TERESA BARBADO PEDRERA
Pasó el verano y todos regresamos con la esperanza en la próxima escapada, en el siguiente descanso de nuestras rutinas. ¿Dónde iremos? ¿Al campo o a la playa? ¿A ese hotelito rural tan mono que por casualidad encontramos en Internet? Regresamos a nuestro trabajo, saludamos a nuestros compañeros y muchos comparamos la calidad de nuestras vacaciones en función de la pigmentación de nuestra melanina.
Esta podría ser la crónica de cualquier regreso de las vacaciones de verano, lo hemos pasado bien o al menos lo hemos intentado. Pero, si uno de nosotros dijera que ha estado un mes de vacaciones en otro país, no con una pulsera de todo incluido de un país caribeño, si no trabajando codo con codo con el haitiano que ha huido de su país a la República Dominicana, o en una villa miseria de los alrededores de la capital de la Argentina, o en Senegal, y que además se ha pagado todos sus gastos (viaje, estancia …) más de uno se preguntaría ¿por qué? ¿Qué necesidad hay de toparse cara con cara con el sufrimiento en un momento de descanso como pueden ser las vacaciones, tan necesario para poder afrontar mejor el resto del año?
Dejando a un lado los valores éticos o religiosos que pudieran inspirar a una persona para vivir este tipo de experiencias, nos interesa reflexionar desde el punto de vista del disfrute personal, de la satisfacción que nos pueden proveer unas vacaciones vividas a favor de colectivos más desfavorecidos de otros países.
Para ello nos hemos acercado a una ONGD, Enfermeras para el Mundo que dispone de un Programa de Voluntariado Internacional en Cooperación al Desarrollo, en el que participan cerca de cien personas cada año y nos ha permitido conocer y analizar las cartas de motivación de las participantes en dicho Programa (respetando lógicamente el anonimato de las mismas).
La muestra seleccionada ha sido de 100 personas, la mayor parte son enfermeras –profesión mayoritariamente femenina- aunque también hay médicos, fisioterapeutas y trabajadores sociales. Casi todos coinciden en lo vocacional de su profesión, basada en paliar el dolor y acompañar en el proceso de convalecencia a los enfermos. Su trabajo cotidiano les acerca diariamente a realidades difíciles, y cuando llega su mes de descanso, al que alguna le añade otro de excedencia, deciden hacer las maletas para viajar hasta otro país en el que seguir trabajando. ¿Qué felicidad o gratificación esperan encontrar con tal decisión
Una motivación general que hallamos en casi todas estas cartas responde a la necesidad de sentirnos útiles ayudando a personas en situación económica, social y culturalmente en desventaja por haber nacido en un país menos favorecido que el suyo. Les hace felices sentir que están poniendo su “grano de arena en este mundo” a través del valor de la solidaridad. Algunos, partiendo de esta motivación, creen que este viaje les va a ayudar en su “crecimiento personal” o a “revitalizar su vocación como enfermeras”.
Unido a lo anterior también mencionan la mayor parte que les hace sentir mejor con ellas mismas el “dejar la indignación para pasar a la acción”, es decir, participar activamente en la mejora del mundo en el que viven.
Junto a las motivaciones anteriores todos coinciden en que desean “aprender a mirar desde otra óptica”, “conocer otras culturas y otras realidades”, “aprender a valorar lo esencial”, “mezclarse con otras culturas que hoy son tan cercanas en los centros de salud y a la vez tan distantes”.
Aprender, conocer, empatizar con otras personas y otras realidades más desfavorecidas, crecer como personas, buscar dentro de nuestro yo más íntimo para mejorar y crecer en valores parece que nos hace felices, hay altruismo pero también una respuesta a necesidades personales que a veces no escuchamos.
¿Será casualidad que tantas personas coincidan en encontrar en ello felicidad? Personalmente creo que no. El año pasado yo misma me animé a pasar a la acción, a conocer y apoyar la labor de muchos cooperantes. La maleta fue llena de esperanzas y por qué no decirlo también de miedos, cuando regresé –a pesar y precisamente también por pequeños malos ratos– me sentía repleta por tanto como había recibido, por la suerte de conocer a personas que me enseñaron que se puede vivir de otra manera, que se puede ser feliz incluso en estado de supervivencia. ¿Me fui para ser más feliz? Conscientemente no, pero de hecho así fue, y no sé si ahora esa experiencia me sigue ayudando a serlo, pero sí sé que soy más consciente de mi realidad y la de otros, más segura ante la vida, que estimo y valoro más lo que soy y lo que tengo, y por supuesto con más amigos que ya no son datos fríos en estadísticas de miseria, sino rostros y corazones que forman parte de mi piel.
¡Feliz vuelta al trabajo!