuesta ética y espiritual, no sólo son legítimas, también son legales. Si el fundamento de su legalidad está en nuestras leyes democráticas, la base de su legitimidad se apoya en el reconocimiento por parte de la sociedad de la laicidad y de la ciudadanía de todas las personas y en la propuesta ético-espiritual que dichas religiones nos ofrecen. Las diferencias en este terreno tampoco tienen derecho a propiciar desigualdades en el propio ámbito religioso.
Será necesario “abrir bien los ojos” para diseñar un nuevo paradigma de convivencia donde tenga cabida la pluralidad en la que estamos inmersos, o, mejor, la diversidad en la que estamos viviendo. El mestizaje, la participación, la inclusión y la integración serán líneas de fuerza en este proyecto ético y político que, más allá del respeto y la tolerancia, apueste por un diálogo intercultural en que no haya ausentes.
2. ¿Cómo convivir en y con la diferencia?
Una propuesta arriesgada
La propuesta incluye dos miradas simultáneas, una hacia la construcción de la propia identidad desde el diálogo, lo que exige una pedagogía, un aprendizaje, y otra hacia la elaboración de un nuevo concepto de ciudadanía desde el reconocimiento de la diferencia.
1ª La construcción de la propia identidad en y con la diferencia no nace espontáneamente, ni tampoco puede ser fruto de una imposición. Se trata, más bien, de un objetivo al que uno se acerca con adiestramiento y aprendizaje. Será el resultado de un proceso en el que el individuo y la sociedad se van educando con paciencia y con tesón. No se construye la identidad, ya sea individual o social, contra o frente a lo diferente. La identidad se construye desde lo diferente, dejándose penetrar por lo diferente. Mi autonomía, mi autoestima, mi autorrealización no podrían ser sin la presencia del otro, del diferente. Paul Ricoeur (en su libro Sí mismo con otro. Hacia una recuperación del sujeto) ha establecido la relación entre identidad e ipseidad. La ipseidad va incorporando la diferencia, lo otro, sin fundirse plenamente con ella, pero sin dejarla ajena a sí mima. De esta manera a lo largo de la propia biografía o historia uno puede permanecer idéntico a sí mismo pero incorporando en su mismidad lo otro, que de alguna forma lo va coloreando, haciendo diferente. Ahora bien, esta construcción de esta identidad no puede ser nunca monológica, fruto de un sujeto dominante, sino dialógica, en apertura y acogida, en diálogo. Sólo así es humanizante, es decir, supera el subjetivismo dominante y camina hacia la construcción de la ciudadanía.
2ª La elaboración de un nuevo paradigma (concepto) de ciudadanía. Esto nunca será posible desde la indiferencia o el desconocimiento, sino desde le reconocimiento. De hecho, la democracia gravita sobre el reconocimiento político entre ciudadanos. Hay tres fases o etapas de reconocimiento que se implican en forma acumulativa (Cfr. JA Pérez Tapias, en Éxodo 83 y Del bienestar a la justicia. Aportaciones para una ciudadanía intercultural):
- El reconocimiento de mí por el otro: Este reconocimiento que me otorga el otro es base de mi autoconciencia, de mi misma identidad. Para ser yo mismo necesito ser reconocido por el otro. La mirada que me devuelve el otro me humaniza y le humaniza: la ignorancia, la indiferencia, la negación me lleva al ostracismo, al aislamiento, al sin-sentido. (En la Fenomenología del espíritu, Hegel hizo hincapié en esta forma de reconocimiento). En el diálogo entre civilizaciones es esencial este primer reconocimiento: “que el otro me mire”.
- El reconocimiento recíproco: Nos reconocemos igualmente humanos, capaces de respeto y de acuerdos. La democracia es la plasmación de este reconocimiento recíproco en cuanto todos nos reconocemos como sujetos de derechos inviolables. Desde aquí nos abrimos al reconocimiento universal de todos entre sí como ciudadanos integrando las diferencias. En el encuentro entre civilizaciones este paso reclama la emergencia de un nuevo sujeto –psicológico, moral y político- capaz de convivir integrando la diferencia.
- El reconocimiento del otro por mí. La interculturalidad y las relaciones interpersonales nos llevan a esta última forma más radical de reconocimiento: reconocer al otro en su alteridad, como co-sujeto, como igual. Lo que lleva como consecuencia mi responsabilidad hacia el otro. Es la primacía ética del otro lo que me descoloca respecto a mis propios intereses.
Desde este triple reconocimiento se abre camino hacia la construcción de una ciudadanía intercultural, que, más allá de la nacionalidad y la etnia, vincula a los sujetos al reconocimiento de los derechos humanos (respetando las diferencias). Esto es ya el anticipo de la “ciudadanía cosmopolita” a la que debería aspirar el diálogo intercultural.