Antonio Zugasti
La mayor parte de la humanidad, a lo largo de toda su historia, se ha visto condenada a vivir en unas jaulas más o menos reducidas donde esclavos, siervos, vasallos o súbditos estaban encerrados con muy poca libertad de movimientos. Los barrotes estaban muy a la vista y cada vez que intentaban salirse de sus límites chocaban violentamente con ellos.
Los seres humanos iban tomando cada vez más conciencia de la injusticia de esa situación oprimente y su agitación amenazaba con acabar rompiendo las rejas.
Entonces los señores, para aplacar la sublevación, construyeron una gran jaula. Era tan grande y tan alta que desde las partes centrales no se llegaban a ver los barrotes. Los que vivían en esas zonas podían moverse alegremente y acomodarse lo mejor posible. Pero los que estaban en la periferia, donde la altura de la jaula se reducía de una manera agobiante, seguían sintiendo la dureza implacable de los hierros.
Ante la impotencia de unos y la alegre inconsciencia de los otros, los señores volvieron poco a poco a ir reduciendo el tamaño de la jaula. Procurando, eso sí, que los barrotes siguieran sin ser visibles desde la zona central. O, por lo menos, disimularlos dándoles la forma de nubes tormentosas, para que parecieran un fenómeno natural. Decían que eran las leyes de la economía, leyes naturales de las que nadie es responsable y a las que es inevitable someterse.
Y que debían alegrase y defender su situación, porque allí, en el centro de la jaula, tenían libertad.