Una reflexión de Pedro Zabala al hilo de la película “Le Brio” traducida como “Una razón brillante”
Se está proyectando en nuestras pantallas la película francesa Le Brio, presentada en el español común como Una Razón Brillante. Pude asistir a su proyección y debo confesar que, como espectador, gocé de unos diálogos sin desperdicio y de unas interpretaciones espléndidas.
Fiel a mi hábito rumiador, amanecí con esas reflexiones que me asaltan en la duermevela matutina. Y voy a transcribir lo que he pensado.
Un problema de fondo late en toda la película: la discriminación racial que deja huérfanos a esos hijos de emigrantes, la segunda y hasta tercera generación, que han visto debilitadas sus raíces y ven cómo son rechazados en la sociedad que no es de acogida, sino muchas veces hostil, llena de prejuicios, lo que impide su integración. ¿La libertad de expresión no debe tener como límite la propagación e incitación al odio hacia los diferentes? ¿Acaso la misma libertad de cátedra puede servir de excusa para sembrar sobre jóvenes alumnos ideas xenófobas, de desprecio y vejación contra quienes tienen otras culturas, otras religiones…?. ¿No es cómplice la misma institución docente que consienta, llevada de su endogamia corporativa, tales abusos aberrantes?
El negocio de la retórica
El problema manifiesto que pone de relieve la película es el de la retórica como el arte de con-vencer al auditorio. El buen-decir dirigido a las emociones, con olvido y hasta desprecio de la verdad. Defender, incluso lo que se cree que es falso, pero conviene a los intereses. En la antigua Grecia, fueron los sofistas quienes convirtieron la retórica en un negocio. De ahí, el acierto del título puesto en la traducción: una razón brillante. Brillantez en la exposición que conduzca a que “mi” razón -verdadera o falsa es lo de menos- prevalezca sobre la de mi adversario.
En contra de los sofistas, se alzó la honradez de Sócrates. Su método se dirigía, a base de preguntas, a que el discípulo llegara a descubrir por sí mismo la verdad. Cuando acusado falsamente por sus enemigos de corromper a la juventud, fue juzgado por sus conciudadanos varones y condenado por ellos injustamente a muerte, la prefirió -en coherencia con su vida- a la huida burlando las leyes de Atenas.
En esa línea de honestidad, es famosa la definición que el romano Cicerón daba del orador “vir bonus, dicendi peritus”, varón bueno, experto en el arte de decir.
Conviene recordar aquí al poeta Antonio Machado: “¿Tu verdad? No, la verdad y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela”. O sea la verdad dialógica que defienden los mejores filósofos.
Tiempo de posverdad
Desgraciadamente vivimos en un tiempo en que la mentira, las medias verdades, la “posverdad”, parecen haber ocultado la búsqueda de la verdad objetiva. ¿No vemos todos los días la mendacidad de tantos políticos embaucadores, de tantos agentes de marketing comercial para que nos entreguemos al consumismo compulsivo y de ciertos periodistas y contertulios que nos quieren vender su opinión como información al servicio del pensamiento único?
Los seguidores de Jesús tenemos también su mandato. Dijo de sí que es el Camino, la Verdad y la Vida. Condenado injustamente, como reo religioso y político por el Sanedrín y por Pilatos, aceptó en coherencia con su vida, la pena de muerte en la Cruz. ¿No debemos ser veraces, con la palabra y con la misma vida, siguiendo su ejemplo?