Evaristo Villar
Desde el plano religioso, atreverse a hablar significa, entre otras muchas cosas, estas dos: romper los silencios impuestos o cómplices y expresarse libre y proféticamente.
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Quiero dejar constancia, en primer lugar, de la perplejidad que me causa siempre la imposición de silencio. Cuando la orden emana directamente desde el poder, cuyo objetivo debería ser proteger la natural expresión de la vida, se desnaturaliza y deslegitima, se convierte en causa de sufrimiento y de escándalo. ¿Qué pensar del pedagogo o de la educadora que se dedicaran a silenciar la curiosidad e inquietad de su alumnado? Tengo para mí que toda dogmática o doctrina fija, hermética, encierra siempre un gran peligro: poner límites a la búsqueda humana y reducir a la uniformidad las múltiples y complejas voces de la realidad.
Siempre me han provocado rechazo las reducciones al silencio por la pobreza y la falta de confianza que respiran. Suelen apoyarse en un universo dogmático que consideran fijo e inmutable, precisamente en un mundo en el que, desde las ciencias matemáticas, físico-cosmológicas y biológicas hasta los comportamientos sociales y las costumbres éticas, está en constante proceso de cambio. ¿Por qué calificar de disidencia, rebeldía o herejía lo que suele ser mayormente otra forma alternativa de responder a los nuevos retos del momento? Con el paso del tiempo, se va haciendo más evidente la gran verdad que encierra esa frase erróneamente –según parece– atribuida al Don Juan Tenorio de Zorrilla: “Los muertos que vos matáis gozan de buena salud”. Pues ni la inquisición, ni el Syllabus (o catálogo de los errores dogmáticos de los autores católicos), ni la Congragación del Santo Oficio, ni la posterior Congregación para la Doctrina de la Fe (¡vaya nombrecito!), que han querido poner límite a la actualización de la fe cristiana y han hecho sufrir a tanta gente honesta, han conseguido apagar la búsqueda inquieta del espíritu humano. Es más, en la inmensa mayoría de los casos han contribuido a dar mayor resonancia a las voces que pretendían reducir al silencio.
A este propósito, me impresionó el gesto de Juan Pablo II recriminando a Ernesto Cardenal, ministro de Cultura en la Revolución Sandinista en Nicaragua. Era el 4 de marzo de 1983. Con la rodilla en tierra para mostrar respeto al ilustre visitante, Ernesto recibió sobre su cabeza el dedo impositivo de Juan Pablo II diciéndole públicamente: “Debe Vd. normalizar su situación con la Iglesia”. Posteriormente, en el transcurso de la multitudinaria misa celebrada en la Plaza de la Revolución, el papa, que estaba descalificando como “proyecto absurdo y peligroso” a la Iglesia popular y que, conscientemente, estaba olvidando a “los mártires de la revolución”, pretendió acallar con un sonoro e imperativo “silencio” el creciente murmullo de una multitud de más de 700.000 personas que, cada vez con mayor fuerza, gritaba: “¡Queremos la paz!”. ¡Sencillamente escandaloso, no se puede acallar la voz de un pueblo que exige justicia y dignidad!
Con menos cámaras, pero no con menos autoritarismo, el cardenal Rouco ha querido descalificar el manifiesto de los obreros católicos, HOAC y JOC, contra la reforma laboral del actual gobierno. Y los obispos españoles han vuelto a las viejas costumbres de apagar la voz de los teólogos imaginativos y críticos. Aún no han caído en la cuenta de que estos gestos de poder se convierten en “boomerang” que socabar la autoridad de quienes los practica.
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Con este telón de fondo, me pregunto si el Nuevo Testamento legitima este tipo de reducciones al silencio. Desde el espíritu general que refleja, la respuesta parece clara: el Nuevo Testamento es decididamente partidario de la palabra más que del silencio. Es justo reconocer que en sus páginas se registran diferentes formas de silencio, aunque existen dos que resaltan sobre todas las demás: el silencio del cual surge la palabra y el silencio que convierte la palabra en un desierto inerte, sin vida.
Del primer caso, son elocuentes los dos primeros capítulos del tercer evangelio, magistralmente redactados por Lucas. La palabra brota espontáneamente desde la novedad que supone algo insospechado. A Zacarías, que por su incredulidad se había quedado mudo, al cumplirse para Isabel, su esposa, el tiempo de dar a luz a Juan Bautista, se le soltó la lengua y empezó a hablar. En la visita de María a Isabel, esta, al escuchar el inédito saludo de María, prorrumpe a voz en grito, “¡Bendita tú entre las mujeres!”. Y tampoco se necesita un alarde de imaginación para advertir en el extraordinario canto del “magníficat” la ruptura de tantos silencios impuesta sobre el pueblo, y en especial sobre la mujer. Es conmovedora, como ruptura de silencios largamente opresores, la escena de Simeón, hombre justo y piadoso, cogiendo en brazos a Jesús niño y bendiciendo a Dios “por haber visto con sus propios ojos la salvación”; y Ana, la profetisa hija de Fanuel, anciana y testigo de la escena, que sin poder contenerse, “daba gracias a Dios y hablaba del niño a cuantos aguardaban la liberación”. Suficientes casos para advertir cómo el ser humano, ante lo nuevo, sorprendente e inédito, rompe con toda imposición y se abre espontáneamente a la palabra.
Pero hay otra clase de silencio que el Nuevo Testamento rechaza y condena. Se trata del silencio que esclaviza a las personas, mata las iniciativas y acerca a la muerte en vida. Es consecuencia del abuso de poder, de la opresión, de la sumisión y del miedo. En el Nuevo Testamento, y con un lenguaje arcaico y mitológico, esta situación se presenta como símbolo de la presencia del diablo y fruto de la posesión diabólica. En aquel contexto cultural, y también desde la óptica de nuestros días, se trata de una forma de expresar el destrozo personal y social que causan los convencionalismos culturales, las ideologías dominantes y exclusivas y las propias estructuras. Se imponen de tal suerte sobre las personas y los pueblos que llegan a anular la propia identidad dejándola sin palabra, que es una forma de muerte en vida.
A este propósito, es paradigmático el episodio que cuenta Marcos al comienzo de la segunda parte de su libro. Ante el intento por parte de Pedro de desviar a Jesús de su camino y renunciar a la idea que este exponía abiertamente sobre la suerte del Mesías-Siervo, la reacción de Jesús es sorprendente: identifica a Pedro con Satanás, el tentador, el enemigo del hombre y de Dios y le grita ante la expectación del resto de los discípulos: “¡Quítate de mi vista, Satanás!” (Mc 8, 31-33). Sorprende esta reacción tan dura con un fiel discípulo como Pedro, cuando de esa misma imagen de un Mesías poderoso participaba la generalidad del pueblo judío, desde el Sanedrín hasta el resto de los apóstoles que seguían a Jesús. El silencio en este caso hubiera sido una forma de complicidad con el pensamiento único representado por los sumos sacerdotes, senadores y letrados, que Jesús consideraba diabólico por los destrozos que estaba causando en el pueblo.
Es sintomático, finalmente, el episodio que narra Lucas (19, 29 y ss.) sobre la subida de Jesús a Jerusalén para celebrar la Pascua. La muchedumbre que lo acompañaba “comenzó a alabar a Dios con alegría y grandes voces por todas las potentes obras que habían visto”. Algunos fariseos presentes le exigen que la reprenda y haga callar, pero Jesús, lejos de acallar tales voces, les dice: “Os aseguro que, si estos callan, gritarán las piedras”. Ante la novedad, se rompe el silencio y brota espontáneamente la palabra y el grito.
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Atreverse a hablar es un signo rebelde y alternativo en el Nuevo Testamento y también en nuestros días. El neoliberalismo político y religioso, que se está cerrando como una nube de silencio sobre nuestras cabezas, no puede hacernos perder la capacidad del asombro ante lo inédito, ni impedirnos abrir grietas de apertura hacia el futuro.
Hay dos gestos que, a mi modo de ver, pueden vincularnos hoy directamente con el estilo de Jesús y el evangelio: uno de ellos tiene que ver con la libertad y el otro con la profecía.
El gesto de libertad se expresa en el Nuevo Testamento con el sustantivo parrësía cuyo sentido original es “libertad para decirlo todo”, “intrepidez y valentía” para expresarse ante las dificultades; y, en sentido moral, “poseer la libertad y no temer confesarla públicamente”. Como afirma el evangelio en diversas ocasiones, la parrësía fue una propiedad del Jesús de la historia. Juan refleja en 7, 26 el modo de hablar abierto y sin tapujos de Jesús ante los vecinos de Jerusalén que se preguntan: “¿no es este al que tratan de matar? Pues miradlo, habla públicamente (parrësia) y no le dicen nada. ¿Será que los jefes se han convencido de que es el Mesías?”.
Esta libertad de Jesús empujó a sus seguidores a “anunciar sin temor (parrësia) “las obras de Dios hechas en Jesús” ante los judíos y los paganos (Hch 2,29; 4, 13; 9, 27 y passim). Los escritos de Juan y de Pablo reflejan frecuentemente cómo la parresia se revestía de “audacia y valentía” ante las persecuciones, la cárcel y el mismo martirio (1 Ts 2,2).
Hoy, como siempre, la sociedad civil como la Iglesia son escenarios inagotables para la práctica de esta forma de libertad valiente y audaz. Como no se entiende, o mejor, no se puede estar de acuerdo con un tipo de ciudadanía silenciada y esclavizada por el poder y la ideología reinante, por la mentira –convertida en práctica habitual de la política oficial- tampoco se puede entender un tipo de cristiano silenciado y aborregado por el poder en la Iglesia.
El segundo gesto a rescatar en nuestros silenciosos días es la profecía, esa flor tan frágil que fácilmente se marchita. No es nada fácil mantener los oídos abiertos y el corazón sensible para no intentar huir como Jonás o pretender callarse como Jeremías ante lo que estaba ocurriendo en sus días. La profecía es siempre incómoda para todo el mundo, pero primero para quien la lleva. Una actividad que saca de la propia comodidad y rutina como hizo en su tiempo con el ganadero Amós, o que hiere al propio que la porta como a Oseas, el marido burlado, o que arrastra a su pesar a escenarios nada cómodos como a Jonás. A veces faltan fuerzas para hacer frente a las resistencias del poder y tienes que superarlas con el martirio como Jesús. Otras se te impone la desgana para enfrentarte al statu quo de las mismas masas que, como a Isaías, te están diciendo: “no profeticéis sinceramente; decidnos cosas halagüeñas, profetizad ilusiones” (Is 30,10). Situaciones hay en que el profeta profetiza en carne viva: con su propia soledad y celibato como Jeremías (Jr 16), o con la pena de un amor mal correspondido como Oseas (Os 2).
A pesar de todo y ante todo, el profeta es el portador de la palabra, vigorosa y poética. Una palabra que instruye cargada de valores; que descubre e interpreta el sentido de los acontecimientos históricos, mostrando su trascendencia; que denuncia los caminos tortuosos e invita a rectificar. Y siempre, desbordando los límites de la realidad, manteniendo la esperanza y proyectando hacia un futuro más halagüeño las expectativas de la humanidad y del cosmos. Desde esta clave, es un imperativo profético denunciar la injusticia de una política que es capaz de premiar a los defraudadores y volcar sobre los débiles todo el peso de la crisis. También es otro imperativo profético renegar del silencio de las jerarquías religiosas ante la gravedad de lo que está ocurriendo y su intento de silenciar las voces de los profetas de hoy.
En definitiva, para que la humanidad y la tierra vivan, necesitamos hombres y mujeres de palabra, que se atrevan a hablar, es decir, a romper el silencio diabólico que esclaviza y a pronunciar proféticamente la palabra que libera.