Luis Pernía Ibáñez (CCP Antequera)
En los países del Sur, las mujeres son las principales productoras de alimentos. Ellas son las encargadas de trabajar la tierra, mantener las semillas, recolectar los frutos, conseguir agua, cuidar del ganado. Un 80% de la producción de alimentos en estos países recae en las mujeres.
Las mujeres en general han venido considerando la actividad agraria fundamentalmente como fuente de alimentación, y de hecho las campesinas abastecen entre el 60% y el 80% de la producción alimentaria de los países más pobres y alrededor del 50% a nivel mundial. Las mujeres campesinas son las productoras de los principales cultivos básicos de todo el mundo: arroz, trigo y maíz, que proporcionan hasta el 90% de los alimentos que consume la población empobrecida de las zonas rurales. Para alimentar a la humanidad, las mujeres han desarrollado complejos mecanismos de producción, procesamiento, distribución, además de enfrentarse a las relaciones desiguales que resultan del trabajo doméstico siempre impagado, al hecho de prodigar gratuitamente cuidados, y al hecho de ser relegadas sistemáticamente de la propiedad de la tierra y del poder.
En África subsahariana las mujeres producen hasta el 89% de los alimentos básicos para el consumo familiar y la venta, ellas cultivan hasta 120 especies vegetales diferentes en los espacios libres junto a los cultivos comerciales de los hombres. Los huertos domésticos que las mujeres mantienen son muchas veces verdaderos laboratorios experimentales informales en los cuales cuidan especies autóctonas y las adaptan para productos seguros y variados. Un estudio reciente realizado en Asia ha mostrado que 60 huertos de un mismo pueblo contenían 230 especies vegetales diferentes. La diversidad de cada huerto era de 10 a 60 especies.
Las mujeres realizan del 25 al 45% de las tareas agrarias en Colombia y Perú. En algunas zonas andinas, las mujeres establecen y mantienen los bancos de semillas de las que depende la producción de alimentos
Gracias a esa acumulación de conocimientos relativos a la práctica agrícola, a la previsión productiva, al procesamiento y la distribución, las mujeres, aun en contextos de pobreza extrema, no sólo alimentan a la humanidad sino que mantienen patrones de consumo congruentes con el cuidado de la tierra y de la colectividad. Adicionalmente, las asalariadas invierten prioritariamente sus ingresos en este ámbito, mientras las otras, desde lo informal, redoblan el ingenio para, a través de pequeñas iniciativas vinculadas principalmente a la agricultura, la producción y venta de alimentos o la artesanía, obtener recursos económicos, por lo general invertidos en el bienestar familiar. No obstante, hasta el trabajo informal de las mujeres corre peligro de desaparecer ante la imposición de los capitales transnacionales
Pero paradójicamente, ellas son, junto a los niños y ancianos, las más afectadas por el hambre. Las políticas neoliberales que asolan el campo golpean en primera persona a las mujeres. El modelo agrícola y alimentario industrializado y las transnacionales amenazan no sólo la existencia de la agricultura campesina, sino de la pesca tradicional, de la elaboración artesanal y del comercio de alimentos a pequeña escala donde las mujeres tienen un papel central. El acceso a la tierra tampoco es un derecho garantizado: en muchos países del Sur las leyes prohíben a las mujeres este derecho y en aquellos donde legalmente tienen acceso las tradiciones y las prácticas heredadas les impiden acceder a ellas.
El hambre y la desnutrición no son efecto de la fatalidad, de un accidente, de un problema de la geografía o de los fenómenos climatológicos. Son el resultado de haber excluido a millones de personas del acceso a bienes y recursos productivos tales como la tierra, el bosque, el mar, el agua, las semillas, la tecnología y el conocimiento. Son, ante todo, consecuencia de las políticas económicas, agrícolas y comerciales a escala mundial, regional y nacional impuestas por los poderes de los países desarrollados, sus corporaciones transnacionales y sus aliados en el Tercer Mundo, en su afán de mantener y acrecentar su hegemonía política, económica, cultural y militar en el actual proceso de reestructuración económica global.
Es en este contexto donde podemos afirmar que hoy más que nunca la Soberanía Alimentaria tiene nombre de mujer, ya que son éstas las más afectadas y las que deben luchar contra las políticas neoliberales y sexistas que dominan la producción agrícola, pesquera y comercial. En este sentido el reto emprendido por la Articulación de Mujeres de la Vía Campesina es de gran valor, pues la formulación de una perspectiva de género para la soberanía alimentaria está ineludiblemente asociada a la vindicación de una de las áreas de producción y conocimientos más devaluadas socialmente, e incluso asociada al confinamiento de las mujeres: la producción de alimentos. Para cuyo desarrollo han sido, contradictoriamente, necesarios siglos de investigación, creación, y producción de conocimientos que ellas precisamente han desarrollado
La división patriarcal del trabajo ha rescindido el valor de estas creaciones y más aún ha hecho de ellas un terreno de exclusión, de ahí que para las mujeres el reivindicarla implica una amplia agenda de reparaciones que aluden directamente a la transformación de las relaciones de desigualdad entre los géneros en todas las esferas. Así, sus demandas no se restringen a las dinámicas productivas sino que abarcan el conjunto de relaciones sociales inherentes, precisamente, a la soberanía, la autodeterminación y la justicia de género
Frente a la industrialización del campo, la Soberanía Alimentaria se ha convertido hoy en una referencia necesaria. Se trata del derecho de los pueblos a definir sus políticas agrarias y alimentarias, a proteger y a regular la producción y el comercio agrícola interior con el objetivo de conseguir un desarrollo sostenible y garantizar la seguridad alimentaria. Una estrategia que significa romper con las políticas agrícolas neoliberales, impuestas por la Organización Mundial del Comercio, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional y con el sistema económico capitalista dominante, que promueven un modelo de producción agrícola y alimentaria totalmente insostenible. La Soberanía Alimentaria es el derecho de los pueblos a definir sus propias políticas sustentables de producción, distribución y consumo de alimentos, garantizando el derecho a la alimentación para toda la población, con base en la pequeña y mediana producción, respetando sus propias culturas y la diversidad de los modos campesinos, pesqueros e indígenas de producción y comercialización agropecuaria, y de gestión de los espacios rurales, en los cuales la mujer desempeña un papel fundamental. La Soberanía Alimentaria debe asentarse en sistemas diversificados de producción basados en tecnologías ecológicamente sustentables.
Por eso, la agenda reivindicativa de las mujeres de la Vía Campesina asocia inexcusablemente la justicia de género con el desarrollo de la propuesta de la Soberanía Alimentaria, no sólo en consideración del importante papel que ellas juegan en la materia, sino porque ellas la conciben como una ética para el desarrollo humano y no como un simple vehículo para la alimentación.
“Las curadoras de semillas, aquellas que se han ocupado históricamente de proteger ese núcleo primordial de la vida vegetal, no las venden, las intercambian en una suerte de gesto ritual, donde a la vez transmiten los conocimientos sobre cada una de ellas, su protección y perennidad”, relata la chilena Francisca Rodríguez, líder de la organización mundial Vía Campesina. “Para las mujeres –agrega–, esto tiene que ver con la Soberanía Alimentaria, de la cual depende la vida humana, pero también con el mantenimiento de la vida en el campo y la suerte del planeta”.
Sirva de botón de muestra el caso del proyecto MADRE, en Nicaragua, que capacita a las Mujeres Indígenas Miskito en agricultura orgánica, el manejo sustentable del ganado y la provisión a las familias de semillas y animales de granja. A su vez a través de la organización hermana de MADRE, Wangki Tangni, Cosechando Esperanza, organiza los mercados campesinos locales en donde las mujeres venden sus excedentes. Los mercados se han convertido en un punto central para la cohesión comunitaria, propiciando concursos de innovación culinaria, juegos o entretenimientos musicales. Estos mercados también brindan la oportunidad para que Wangki Tangni distribuya materiales de educación popular sobre los derechos de las mujeres, derechos indígenas colectivos y salud de la mujer. Cosechando Esperanza organiza también un banco de semillas, por el cual las mujeres cultivan, ahorran y comparten semillas orgánicas de una estación a la otra. El programa enfatiza las metodologías de uso sustentable de la tierra, salvaguarda el conocimiento tradicional indígena sobre el manejo de recursos naturales y refuerza la autosuficiencia económica de las mujeres y su participación en la vida pública.
Al considerar la relación de mujer y cultura y afrontar el derecho humano a la alimentación, es fundamental el papel de la mujer en favor de la reorientación de las políticas alimentarias en función de los intereses de los pueblos, la refundación de los valores colectivos y la revalorización de las visiones integrales.