Desde los comienzos de la expansión del cristianismo, el tema de la pobreza y la riqueza ha estado siempre presente en la Iglesia. Conforme fue pasando la historia, la Iglesia no sólo se alió muchas veces y de forma progresiva con el poder político y económico, sino que ella misma se constituyó en poder en todas sus formas. En muchos casos, ha dejado atrás el mensaje evangélico de fraternidad universal y ha convertido ese mensaje en una religión que se refuerza apoyándose en el poder.
Queridos lectores, me gustaría haceros una pregunta: ¿Hay un sometimiento de la Iglesia a los ricos o es realmente la Iglesia una institución rica y poderosa y, en consecuencia, su relación con los ricos y poderosos es de Alianza entre iguales y para mantener su status? Espero que mis reflexiones os ayuden a encontrar la respuesta.
Pobreza y riqueza: temas controvertidos
Pobreza y riqueza en el cristianismo han sido temas controvertidos desde los inicios de la Iglesia. El nacimiento del cristianismo se dio en un contexto cultural en el que convivió y chocó con la cultura grecorromana y la hebrea. En cuanto a dinero y riquezas, los puntos de vista pre-cristianos eran radicalmente diferentes. Mientras la cultura hebrea valoraba la riqueza material ?se entendía que Dios bendeciría a su pueblo con riquezas si seguía sus mandamientos?, para la cultura clásica y para la cristiana, la riqueza material era indiferente o tenida en poca estima, cuando no objeto de condenación. La motivación de ambas para mantener tales actitudes eran muy diferentes, así como sus implicaciones
El trabajo era considerado innoble por la civilización clásica, basada socioeconómicamente en el modo de producción esclavista.
La concepción judeocristiana del trabajo es la de una obligación impuesta como castigo divino, consecuencia del pecado original y vinculada al mantenimiento de la familia ?a Adán se le dice ganarás el pan con el sudor de tu frente, Génesis 3:16-19?, que recibe una evidente dignificación en las epístolas paulinas.
Consideración social del trabajo manual
En realidad, la consideración social del trabajo manual como algo indigno y deshonroso se mantuvo durante la Edad Media y el Antiguo Régimen, cuya sociedad estaba basada socioeconómicamente en el modo de producción feudal y los estamentos, justificados ideológicamente por el propio clero. Los oficios viles y mecánicos se asimilaban a la condición servil, salvando las actividades intelectuales como artes liberales. Todo ello, sumado a la concepción bíblica del trabajo como castigo impuesto por el pecado original, impedía cualquier posibilidad de considerar lícito el enriquecimiento por el trabajo. La única posibilidad de ser rico “honradamente” era “vivir de las rentas” (de la renta feudal, mecanismo por el que los laboratores contribuyen al mantenimiento de quienes luchan y rezan por todos). La Iglesia está al lado de los ricos y mantiene sus argumentos. Dando la Iglesia la cobertura moral a la riqueza de los ricos, valga la expresión y, en consecuencia, la justificación de la existencia de los “pobres”.
Una institución poderosa
La Iglesia se convirtió en la institución más poderosa, mucho más que cualquier individuo o institución laica, incluyendo a las monarquías y al propio Imperio. En el clero secular, sobre la base de los múltiples pagos a que se obligaba a los feligreses (diezmos, primicias, derechos de estola), se estableció un mecanismo de cobro de rentas por los clérigos (beneficios eclesiásticos) de importancia creciente, según se ascendía en la jerarquía eclesiástica. En cuanto a la acumulación de propiedades (“bienes temporales de la Iglesia”) que se vincularon a las distintas instituciones eclesiásticas, teóricamente para la eternidad, al ser de “manos muertas”, se calcula que en Europa Occidental ascendía a entre el 20% y el 30% de las tierras, la principal forma de riqueza. Desde los siglos VI y VII, el tema de la propiedad y de su cambio de manos en el contexto de las agresiones externas se había tratado en las comunidades monásticas mediante acuerdos tales como el Consensoria Monachorum. En el clero regular, para el siglo XI, los monasterios benedictinos se habían convertido en instituciones opulentas, gracias a las generosas donaciones de nobles y reyes. Los abades de los mayores monasterios ocupaban una posición de gran prestigio social y político en toda Europa. Como reacción a tal acumulación de poder y riqueza, se suscitaron movimientos de reforma que buscaban la recuperación de una vida monástica más simple y austera, en la que los monjes trabajaran con sus propias manos, en vez de comportarse como señores de siervos. En el siglo XII, se produjo la reforma interna de los benedictinos con el movimiento de los cistercienses. A comienzos del siglo XIII se crearon como órdenes diferenciadas las órdenes mendicantes: dominicos y franciscanos, que profesaban los votos con una insistencia en la pobreza extrema, y mantenían una activa presencia de predicación y servicio a la comunidad, por lo que establecían conventos urbanos, no monasterios rurales. San Francisco veía la pobreza como un elemento clave de la imitación de Cristo, que fue “pobre al nacer, al comer, al vivir en el mundo y desnudo murió en la cruz”. El contraste entre el compromiso visible de los franciscanos con la pobreza y la riqueza y el poder de otras instituciones eclesiásticas, provocaba “preguntas incómodas”.
Un comportamiento mercenario
La corrupción generalizada dentro del clero (querella de las investiduras, simonía) llevó a intentos de reforma, que apuntaban a la cuestión de la relación entre Iglesia y Estado. Se criticaba ácidamente la riqueza de las instituciones eclesiásticas y el comportamiento mercenario del clero, bajo y alto. Pero no se abordó ninguna reforma a esta situación por parte de la Jerarquía; al contrario, el Papado cada vez se fue consolidando en una estructura política y social cada vez más fuerte y poderosa, amén de rica.
Con las revoluciones liberales, la Iglesia perdió la mayor parte de su base económica en los países católicos (desamortización, supresión del diezmo y los señoríos eclesiásticos). En un contexto de descristianización, el clero y la religión (tanto católica como protestante u ortodoxa) pasaron a ser vistos como una clase reaccionaria y una ideología opuesta al progreso social ?recordemos que para Marx, “la religión es el opio del pueblo”?.
Rechazo al liberalismo
A lo largo del siglo XIX, desde un inicial rechazo al liberalismo, a la ciencia moderna y a la mayor parte de las innovaciones del mundo contemporáneo, tanto clérigos individuales como la propia postura oficial de la jerarquía eclesiástica, pasaron a afrontar la denominada “cuestión social” desde un nuevo punto de vista (doctrina social de la Iglesia católica, sindicatos católicos, etc.), pero sin entrar en el cuestionamiento de la riqueza de la propia Iglesia y su apoyo al poder económico.
Ya en el siglo XX, el aggiornamento en el contexto del Concilio Vaticano II (curas obreros, curas guerrilleros, teología de la liberación, movimientos cristianos de base, opción preferencial por los pobres), hay un cuestionamiento de las causas que originan la pobreza y el papel de los cristianos en este tema. Mientras que tanto el catolicismo conservador (Opus Dei, Legionarios de Cristo) reforzaba sus vínculos con el mantenimiento del orden social y económico tradicional (tradicionalismo, conservadurismo, autoritarismo, sociedad preindustrial), con la llegada de Juan Pablo II, la crítica de la Iglesia oficial a las causas de la pobreza está ausente: se da pan al pobre pero no se pregunta por qué el pobre no tiene pan, parafraseando a Helder Camara.
Compartiendo reflexiones
Y para finalizar, quiero compartir con vosotros mi reflexión. Desde la oficialización del cristianismo en religión oficial del Imperio, el mensaje del Evangelio deja de ser una propuesta liberadora, un mensaje de fraternidad universal, y pasa a ser una religión con un conjunto de normas y dogmas. Para reforzar la institución eclesial, cada vez se normativiza más y se une a las instituciones de poder político y económico con el fin de mantener su status, creándose una triple alianza que dura hasta nuestro días, y que durará mientras la Iglesia Institución siga en clave de “Religión” y no de “Evangelio”.
Javier Martínez Andrade