En el empeño por dibujar en la programación del presente curso la utopía de una humanidad otra y un mundo sin fronteras, queremos acercarnos hoy a la laicidad. Se trata de un espacio de convivencia que, como iremos viendo, tiene mucho que ver con la mediación política y no tanto con metafísicas religiosas o agnósticas.
En el pasado número de la revista reflexionamos ya sobre la ciudadanía, conquista básica del pasado siglo XX, que, al menos en su dimensión formal, ha puesto las bases para emigrar del reino de la sumisión al de la libertad y corresponsabilidad. La ciudadanía incide preferentemente sobre el sujeto humano al que pretende transformar de súbdito en ciudadano, de sumiso en militante, de simple receptor de beneficios en artífice de sus derechos y deberes democráticos. La ciudadanía empuja a derribar esas barreras engañosas que, bajo el noble concepto de fraternidad, eliminan toda conciencia crítica y mantienen al ser humano en una actitud frecuentemente filantrópica y meramente asistencial.
La laicidad que abordamos en estas páginas se centra más bien sobre el “espacio” de convivencia que compartimos quienes somos diferentes cultural, religiosa o étnicamente. No es un espacio vacío, sino lleno de valores, de propuestas de mediación política, de normas e instituciones que facilitan el encuentro y, quizás, el reconocimiento entre los y las diferentes. Se pregunta John Rawls en su Teoría de la Justicia, “¿cómo es posible la existencia duradera de una sociedad justa y estable de ciudadanos libres e iguales que no dejan de estar profundamente divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables?” La respuesta, obviamente, está en la laicidad.
A lo largo de estas páginas vas a ir encontrando elementos suficientes para distinguir, desde el punto de vista histórico y filosófico, entre conceptos que, apuntando a realidades matizadamente distintas, frecuentemente se intercambian o se solapan (generalmente por interés ideológico) tratando de deslegitimar lo que es un valor en proceso (la laicidad, la secularidad) con las deformaciones que han podido enturbiar el proceso mismo de su desarrollo (el laicismo, el secularismo). Conscientes como somos de que toda esta terminología ha nacido en un ambiente eminentemente cristiano, no podemos dejar de reconocer en todo esto la humilde consecuencia de aquella apuesta del laico Jesús de la historia: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
La laicidad, que parte de la separación de las dos potestades, la civil y la religiosa, y que está profundamente vinculada a la democracia, nos habla de la autonomía de la política y de la ética pública frente a las pretensiones legitimadoras de las iglesias en estos campos. La laicidad, que garantiza la libertad de conciencia y la libertad religiosa, rechaza, sin embargo, la imposición de una única religión o ideología como principio de configuración cultural, política o ética de una sociedad; rechaza igualmente el monopolio ideológico de un confesionalismo religioso o de una filosofía agnóstica o atea. “Se fundamenta, dirá, R. Díaz Salazar, en el pluralismo, la soberanía de la ley del Estado de derecho y la tolerancia, entendida como diálogo y fecundación mutua entre las diversas ideologías, religiones, culturas y éticas”. Es un espacio, en definitiva, que nos convoca a todos y a todas a la convivencia desde las diferencias y que excluye todo privilegio que crea desigualdad.