(Introducción al disco “El Congo grita. África grita”)
Ocurrió en una pequeña aldea escondida entre pinos y cebada, en medio de la sierra. Hacía un día espléndido, lucía el sol y, como siempre, estaba la aldea en profunda calma. Sólo el ruido de algún tractor en su faena, algún pedro que ladraba, los pájaros que piaban y el viento que se intuía cuando se movían las distintas alfombras verdes que formaban los bancales de cebada, salpicados de amapolas.
Pero el silencio se rompió a medio día en el que comenzaron a llegar mujeres y hombres, blancos y negros, alegres, dicharacheros, con guitarras, tambores, bajos eléctricos, baterías. Y no se les ocurrió otra cosa que instalarse en la terraza de una de las casas de la aldea a cantar y tocar sus instrumentos. Estuvieron de fiesta cuatro horas, dejando (eso sí) un hueco prudencial de dos horas y media para la comida y la siesta.
¡Qué sesión más hermosa de música! ¡Qué bien han sonado algunas canciones! ¡Qué sitio más estupendo para ensayar!, decían los miembros del grupo. Sin embargo alguien avisó de que había venido la guardia civil porque unos vecinos no aguantaban más ese ruido infernal. Incluso, los vecinos más cercanos vinieron a decirles que había sido un día horrible y que ni siquiera habían podido leer.
La guardia civil se fue, pues el grupo de músicos no estaba quebrantando ninguna norma. Aún así, el grupo pidió disculpas a los vecinos que vinieron a quejarse. Pero algunos no dejaron de preguntarse cómo una misma realidad producía inmenso gozo en algunos y enfado e irritación en otros.
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