Farid Yazdani
Ampliando la lógica de las miras habituales nacionalistas y sin limitar el nacionalismo a estructuras políticas, raciales, lingüísticas o culturales, hay que trabajar por un nacionalismo y una autodeterminación universales, partiendo de cada realidad local e interesándose por la realidad universal en todos los aspectos.
Muchos han sido los que han analizado los pormenores, tanto históricos como sociológicos, del nacionalismo y del derecho a la autodeterminación. En esta ocasión voy a intentar abordar el tema desde otras lógicas. Para empezar, sería bueno que viéramos la creación entera como un proceso progresivo de construcción de realidades, y para afirmar tal hecho basta con observar el tiempo y los avatares que ha necesitado nuestro planeta para llegar hasta este momento de su historia (aunque esta evolución no siempre ha seguido una línea ascendente y continuada). La formación de las sociedades no ha sido una excepción en este sentido, pues han precisado milenios para desarrollarse, desde la familia hasta la actualidad que vivimos en naciones estado (lo cual tampoco es capaz de dar respuesta a todas las necesidades que se nos plantean, como la interacción con el medioambiente, el uso desmesurado de los recursos por el 20% de la población mundial, la economía transfronteriza y un largo etcétera).
Una vez establecido este pequeño marco, observamos que a grandes rasgos, el proceso ha sido muy variado y con una tendencia progresiva hacia la unificación, es decir, las familias llegaron a formar grupo, el crecimiento del grupo formó la aldea y así sucesivamente. Veamos ahora una de las prácticas que más ha desestabilizado a nuestras sociedades en la actualidad: en general, los conocimientos tanto teóricos como realizables, que han desarrollado las sociedades, han necesitado de un largo recorrido para su perfeccionamiento, y estos conocimientos y sus prácticas son lo que da autonomía a un pueblo; por ejemplo, en España había una industria textil muy bien estructurada, donde un gran número de personas, tanto directa como indirectamente, disfrutaba de ese conocimiento y, por ende, la sociedad entera disfrutaba de su éxito. Sin embargo, la codicia primitiva de unos pocos (llámese enriquecimiento o ceguera de poder o imposición del saber), en aras de la competitividad, hizo que esta industria desapareciera, es decir, miles de hombres y mujeres perdieron la posibilidad de desempeñar el conocimiento que habían desarrollado durante siglos, privando así de su aprendizaje a las generaciones venideras. Si al menos, con este sacrificio, las sociedades receptoras de la industria textil española se hubieran visto beneficiadas, incluso podríamos, como mínimo, sentir un cierto consuelo por tal hecho, pero, lejos de ello, lo que esto ha provocado no ha sido sino un éxodo masivo de desplazamiento rural a las ciudades (o de desarraigo humano y empobrecimiento colectivo) para satisfacer la demanda de mano de obra necesaria que subsiste en condiciones inhumanas e injustas, además del gravísimo perjuicio medioambiental que todo ello conlleva.
Veamos qué es lo que se ha logrado con ese cambio de modelo social: empobrecimiento de la sociedad originaria (desaparición de miles de puestos de trabajo), pérdida de habilidades cuyo desarrollo había costado siglos, dependencia y pérdida de esos conocimientos para las generaciones futuras, desplazamiento desordenado de la población rural a las ciudades, pérdida del saber rural, crecimiento insostenible de las ciudades, injusticia social, graves daños al medioambiente… A todas luces, las dos partes han perdido mucho para que unos, muy pocos, ganen demasiado. Este ejemplo se puede extrapolar a otras industrias y sectores que han sufrido la misma suerte. A la luz de los hechos, nos debemos plantear qué tipo de sociedades necesitamos construir y cómo llevarlo a cabo.
A mi juicio, tenemos que construir un nacionalismo universal, que no busque identidades políticas, raciales, lingüísticas o cualquier otra que sirva de mera distracción. Y para su articulación debemos empoderar al pueblo en la economía cercana y local (una economía que trata de ser lo menos dependiente posible), en municipalismo (lo que implica una gestión próxima y participativa con el mayor número de actores posible), en el uso y acceso equilibrado a los recursos, y, sobre todo, hemos de adquirir un muy agudizado sentido de trascendencia, en el tiempo (los que están por llegar) y en el espacio (los que viven en otras zonas geográficas).
El nacionalismo y la autodeterminación deben aspirar a ser los eslabones que unen a los pueblos en su tarea de la nueva construcción social, en promocionar la educación en la cultura, la adquisición de características femeninas (diálogo, armonía, paz, conciliación, etc.), la generosidad y todo aquello que sea fuente de bienestar. En definitiva, se trata de animar y apoyar a ese ser humano que está acostumbrado a ser dominado por sus impulsos instintivos (principal rasgo de inmadurez e infantilismo) a dar el salto necesario para ser guiado por su consciencia (claro signo de madurez social), y el sentido de la responsabilidad (pilar de la libertad), una consciencia que se nutre de su carácter espiritual y una espiritualidad lúcida fruto de la libre investigación de la verdad, y no de fanatismos y supersticiones.
1 ping
[…] Reflexión: Por un nacionalismo y una autodeterminación universales ← Diálogo con Ernestina Álvarez Tejerina […]