Evaristo Villar
Tomás es curioso e intelectual. Tiene buen corazón, pero es muy despistado. Su mujer, Maite, incorporada desde muy joven al mercado de trabajo en una superficie comercial, no hace más que hostigarlo a tiempo y a destiempo: “¡Ay, Tomás, Tomás, que no te enteras de nada!, ¡tú sí que vives en la luna!” Bajo el peso de esta sospecha permanente, Tomás vive un tanto acomplejado, temeroso de que una parte muy sustancial de la vida se le esté pasando desapercibida.
Un día, mientras rebuscaba algún libro perdido en su biblioteca, oyó por radio algo que atrajo poderosamente su atención. Se estaba hablando de las migraciones en España, tema de rabiosa actualidad, por eso de las pateras y la legalización que estaba haciendo el ministro Caldera. La noticia rezaba, más o menos, así:
Los extranjeros con residencia legal en España ya han roto la barrera de los dos millones. El pasado día 1 de abril sumaban 2.054.453, lo que supone el 4,75% de los 43.197.684 habitantes, según datos publicados por el Observatorio Permanente de la Inmigración (OPI), dependiente del Ministerio de Trabajo. De esa cifra, 707.025 son ciudadanos comunitarios y 1.347.428 provienen de países ajenos a la Unión Europea. Estos últimos son los considerados inmigrantes, y suponen el 3,11% de la población. Su porcentaje se mantiene aún muy lejos del que tienen países como Francia (8%) o Alemania (9%).
Con el libro entre las manos Tomás levantó los ojos hacia la radio y siguió oyendo:
Nos llegaron sigilosamente, casi por sorpresa. Lo nuestro había sido siempre lo contrario, emigrar. Emigrar hasta la escandalosa cifra de 6,7 millones durante el pasado siglo. Emigrar por diferentes motivos, pero emigrar. Hemos recorrido más de medio mundo, donde, además de juventud y riqueza, hemos dejado sudor y lágrimas. Hemos tenido que adaptarnos a muchas lenguas y culturas extrañas, hemos tenido que soportar otros estilos de vida… Por eso, a las noticias que ya teníamos en la última década sobre la presencia de negros en el Maresme catalán, fuimos añadiendo, con sorpresa, otros trabajadores del Tercer Mundo en las ricas huertas del Levante, en las agrestes tierras de Almería, en la construcción, en el servicio doméstico, entre los pescadores gallegos, entre los pastores de Teruel. ¿Qué hacen aquí estas gentes en un país de emigrantes y con la tasa de paro más alta de Europa, nos preguntábamos medio incrédulos? Después fuimos descubriendo, entre la curiosidad y la perplejidad, que nuestras ciudades se iban llenando de colorido, y en nuestras plazas jugaban niños de diferentes facciones y colores y se dejaban oír lenguas extrañas. La inmigración había llegado para quedarse; lo nuestro se había empezado a invertir.
Tomás, cada vez más intrigado, se acercó un poco más a la radio, levantó el volumen y siguió oyendo:
Pero la sociedad española es cada vez “menos tolerante con los inmigrantes”; los asocia sistemáticamente a la delincuencia y a la violencia, los considera causa de bajos salarios y de la falta de puestos de trabajo; cree que se están aprovechando de unos beneficios sociales que ellos no generan; piensa que están devaluando la nobleza de nuestra sangre, desdibujando nuestra propia identidad. Sí, hay que decirlo, muchos españoles no entienden que se hagan leyes favorables a estos “invasores” porque, como las cerezas, unos se enganchan a otros y acaban colándose todos. Es lo que llaman “efecto llamada”. Hasta tal punto es esto cierto que la conclusión del último informe del Observatorio Europeo del Racismo y la Xenofobia -una agencia de la Unión Europea con sede en Viena- destaca el aumento del número de ataques racistas en Madrid, Barcelona y Valencia. Considera este importante organismo que la mala imagen de la inmigración en España ha sido confirmada por los ataques con trenes bomba en marzo del 2004 en Madrid que mataron a 200 personas y que parece fueron organizados por un grupo de norteafricanos…
La emisión seguía, pero Tomás ya no se pudo contener y, sin esperar el ascensor, se precipitó corriendo a la calle. Necesitaba, como el otro Tomás del evangelio, ver la realidad para creerla. O él estaba en la inopia, como le repetía a diario Maite, o todo lo que estaba oyendo era una pura patraña del viejo contubernio que ni el espadín del valiente general había conseguido extirpar. Con la respiración entrecortada y al borde del infarto entró corriendo en metro iglesia en dirección hacia la Plaza de Castilla.
Al acercarse al embarcadero sus ojos se abrieron como platos al ver varios cochecitos de niño, amparados por unas madres muy jóvenes que desbordaban satisfacción desde unos rostros diferentes y extraños. También esperaban el tren. Pero Tomás se quedó prendido del negrito que sonreía desde un carrito pobre, abriendo unos ojos redondos y blancos como dos luceros clavados en aquella cara tan negra-negra. Sin pretenderlo, le vino a la mente aquella tierna oración cantada de Antonio Machín, “píntame angelitos negros”.
Mientras entraban atropelladamente en el vagón, le asaltó la imagen de la última vez que había viajado en metro. En aquella ocasión todo el mundo iba en silencio. Hasta las mujeres jóvenes, sin niños en brazos ni en cochecitos, iban leyendo. Se leía por aquel entonces “La sombra del viento” o “El código da Vinci” o el “20 Minutos” repartido a la entrada.¡Qué rápido pasa el tiempo, se dijo! Ahora todo era distinto, era una bulla permanente. Los niños correteaban, las mayores charlaban amenamente, reían a carcajadas, hasta que entró el joven del violín –un romano a quien el mismo Vivaldi hubiera envidiado- que centró la atención de todo el mundo. Evidentemente todo había cambiado, hasta la misma figura y el color de la piel de la gente: negros y mulatos mezclados con indígenas y algún blanco despistado… ¡Oh cielos, se dijo! ¡Si tendrá razón Maite..!.
Salió precipitadamente del metro en Cuatro Caminos y, ya sobre las abarrotadas aceras de Bravo Murillo, no pudo desprender la mirada de aquel anciano que a duras penas bajaba arrastrando las piernas, apoyándose en el brazo de una joven mulata que iba saludando afablemente a todos los conocidos. Lleno de curiosidad se acercó a la extraña pareja y le preguntó: ¿El señor es su abuelo, señorita? Ante la sonrisa fresca de la joven mulata, Tomás se sintió avergonzado y salió disparado calle arriba.
Al pasar delante de una finca en obras se paró un momento sorprendido por lo que estaba viendo. Todo estaba en movimiento. Pero no, no era la actividad lo que más le sorprendía. Entre los muchos trabajadores la mayoría eran gentes extrañas, gentes que Tomás no se hubiera imaginado antes: un joven con rasgos árabes y ojos verdes llevaba al hombro un saco de cemento; un negro, blanqueado por el polvo de la obra, arrastraba una carretilla rebosante de ladrillos; un chaparrito medio tostado colocaba un andamio, el de presencia más fuerte tenía acento rumano, el de los ojos rasgados chapurreaba un castellano duro y difícil de entender… ¡Como en Babel!, pensó. Pero lo curioso es que aquí todo el mundo se entiende y tiene sentido lo que están haciendo…Desde una plataforma más alta, un tipo, ya entrado en años y con casco, miraba vigilante el movimiento de abajo mientras silbaba con entusiasmo “Si vas a Calatayud”…
Tomás salió impresionado, y cuando cayó en la cuenta estaba pisando el paño de un negro que, sobre la acera, ofrecía en silencio algunas baratijas. La economía sumergida, pensó…
Ya estaba entrando en el metro cuando se encontró con Pánfilo, su amigo de infancia… “Pero, coño, Tomás, ¿tú por aquí? ¿Qué diablos estás haciendo?…” Cuando Tomás acabó su relato, Pánfilo lo cogió del brazo, y con el índice de la derecha levantado le fue gritando cuanto sigue: “Esos están matando nuestros hijos, abarrotando nuestras cárceles, quitándonos nuestros puestos de trabajo, echando por tierra los salarios, pervirtiendo la enseñanza en las escuelas, aprovechándose de nuestra sanidad. Te lo repito, Tomás, esos y esas nos están deshaciendo el país, nos lo están puteando…” Iba a continuar, pero Tomás, con un gesto brusco, se arrancó de sus manos y mirándole fijamente a los ojos… lo compadeció.
De vuelta a casa Tomás no podía quitarse de la cabeza lo que había leído tantas veces sin llegar nunca a comprenderlo: que el o la inmigrante es siempre una de las mayores riquezas que un país puede esperar; entre otras razones, porque no le ha costado ni un euro su crianza y educación. Su llegada es siempre una buena noticia para el país que sabe recibirlos. Lo que precisa solamente dos cosas: inteligencia y buen corazón. Lo de Pánfilo, pensaba ahora Tomás, es fruto de la ignorancia y de la dureza de corazón. Y, casi sin darse cuenta, se sorprendió a sí mismo silbando aquella canción, cargada de ternura, del cubano/madrileño Antonio Machín:
Pintor nacido en mi tierra
con el pincel extranjero,
pintor que sigues el rumbo
de tantos pintores viejos.
Aunque la Virgen sea blanca,
píntame angelitos negros,
que también se van al cielo
todos los negritos buenos.
Pintor que pintas con amor,
¿por qué desprecias su color
si sabes que en el cielo
también los quiere Dios?
Pintor de santos de alcoba,
si tienes alma en el cuerpo,
¿por qué al pintar en tus cuadros
te olvidaste de los negros?
Siempre que pintas iglesias
pintas angelitos bellos,
pero nunca te acordaste
de pintar un ángel negro.