Jesús Bonet Navarro
“El fundamentalismo es la angustia de no tener razón”, decía el Premio Nobel de la Paz Andrej Sájarov. Y cuando la fuerza de la razón no se posee, se tiende a imponer la razón de la fuerza, desde las formas más sofisticadas de violencia no visible hasta las que producen guerra y muerte. Todo ello para liberar la angustia de no tener razón.
El fundamentalismo puede tomar como referencia la religión, la patria-nación, el poder político, el laicismo, la ciencia, la etnia, la dominación patriarcal, la cultura y, en estos momentos sobre todo, la economía de mercado. Todos esos modos de fundamentalismo producen víctimas, muchas de ellas mortales: por cualquiera de esos caminos se puede llegar a matar. El fundamentalista puede inventar o manipular su propia historia, pero también inventar o manipular la historia del enemigo por él creado o la de todos, con tal de poder justificar el conflicto que él desencadena.
Por definición, el fundamentalismo es intolerante con la diversidad: la variedad de formas de ver las cosas es percibida como un riesgo, no como una oportunidad; la percepción que el fundamentalista tiene de la vida es radicalmente maniquea: yo soy el bien, tú eres el mal; la democracia es una falacia; la libertad de pensamiento y de análisis racional de la realidad es un disparate; la movilidad y el cambio ideológico y social son un peligro; la sensibilidad emocional ante el sufrimiento humano es una debilidad; los códigos éticos que pudieran regular las conductas entre seres humanos diferentes son sometidos al código ético de conveniencia (o a un código al margen de la ética) de quien tiene la fuerza; la inteligencia interpersonal, que nos permite vivir en empatía con el otro, está infradotada; los espacios plurales de opinión y debate no tienen sentido. Lógicamente, con estos parámetros estamos en la contracultura de la violencia y la guerra.
En el origen del fundamentalismo, el miedo
Aunque cueste verlo a veces, la primera raíz psicológica del fundamentalismo es el miedo, la angustia existencial; las dos hermanas del miedo son la desesperanza y la ira; cuando el miedo tiene hijas, dos de ellas son la violencia y la muerte.
El fundamentalismo se mueve en un terreno pantanoso de miedos y en una desesperada lucha por encontrar un terreno firme donde apoyar los pies, aunque ese terreno firme sea artificial.
Los miedos de las aguas pantanosas fundamentalistas son de todos los tipos imaginables: miedo a la libertad y a sus consecuencias, como son, por ejemplo, la soledad, la crítica o la provisionalidad; miedo al vacío, a convertirse en nada, a ser anónimo o socialmente inexistente; miedo a lo diferente y a los diferentes, porque pueden poner en cuestión las aparentes seguridades; miedo a lo desconocido, a lo que escapa al propio control; miedo a atreverse a saber y a pensar con la propia razón; miedo a la inseguridad y a la movilidad de ideas y de formas de vida; miedo a que la realidad pueda ser de otro modo a como uno la piensa (en el fondo, miedo a la verdad); miedo a quedarse aislado; miedo a la pérdida de poder y a otras pérdidas; y, entre éstas y sobre todo, miedo a perder la identidad y la propia significatividad en el conjunto de personas y de culturas que convivimos en el planeta Tierra.
Hay que reconocer que todos estos miedos son muy humanos y pueden hacerse presentes más de una vez en la vida de cualquiera. Pero el problema está en el modo de gestionarlos; ahí es donde se genera una personalidad –individual o colectiva- fundamentalista disgregadora o una personalidad empática integradora. Un análisis muy elemental de lo que sucede hoy en nuestro mundo nos permite entender que hay circunstancias de sobra, provocadas la mayoría de ellas por poderes fácticos económicos y políticos, que alimentan el fango pantanoso del fundamentalismo: las comunidades desterritorializadas por las guerras, las fronteras rotas (o construidas) por el dinero y las ideologías, la imposición de un pensamiento único, la amplitud de la pobreza y el hambre, la eliminación de la diversidad grupal que propugna el neoliberalismo, el rentable negocio de la venta de armas y de la explotación de los recursos energéticos. El miedo está ahí; su explosión en forma de salida fundamentalista y de contracultura de la muerte, también.
El problema de la identidad y las identidades
La identidad global de una persona o de un colectivo suficientemente maduros es una suma de identidades: somos, al mismo tiempo, varias cosas; nos definimos de modo complejo, tenemos múltiples identidades. Además, la identidad es dinámica; la construimos y modificamos continuamente a lo largo de toda la vida. Pero una identidad parcial, que se fija sólo y tercamente en un aspecto de su definición, puede convertirse –con expresión de Amin Maalouf, Premio Príncipe de Asturias de las Letras- en una identidad asesina: no tolera la existencia de otras identidades, necesita eliminarlas.
La identidad fundamentalista difumina la identidad personal en la de su grupo y niega la interdependencia con otros grupos en la búsqueda de la verdad y de la convivencia pacífica. No entiende que el verdadero pluralismo no amenaza la identidad de nadie, porque negar la pluralidad y la diversidad es negar la vida; precisamente por eso, quien niega la necesidad de la diversidad puede llegar a matar sin culpabilizarse por ello: la vida de los demás no tiene valor en comparación con las ideas y los objetivos fundamentalistas.
Los cimientos psicosociales de la identidad fundamentalista están constituidos por muchos “materiales de construcción”, como, por ejemplo: la ignorancia emocional (aunque el fundamentalista sea ingeniero, informático o médico) y los prejuicios; el adormecimiento de la creatividad y la conciencia; la incapacidad para distinguir la realidad objetiva de la visión subjetiva doctrinaria inducida y reducida; la pretensión de que es heterodoxo quien no acepta mi ortodoxia y por eso merece ser eliminado; la pobreza y la frustración; el diagnóstico catastrofista (el futuro como amenaza) y, simultáneamente, apocalíptico (el futuro como esperanza) de la realidad; la idealización del pasado tribal o nacional remoto; el acogimiento a una identidad colectiva propia como reacción a la globalización del pensamiento único, que ha fragmentado las sociedades y ha aislado a los individuos; la complementación del pensamiento único (impuesto desde fuera) con el pensamiento ocupado, que funciona desde dentro como un dron interior que explora, sugiere y ordena a un yo mutante lo que debe hacer en cada momento; la experiencia de haber sufrido el desprecio cultural, religioso o personal, que suscita en el humillado la necesidad de luchar para ser apreciado; la visión de la convivencia con otros individuos o culturas como conflicto y no como cooperación ni como cuidado de todos; en los casos de fundamentalismos religiosos, la supremacía de la religión sobre la política, mezclando las dos; el factor fama por saber aterrorizar o humillar a los demás como instrumento de poder; la defensa de ideas o principios sociales oscurantistas, que están ya muy superados en las mentalidades democráticas; la victimización del propio colectivo para justificar la violencia hacia otros; la participación en el odio del grupo al que se pertenece como modo de liberar los propios miedos, la propia violencia interna y el malestar consigo mismo; la facilidad para difundir el odio y el miedo en las redes sociales. No faltan, pues, puntos de apoyo para explicar subjetivamente los motivos que pueden llevar a tomar entre las manos una pistola o una granada, a colocarse en la cintura una carga explosiva o a organizar una guerra un estado contra otro.
A partir de ahí, la patria, la religión, la cultura, las supuestas amenazas o lo que sea pueden servir de coartada para justificar lo injustificable: la violencia, la guerra, la muerte. Estamos en la contracultura global, en la antítesis de la vida, de la cooperación, de la democracia, de la libertad, del pensamiento racional, del respeto a la dignidad de todas las personas. Y esa contracultura pueden desarrollarla no sólo los individuos, las multinacionales o los grupos organizados de diferentes tipos, sino también los estados, siendo tan injustificable en unos casos como en los otros.
Todos podemos ser fundamentalistas
De un modo o de otro, siempre ha habido fundamentalismos y siempre han sido peligrosos, tanto más cuanto más poder ha poseído quien ha tenido la actitud fundamentalista. Sin embargo, en los tiempos que nos ha tocado vivir hay circunstancias nuevas, algunas de gran calado, que facilitan el desarrollo del fundamentalismo como mecanismo de defensa y de agresión violenta.
La instalación, en los individuos y en la sociedad, del pensamiento único y –lo que es peor- del pensamiento ocupado ha ido provocando, cada vez más, que la identidad de las personas y de los grupos sociales sea inestable, deslizante, indeterminada. El individualismo inducido, la eliminación o desprecio de tradiciones que alimentaban la cohesión social, la trivialización de los valores de convivencia y el anonimato personal dentro de las masas han ido desembocando en una inseguridad profunda a la hora de definir y mantener libremente la propia identidad.
Por otra parte, la mayor parte de las sociedades del planeta no son tan cerradas como antes; los medios de comunicación, el turismo, los viajes por trabajo o estudios, las migraciones, etc. han diseñado un mundo más abierto. Esta apertura, que es buena y que ha roto muchos círculos de ignorancia y de retraso, ha traído también consigo el miedo al vacío y a la difuminación de la identidad individual y grupal.
Por eso, existe en todos el riesgo de cerrarnos y radicalizarnos ante lo que tememos que se nos escape, porque en el horizonte está el peligro de que el otro invada nuestra autonomía. De ahí que todos seamos potencialmente fundamentalistas –con mayor o menor violencia- si no democratizamos continuamente nuestra mente y la liberamos del miedo y de las identidades rígidas. Es un signo de madurez psicológica y social, como he dicho más arriba, ayudar y ayudarnos a promocionar identidades múltiples en nosotros mismos, reescribiendo constantemente el relato de nuestra identidad, porque, al fin y al cabo, somos el relato que hacemos de nosotros mismos. Pero necesitamos también narrarnos unos a otros nuestra vida y nuestra identidad para darle sentido, porque la identidad en círculo cerrado se radicalizará más tarde o más temprano, al perder el sentido profundo de la vida humana -que necesita de los diferentes- y la capacidad para convivir en paz. Nadie nos autoriza a dividir el mundo entre fundamentalistas y no fundamentalistas, colocándonos nosotros siempre, desde luego, entre los no fundamentalistas. Todos tenemos que reconocer que en el origen de nuestra identidad somos mestizos y que somos eternos buscadores de identidad.