La producción de “residuos humanos” -es decir, las poblaciones “superfluas” de migrantes, refugiados y demás parias empobrecidos- es una consecuencia del proceso globalizador a nivel mundial y su ensalzado progreso económico. Dicha globalización provoca un número cada vez más elevado de personas privadas de medios adecuados de subsistencia, al mismo tiempo que el planeta se está quedando sin lugares habitables para ellas y tal vez algún día también para todos los humanos en un desastre ecológico global.
La Unión Europea carece de respuestas ante los desafíos que plantea nuestro entorno geoeconómico y geopolítico. No tiene visión estratégica ni a largo ni a medio plazo. Deja al Mercado gestionar “automáticamente” la demanda migratoria y no quiere asumir su responsabilidad política y moral para con refugiados y migrantes. Su falta de visión y decisión, de previsión y de gestión de las migraciones beneficia directamente a los movimientos y partidos políticos xenófobos y a los traficantes de personas. Podemos decir que la crisis de las migraciones es la crisis de la propia Europa como proyecto humanizador y civilizatorio que pretendía ser un verdadero espacio de libertad, justicia y seguridad al servicio del reconocimiento e igual garantía de los derechos humanos.
Las migraciones interpelan: o apostamos por ser humanos en una sola humanidad, o se agudizarán las diferencias practicando la cultura del “descarte” que dice el Papa Francisco. Leyes de extranjería cada vez más severas y criminalizadoras, crueles medidas de control de fronteras, políticas de extrema dureza contra los “fugitivos” (migrantes o refugiados), miles de ahogados en el mar, gobiernos que no quieren ver ni hacer justicia, trabajadores extranjeros a explotar y sin derechos, auge de la xenofobia y de populismos que propagan el odio étnico, el temor y el rechazo a quienes llegan hasta aquí: personas con la muerte a su espalda y un muro ante su rostro. Vivimos enredados en una dinámica de rechazo de “los otros”, víctimas silenciadas, olvidando que en ellas nos jugamos nuestro propio ser, personal y colectivo.
Discriminar, invisibilizar, ignorar, minusvalorar, marginar, explotar son prácticas cada vez más extendidas en nuestras sociedades y forman parte de la experiencia cotidiana de las personas y colectivos que las sufren: mendigos, los sin techo, migrantes y refugiados, desempleados y parados, mujeres víctimas de trata, pensionistas empobrecidos, desahuciados, barrios marginales y marginados, minorías de todo tipo, etc.
La discriminación femenina es un hecho evidente en toda sociedad y en todo el mundo. Aunque es verdad que la desigualdad no se presenta con la misma intensidad en todas partes y culturas, lo cierto es que dicha desigualdad está presente en todas ellas y siempre obedece a la misma causa: el patriarcado como sistema simbólico y social creado y organizado por los varones. Un sistema que vive en los discursos ideológicos y se concreta en las estructuras sociales que priorizan el ejercicio del poder masculino con instituciones y normas opresoras para las mujeres.
El duro recorrido histórico del feminismo por lograr la igualdad de género tiene aún muchos retos hasta alcanzar la autonomía personal y el reconocimiento social de las mujeres. Frente al patriarcado dominador y dominante ya no hay marcha atrás en lo conseguido por las mujeres, que apuestan por rozar lo increíble y tener su lugar en un mundo no pensado para ni por ellas. Vivir como diferentes y a la vez como iguales y construir una sociedad igualitaria es un largo camino siempre por hacer.
Ante la irracionalidad, silenciamiento e indiferencia de cuanto sucede en el mundo y en nuestros entornos más próximos, no podemos olvidar nuestra misión como ciudadanos/as y como cristianos/as: ACOGER. La acogida debe prevalecer sobre leyes, normas y protocolos. Hemos de cuidarnos mutuamente. Porque la acogida no es algo unidireccional. Acojo si me dejo acoger. Me acogen si soy capaz de disponerme a la acogida. Esos cuidados recíprocos son los que nos constituyen como personas y como comunidad cristiana. Acogida, cuidados, comunidad, solidaridad, gratuidad, etc. son obligación de justicia y son adjetivos necesarios que pueden hacer de la vida colectiva y personal algo completamente diferente y más feliz. He aquí la tarea que nos queda: salvar lo que nos salva y contar con los que no cuentan.
Sabemos que el compromiso del seguimiento evangélico conlleva un decidido combate contra la idolatría del dinero, del poder, del consumo, de la violencia. En otras palabras, un combate a favor de la justicia que se desborda en la solidaridad como plenitud de aquella. Misericordia y justicia son los criterios para discernir, probar y comprobar que nuestra adhesión a Jesús de Nazaret es creíble y nos aproxima a la propuesta de que otro mundo es posible y necesario.
Comunicado XIX Semana Andaluza de Teología
23, 24, 25 noviembre 2018.Torrox (Málaga)