Luis Pernía (CCP Antequera)
Todo ha ido muy rápido. Ninguna pandemia fue nunca tan fulminante y de tal magnitud. Surgido en una lejana ciudad, un virus ha recorrido ya todo el planeta y ha obligado a encerrarse en sus hogares a millones de personas.
Seguimos esperando
A estas alturas, ya nadie ignora que la pandemia no es sólo una crisis sanitaria. Es lo que las ciencias sociales califican de “hecho social total”, al conmocionar países enteros. Nos ha ayudado a descubrir que el valor supremo es la vida y ha demostrado que el aparato bélico montado, capaz de destruir varias veces la vida en la Tierra, es ridículo frente a un enemigo microscópico invisible que amenaza a toda la humanidad. Seguimos esperando que la Tierra siga teniendo compasión de nosotros y nos esté dando otra oportunidad para tomar conciencia de que somos una sola familia humana en una casa común, la Tierra, que debemos cuidar. Precisamente ese cuidado mutuo es lo que constituye el núcleo de la espiritualidad de acogida.
El espíritu es tan antiguo como el Univeso
Cuando hablamos de espiritualidad nos referimos a la fuerza, la energía, que alienta la vida, la existencia de cualquier realidad (J. M. García Mauriño). En realidad, estamos haciendo referencia al sutil trasfondo que está detrás de toda experiencia humana, individual y colectiva, detrás de toda forma de vida. Es como el sentimiento profundo de ser y estar, de crecer e integrarnos en la energía del Universo, energía que nos dio y nos da vida. Porque la espiritualidad nos hace ver que, aunque gustemos de querer ser superiores a las decenas de especies, realmente somos vivientes entre los vivientes. Somos parte del cuadro cosmológico. La nueva cosmología nos dice que el espíritu posee la misma antigüedad que el universo.
Espíritu es conciencia y libertad
Antes de estar en nosotros está en el cosmos. Espíritu es, sobre todo, la capacidad de interrelación que todas las cosas guardan entre sí. Forma urdimbres relacionales cada vez más complejas, generando unidades siempre más altas. La diferencia entre el espíritu de la montaña y el del ser humano no es de principio sino de grado. El espíritu, por tanto, es la esencia misma del cosmos y especialmente de la vida, donde se manifiesta en toda su riqueza, llegando en el hombre a ser conciencia y libertad.
Pues bien, esta pincelada sobre la espiritualidad no sería nada sin su entraña, que son la acogida, los cuidados y la solidaridad. Dicho de otro modo, una manera de vivir la armonía consigo mismo, con las otras personas, con la naturaleza y con el cosmos, que es lo que conforma una ética universal y laica.
Ética puramente humana y laica
Tradicionalmente la formación espiritual estuvo íntimamente ligada a lo religioso y cuesta entender que haya una ética puramente humana y laica para comprender y cultivar la dimensión absoluta de nuestro existir y de nuestra experiencia de lo real.
Esta ética, que pone el énfasis en recalcar, una vez más, que somos una familia humana en una casa común que es la Tierra, necesitados de una vida digna y justa para todos, nos “conduce a hacernos cargo misericordiosamente de la realidad” (I. Ellacuría).
Un amor a fondo perdido
Este “hacernos cargo misericordiosamente de la realidad” hace saltar los resortes del afecto y la ternura.Deja que nuestro corazón se abra a los abismos que crea nuestra mente y cultive las sinergias del afecto y la ternura, en los cuidados y en la acogida. Porque la espiritualidad entendida como “cualidad humana profunda”, que nos dice Mariá Corbí, o como “sensibilidad por lo esencial, por la dimensión profunda de la realidad diaria”, de Roger Lenaers, es precisamente la acogida, como amor a fondo perdido o solidaridad.
Una acogida que se enraíza en el cultivo de los derechos y valores humanos, y el compromiso político. En los derechos humanos contenidos de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, que se resumen en el derecho a la vida, y que se concretan: en el derecho de todos a la sanidad pública; en el derecho a una educación de calidad; en el derecho a una vivienda digna; en el derecho a un trabajo humano no explotador; en el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; en el derecho a la libertad de opinión y de expresión; en el derecho a la libertad de reunión, entre los más destacados. Y también en los valores humanos para conformar una vida digna y plenamente humana. Nos referimos al valor de la verdad, de decir la palabra sincera, de no comunicar la mentira, de ser verdad, en definitiva. El valor de la coherencia en la vida, de la correspondencia entre lo que se piensa y el actuar. El valor de la igualdad de derechos de todas las personas, aunque sean diversas y diferentes. El valor del cuidado de la fragilidad, de todos aquellos que necesitan de nuestra ocupación y cariño. El valor de la compasión con todos aquellos que sufren. El valor, en definitiva, del amor hacia todos los seres vivos y la naturaleza, incluso a los enemigos, según la recomendación de Jesús de Nazaret.
Lucha por la justicia
La espiritualidad laica, por lo tanto, abarca la vida entera de la persona pidiendo nuevas mediaciones, transformadoras de este mundo, en las que el primer analogado es el compromiso político, entendido como la lucha por la justicia.
Diversidad como bendición.
Compromiso social y político, que pasa por el tamiz de la hospitalidad. En la búsqueda de espacios y momentos donde encontrarnos con el otro o con la otra en su diversidad, con aquellas personas que llegan a nuestras ciudades y pueblos buscando un futuro mejor, con aquel y aquella que en apariencia son diferentes por su color de piel, su cosmovisión, su cultura o religión. Entendiendo esa diversidadcomo bendición y no como amenaza. Nuestro trabajo diario con las personas indigentes, inmigrantes, encarceladas o violentadas por la pobreza nace de la certeza de que el otro y la otra que llegan a nuestra puerta tienen mucho que aportarnos. Considerando la reciprocidad como uno de nuestros valores fundamentales, porque en el intercambio de dones se produce la creatividad, lo nuevo y el milagro de un mundo mejor.