Amparo Madrigal Vílchez
Existen varias versiones respecto al origen de la Celebración del 8 de Marzo como Día internacional de la mujer. La más difundida, señala que se estableció esa fecha para conmemorar la tragedia sucedida en Nueva York en 1911, en el incendio de la fábrica Triangle Shirtwaist Co, en el que murieron 129 trabajadoras textiles, mayoritariamente jóvenes inmigrantes. Otras versiones menos difundidas, señalan la coordinación entre las organizaciones de mujeres obreras sindicalistas, las sufragistas y las mujeres del Partido Socialista Americano quienes comenzaron a celebrar el Women’s Day en 1908 con el objetivo de reivindicar el derecho de las mujeres al sufragio y a la vez de celebrar los logros alcanzados en las luchas sindicales.
Menos conocida es la versión que identifica a Clara Zetkin -líder del movimiento alemán de mujeres socialistas- como la promotora de convertir la celebración del día 8 de marzo en una festividad internacional con el objetivo de promover la lucha por el derecho al voto de las mujeres, sin restricciones de ningún tipo, así como para reivindicar mejoras laborales de las mujeres trabajadoras. La primera celebración internacional del día de la Mujer se llevó a cabo en Alemania, Austria, Dinamarca y Suecia en marzo de 1911. Han pasado muchos 8 de marzos, y gracias a la lucha de los grupos feministas de inicio del SXX, la mayoría de las mujeres del mundo tienen derecho al voto, acceso a los estudios, al trabajo remunerado, etc.; sin embargo las condiciones sociales y económicas en general continúan siendo de “desigualdad” entre los géneros.
En España, durante las últimas décadas posteriores a la dictadura se consiguieron –no sin dificultad- una serie de cambios sociales que han mejorado la calidad de vida de toda la población. Hasta los años 70, las mujeres podían acceder a un trabajo remunerado pero no podían disponer de sus nóminas ni tenían cuenta corriente a su nombre; de ser madre, no podía decidir sobre sus hijos e hijas, pues la patria potestad era del padre; tampoco podía viajar, trasladarse o cambiar de residencia sin el permiso del padre o del marido. Aún bajo esas condiciones de opresión y sumisión, las mujeres aportaban monetaria y afectivamente a la economía de la familia y la sociedad. El cuidado de la familia junto con el trabajo informal o sumergido, dentro o fuera del hogar, ha sido una constante entre las mujeres de la clase trabajadora.
Actualmente, el cambio social promovido desde los grupos feministas continúa progresando y se han conseguido nuevas legislaciones cuyos objetivos son mejorar de forma directa la situación de las mujeres. Avances legislativos como la Ley para la igualdad efectiva entre mujeres y hombres y la Ley contra la violencia de género son una muestra de ello. Asimismo, la correcta aplicación de leyes como la Ley de conciliación de la vida laboral y familiar, y la Ley de promoción de la autonomía personal y atención a las personas en situación de dependencia, aumentarían la calidad de vida de la población en general, y de las mujeres en particular, si se hiciese un mayor esfuerzo en aplicarlas debidamente. No obstante, aún falta mayor voluntad, dedicación y empeño para la correcta aplicación de estas leyes para poder disfrutar de estos logros.
Estos cambios sociales han permitido que los roles de género también se modifiquen, de manera que el rol tradicional asignado a las mujeres –reducida al espacio de lo privado como proveedora de los cuidados domésticos- ha ido modificándose. No obstante, en el caso de los roles masculinos el cambio no ha ido al mismo ritmo, entre otras razones, porque existe cierta resistencia masculina a asumir en igualdad las tarea del cuidado doméstico, y porque ni Estado ni la sociedad en general ha valorado dichas tareas, las cuales siempre la habían realizado “gratuita y obligatoriamente” las mujeres. Y es aquí donde se produce un dilema denominado “la crisis de los cuidados”, la cual afecta principalmente a las familias con miembros con necesidades especiales de atención (menores, personas enfermedad y/o discapacidad, mayores). Esta crisis supone un nuevo reto social en el que todas y todos estamos implicados, y la cual habremos de solucionar con nuevas políticas sociales que garanticen esos cuidados sin que ello aumente las desigualdades de género y clase social.
Los cambios sociodemográficos de las últimas décadas, tales como: la incorporación de las mujeres al mercado de trabajo, el envejecimiento de la población, el aumento de hogares monoparentales, la dispersión geográfica por motivos laborales, etc., han llevado a que muchas familias opten por la contratación de otra persona (mayoritariamente mujeres) para la realización de las tareas domésticas y del cuidado de las personas dependientes.
La mercantilización del trabajo doméstico y de cuidados tiene aspectos positivos y negativos. Como aspecto positivo, destaca el hecho de que facilita la valoración y reconocimiento social que dichas labores tienen para la calidad de vida de las personas, y por lo tanto valoriza el trabajo que tradicionalmente han realizado las amas de casa. Entre los aspectos negativos se encuentran, por un lado, el hecho de que gran parte de la población masculina no se siente interpelada ante la crisis de los cuidados, y por otro, que estas labores siguen recayendo en las mujeres con menos recursos económicos y sociales. Entre éstas mujeres se encuentran, aquellas que tiene que reducir su jornada laboral remunerada –por consiguiente disminuyen sus ingresos económicos, y doblan su jornada laboral- para atender a los miembros de la familia que requieran de cuidados; las mujeres que redistribuyen los cuidados de la familia extensa de forma intergeneracional, es decir, entre abuelas, tías, hermanas, etc. aunque generalmente son las abuelas las que realizan el apoyo a las familias más jóvenes en las que ambos miembros de la pareja trabajan fuera del hogar. Según Antonio Guijarro[1] esto ha dado lugar a la pandemia del S. XXI: el Síndrome de la abuela esclava. Y finalmente, se encuentran las mujeres de los estratos más bajos de la estructura ocupacional ya sean autóctonas o inmigrantes. No obstante, el sector del trabajo doméstico está cada vez más atendido por mujeres inmigrantes porque son ellas quienes cubren los huecos laborales peor pagados, y porque el trabajo doméstico continúa siendo escasamente valorado.
De acuerdo con los datos publicados por el Consejo Económico Social (2007)[2], el número de mujeres extranjeras en España superaba los dos millones (2.106.785), siendo el 62% de ellas originarias de países extracomunitarios. Asimismo, de acuerdo con los datos del CES, el 86.7% de las extranjeras afiliadas a la Seguridad Social están ocupadas en el sector servicios, predominando las ramas del servicio doméstico, la hostelería y el comercio al por menor; estando el 22 % de éstas afiliadas en el régimen especial de empleadas de hogar. En este sentido, son muchas las mujeres extranjeras que se encuentran realizando un importante trabajo para el bienestar de las familias autóctonas, pero que siguen estando invisibilizadas, en condiciones precarias, con bajos salarios, con falta de regulación laboral, en trabajos con alta temporalidad, y siempre asociado maniqueamente a la condición femenina[3].
Pero las mujeres inmigrantes que trabajan como empleadas de hogar, no sólo tienen que hacer frente a situaciones de precariedad laboral, también se enfrentan a múltiples desafíos de carácter personal, jurídico-social. El principal desafío es lograr el reconocimiento de sus derechos como mujer migrante, especialmente cuando no se tiene la nacionalidad del país de acogida, y no se reside en el país del que se es nacional, encontrándose en una situación de no ciudadanía. Cabe señalar, que la población de migrantes conforman una importante fuerza económica para ambas sociedades (acogida y origen), sin embargo muchas no pueden ejercer su derecho democrático de participación electoral, porque no son nacionales del país de acogida y porque en el nacional no se reconoce el voto a la población emigrante.
Otro desafío con el que se encuentran las mujeres migrantes es la visión patriarcal de las leyes migratorias. Históricamente las mujeres han migrado, sin embargo es hasta finales del S.XX que se comienza a hablar de las migraciones femeninas. El hecho se explica porque antiguamente las mujeres migraban pero invisibilizadas; es decir, la gran mayoría lo hacía dentro del ámbito de la vida privada y/o para ejercer tareas propias del rol reproductivo (esposa, hija, institutriz, enfermera, prostituta, etc.) Actualmente las mujeres migran con proyectos propios y no sólo para desempeñarse en los roles reproductivos, pero las leyes de extranjería, por lo general, continúan tratando a las mujeres en situación de subordinación a los hombres. En algunos países, las mujeres inmigrantes sólo pueden obtener la residencia permanente si están casadas con un nacional, un residente permanente o si tienen hijos nacidos en el país –este es el caso de Costa Rica-[4].
Existen otras legislaciones que sí consideran la migración femenina independiente de la pareja o familia, pero aún así, en ocasiones el permiso de trabajo o de residencia está vinculado a un solo empleador, dejando a las mujeres en situación de desventaja y vulnerabilidad. Generalmente, los permisos de trabajo tienen que renovarse anualmente, de lo contrario, el trabajador o trabajadora se encontraría en situación ilegal sin que se responsabilice de ello al empleador, favoreciendo relaciones de sumisión, servilismo o humillación de la persona necesitada del permiso de trabajo.
La precariedad laboral, unida a la escasa -o inexistente- red de apoyo social de las mujeres inmigrantes, dificulta la satisfacción de las necesidades personales de éstas, especialmente en lo que respecta al cuidado de los hijos o hijas y familiares dependientes. Nuevamente nos encontramos con “la crisis de los cuidados”, aparentemente resuelta por las familias autóctonas al (sub)contratar a otras mujeres; pero con difícil solución para las mujeres inmigrantes que han dejado a sus hijas e hijos para venir a ganar el sustento económico de la familia.
El fenómeno social denominado cadena mundial de afecto y asistencia por el cual “mujeres que tiene que salir de sus países, dejando a sus hijas e hijos al cuidado de otras mujeres de la familia, para venir aquí a cuidar de nuestras hijas, hijos y personas mayores, a cambio de un salario”[5], evidencia que las desigualdades de género en lo que respecta a los cuidados, aún se encuentran intactas, dado que hasta el momento lo que predomina en nuestra sociedad es un trasvase de las tareas de los cuidados mutuos de unas mujeres a otras.
Nos encontramos pues, que casi un siglo más tarde de la primera celebración internacional del día de las mujeres, la desigualdad entre los géneros respecto a las tareas del cuidado sigue siendo un conflicto que habrá que resolver entre todas y todos, con políticas sociales que de forma eficiente y creativa, logren que el trabajo doméstico y de cuidados sea satisfactorio tanto para hombres como para mujeres, y con independencia de que éste sea voluntario (auto-cuidado) o remunerado.
[1] Guijarro Morales, Antonio (2001) El síndrome de la abuela esclava: pandemia del siglo XXI. Grupo Editorial Universitario, Granada.
[2] Cuadernos del Consejo económico y social (otoño 2007) www.ces.es
[3] Parella Rubio, Sònia (2003) Mujer, inmigrante y trabajadora: la triple discriminación. Editorial Anthropos
[4] Solís, Adilia (2007) Desafío de la mujer migrante en los países de destino. Conferencia Regional sobre migración. El Salvador.
[5] Russell, Arlie, (2001) Las cadenas mundiales de afecto y asistencia y la plusvalía emocional. En Guidden y Hutton , En el límite: la vida en el capitalismo global. Tusquets Editores.