Aristóteles define al ser humano como animal político. Un ser que está hecho para convivir con sus semejantes. No es el tigre solitario ni la hormiga gregaria. Es a la vez un ser social y libre. Está constitutivamente formado para vivir en la polis, la ciudad, el Estado para los griegos. En una sociedad, mayor o menor, donde actúa desde su racionalidad, su libertad y su sentido ético.
La plenitud de lo humano exige que el hombre, varón o mujer, participe de forma activa y responsable en la buena marcha de su comunidad. Quien se desentiende de esa tarea, encerrado en sus pequeños egoísmos, y deja que el barco vaya a la deriva o que sean otros los que lo dirijan, atento sólo a que sus intereses individuales no se vean perjudicados, ése renuncia a un factor básico para su realización como persona humana.
Hoy día no es fácil llevar a cabo esa actuación política. El desprestigio y la corrupción del campo que se conoce como específicamente político, no invita a participar en él.
Por otra parte, mucha gente ve, o por lo menos intuye, que el poder decisivo en la marcha de la sociedad no es el político, sino el económico, y que los políticos, por mucho que se engallen y se atusen el bigotillo, no son más que capataces sometidos a la aprobación de los auténticos amos del poder.
Pero nada de eso quita que sigamos siendo animales políticos, responsables últimos de la marcha de nuestra sociedad, y, en el planeta globalizado en el que vivimos, responsables de nuestro mundo. Por muy abrumadores que parezcan los poderes, conocidos o anónimos, que nos gobiernan, no deja de ser verdad la afirmación del filósofo francés Louis Althuser: «Para que un poder perdure es necesario que se convierta de poder opresor en poder consentido».
Sin el consentimiento de una buena parte de los ciudadanos, ningún poder puede mantenerse. Y mucho menos hoy día, cuando todos los poderes buscan su legitimidad en su supuesta capacidad de promover la libertad de las personas y la democracia de las sociedades. Ese consentimiento decisivo en nuestra mano está.
Es, pues, imprescindible que por nuestro propio desarrollo humano y por el satisfactorio funcionamiento de nuestra sociedad, nos mantengamos fieles a nuestra vocación de seres con una tarea política.
Y es urgente que reflexionemos sobre las formas de cumplir mejor esta tarea, conscientes de que política no es sólo la labor de los partidos así llamados. Un trabajo cultural, de cambio de mentalidades, puede tener un gran calado político. Y también debemos atender a las nuevas formas de hacer política, que no pasan por la conquista del poder político, o dicho con otras palabras, sin alcanzar el gobierno de la nación.
Difícilmente nos acercaremos al horizonte cristiano del Reino, si no atendemos a nuestra responsabilidad como seres políticos.