Cartas: El poder, el pueblo y los dioses.
Antonio Zugasti.
Queridos y utópicos amigos y amigas:
¿Cómo es que reclamamos el poder para el pueblo? ¡Pero si ya lo tiene! Pocos países habrá que no se jacten orgullosamente de su condición de “democráticos”. Y “democracia” quiere decir precisamente eso: poder del “demos”, de los ciudadanos, poder del pueblo. La nación más poderosa del mundo, los Estados Unidos de América, se considera modelo universal de democracia. Incluso declara guerras, invade países y apoya golpes de estado para imponer la democracia en el mundo. La gran acusación a los países del antiguo bloque soviético es que no eran democráticos. Y hoy la acusación de ser poco democrático supone gravísimos problemas para un gobierno, como el de Venezuela, por ejemplo.
Aquí mismo, en España, la Constitución, la norma suprema del país, en su artículo primero afirma taxativamente que “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. ¿Qué más podemos pedir?
Bueno, pues podíamos pedir que todo eso no sea un cuento de modernas hadas, y que sea real lo de que el pueblo es soberano, y que la “democracia”, el poder de los ciudadanos, no sea un camelo. Claro que simplemente pidiéndolo vamos a conseguir poco, habrá que hacer algo más.
Algunos piensan ingenuamente que lo que hay que hacer es cambiar la Constitución, promulgar nuevas leyes, elegir otros gobiernos. ¡Qué ilusiones! Todavía no se han dado cuenta de que el papel lo aguanta todo, que se pueden escribir leyes maravillosas, pero luego hay que aplicarlas. Por supuesto que habrá que redactar leyes y elegir gobiernos, pero ahí no se decide la batalla, la batalla se decide en las mentes y los corazones de las personas, de los hombres y mujeres que forman la sociedad.
Muchos políticos, sociólogos, economistas, gente muy experta e inteligente, han propuesto fórmulas para cambiar la sociedad, para ir hacia un mundo más justo y auténticamente democrático. Pero el mundo se resiste a cambiar. ¿No será mejor la fórmula de un poeta? Un poeta, Antonio Machado, escribió hace más de ochenta años: “Una sociedad no cambia, si no cambia de dioses”.
Allí donde se decide la batalla, en la mente y el corazón, todos tenemos nuestros dioses. Hasta el ateo más militante los tiene. Según sea nuestro dios, así nos inclinaremos a un lado u otro. Y José Luís Sampedro, comentando este pensamiento de Machado, más de una vez dijo con mucha razón que el dios de esta sociedad es el dinero. Claro que en la sociedad hay dioses del cielo y dioses de la tierra. En la sociedad española es evidente. Incluso hay dos versiones del dios del cielo, el dios de la jerarquía eclesiástica, que convive fraternalmente con el dios dinero, y el dios del Evangelio, que choca frontalmente con él.
A nivel político también está muy claro que el dios de la derecha es el dios capitalista, el dinero. Eso no les impide poner todas las velas y hacer todas las procesiones que haga falta al dios de la jerarquía. Hasta aquí la cosa es normal. El problema es que, en el fondo, el dios de la izquierda también es el dinero. Lo vio muy perspicazmente Erich Fromm, que hace ya cincuenta años escribió:
“El socialismo y el comunismo rápidamente cambiaron, de ser movimientos cuya meta era una nueva sociedad y un nuevo Hombre en movimientos cuyo ideal era ofrecer a todos una vida burguesa, una burguesía universalizada para los hombres y las mujeres del futuro. Se suponía que lograr riquezas y comodidades para todos se traduciría en una felicidad sin límites para todos”.
O sea, el ideal de la nueva sociedad se reduce a conseguir que el dios dinero reparta generosamente sus favores a todos. Pues así, claro, si también los anticapitalistas adoramos al dios de los capitalistas, lo tenemos muy crudo.