Teresa Escudero Ozores
Médico de Familia, miembro de CDD.
Es en el año 1994, en El Cairo, donde por primera vez se establece el concepto de salud sexual y reproductiva, en la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo. De los documentos que generó dicha Conferencia, se redacta ya en el año 1995 la Carta de Derechos sexuales y reproductivos, como complemento de la Carta de Derechos humanos.
Antes de pasar a los derechos que se citan en la Carta, me parece importante dejar clara la definición de salud reproductiva y los objetivos de la salud sexual.
Se denomina Salud reproductiva al estado de bienestar físico, mental y social, y no mera ausencia de dolencias o enfermedades, en todos los aspectos relacionados con el sistema reproductivo, con sus funciones y procesos. En consecuencia, la salud reproductiva entraña la capacidad de disfrutar de una vida sexual satisfactoria y sin riesgos, y de procrear y la libertad para decidir cuándo hacerlo o no hacerlo, y con qué frecuencia.
Los objetivos de la salud sexual, en consonancia con esta definición, no sería meramente el asesoramiento y la atención en materia de reproducción y de enfermedades de transmisión sexual (ETS), sino que tiene como objetivo el desarrollo de la vida y de las relaciones personales. También en esta línea va la Carta de Derechos sexuales y reproductivos: nuestra sexualidad, como nuestra personalidad, es parte de nuestra vida, y es nuestro derecho vivirla plenamente.
En esta Carta se definen los siguientes derechos:
1. Derecho a la vida: la vida de ninguna mujer podrá ser puesta en peligro por un embarazo o parto.
2. Derecho a la libertad y seguridad de la persona: ninguna mujer puede ser objeto de prácticas como la mutilación genital, el embarazo o el aborto forzados, o la esterilización sin consentimiento.
3. Derecho a la igualdad y a la supresión de toda discriminación, también en los ámbitos sexuales y reproductivos.
4. Derecho a la privacidad: todos los servicios de salud sexual y reproductiva deben ser confidenciales.
5. Derecho a la libertad de pensamiento: en cuestiones relativas a la sexualidad y la reproducción.
6. Derecho a la información y a la educación: incluyendo el acceso a una educación completa de los beneficios, riesgos y efectividad de la planificación familiar.
7. Derecho a optar por contraer matrimonio o no, y a formar y planificar una familia: ninguna mujer puede ser obligada a contraer matrimonio contra su voluntad.
8. Derecho a decidir tener hijos o no, y cuándo tenerlos: garantizando el acceso de las personas a los métodos de anticoncepción.
9. Derecho a la Atención a la Salud y a la Protección de la Salud: incluye el derecho de la mujer a no ser objeto de prácticas tradicionales que puedan poner en peligro su salud.
10. Derecho a los beneficios del progreso científico: incluyendo las técnicas apropiadas en salud reproductiva.
11. Derecho a la libertad de reunión y asociación: que incluye el derecho de sensibilizar a los gobiernos para que prioricen la salud y derechos sexuales y reproductivos.
12. Derecho a no ser objeto de tortura y maltrato: incluyendo los derechos de mujeres, hombres y jóvenes a ser protegidos de la violencia, la explotación sexual y los abusos sexuales.
En nuestra Iglesia, tradicionalmente se ha evitado, y se sigue evitando, hablar de sexualidad desde el sentido común que, como suele decir mi madre, que es una mujer sabia, es el menos común de los sentidos. En la mayoría de los documentos que he consultado, o se trata el tema de la sexualidad de una forma ambigua, o se condena sin paliativos, y la mayor parte de las veces sin una verdadera reflexión teológica.
Por supuesto siempre hay y ha habido teólogos que han hablado de la sexualidad en otros términos: Benjamín Forcano, Juan Masiá… Y ellos saben lo que les han costado declaraciones tan “escandalosas” como las de Masiá en su libro “Tertulias de bioética”. Literalmente: “No existe ni un sólo documento eclesial que recomiende a los católicos que no piensen”. También me encanta otra cita, preñada de ese sentido común que tanto falta por ahí: “Los seres humanos pueden humanizarse o deshumanizarse mutuamente por el uso de la sexualidad. No hacen los humanos el amor mejor que otras especies, sino que están abiertos a la posibilidad de hacerlo mejor o peor, con más ternura benevolente o con más posesividad egoísta”
La sexualidad, ya desde el Vaticano II, se reconoce como una parte fundamental en la comunicación entre los esposos. Afortunadamente, al menos en el papel, se desvincula la sexualidad de su función reproductiva, que evidentemente es su función biológica, pero como animales racionales que somos, la sexualidad forma parte de nuestra manera de relacionarnos, de comunicarnos, es otra parte de nuestra personalidad. No podemos “colgar” la expresión sexual y convertirnos en seres asexuados por un esfuerzo de “voluntad”. Es cierto que la unión coital tiene función reproductora, pero la unión sexual va mucho más allá de la unión coital, y tiene la función de comunicación y de estrechamiento de vínculos en la pareja, y hasta en los documentos del Vaticano II se reconoce esta función.
Una vez reconocido esto, parece obvio el siguiente reconocimiento: si la sexualidad es parte de nuestra personalidad, no una cosa malvada y oscura que hay que ocultar, sino un don divino que propicia la comunicación entre las personas, debemos ser capaces de utilizar dicha sexualidad con cabeza y corazón. Es decir, poder separarla efectivamente de la procreación y emplearla con dicho fin sólo cuando nos sintamos preparados para asumir las consecuencias. Y teniendo en cuenta que las consecuencias son para toda la vida, no sólo para los nueve meses de embarazo, considero que es un derecho de las parejas el poder decidir cuándo y cómo “recibir amorosamente los hijos” y educarlos en la fe cristiana. Y no lo considero solamente yo. El comité de expertos al que Pablo VI delegó la nada envidiable misión de evaluar los métodos anticonceptivos y decidir sobre su “moralidad”, concluyó que era “moral” utilizar todos los métodos anticonceptivos que se conocían en aquel momento para espaciar los hijos. Los llamados métodos naturales y también la píldora y el preservativo. Mención especial requerían métodos que pudieran ser contraceptivos, como la píldora del día después o el DIU, y por supuesto ni se hablaba de métodos abortivos, condenados en cualquier caso. Este informe fue rechazado por el papa, concretamente en la encíclica “Humanae vitae” (1968), y su visión de la sexualidad como una realidad biológica desconectada de lo personal, su visión estrecha de lo natural y lo artificial, su visión “sospechosa” del encuentro sexual, sería compartida por Juan Pablo II en la encíclica “Familiaris consortio” de 1981, con las consecuencias que todos conocemos.
Aunque se declaren laicos, en todos los estados de tradición cristiana, la jerarquía de la Iglesia tiene mucho poder, no hay más que ver los casos centroamericanos de El Salvador y Nicaragua y sus penalizaciones del aborto terapéutico, que atenta directamente contra los derechos expresados en la Carta de Derechos sexuales y reproductivos. Podemos poner también el caso de España, en el que simplemente el borrador de la nueva ley del aborto ha puesto en pie de guerra a todos esos grupos llamados “provida” y que desde mi posición yo prefiero denominar antielección, pues parece que olvidan el primero de los derechos de la carta, el derecho a la vida de la mujer embarazada.
Hasta la Congregación para la doctrina de la fe, reconocía en 1974 que “si las razones para justificar el aborto fueran claramente malas o faltas de peso, el problema no sería tan dramático”, es decir, incluso la “sección dura” de la jerarquía, reconoce que a veces el aborto puede tener razones de peso y no claramente malas… Pero estos documentos no suelen salir a la luz.
Los médicos y farmacéuticos también tenemos nuestra parte de culpa en el incumplimiento de esta Carta de derechos. Incluso en medicina el tabú sexual existe, y no son pocos los médicos que se erigen como jueces ante la mujer embarazada que acude para solicitar un aborto, e incluso ante la joven que ha tenido relaciones sexuales de riesgo, cuando acude a solicitar la anticoncepción de emergencia, derecho que por ejemplo en España es diferente según las comunidades autónomas y precisa receta o no, dependiendo del lugar en que uno se encuentre. Curiosamente, y para que lo sepan los médicos y farmacéuticos “objetores de conciencia”, fue Juan Pablo II en su encíclica “Evangelium vitae”, el que afirmó: “Aborto y contracepción son específicamente diferentes desde el punto de vista moral” ¡Si es que a veces somos más papistas que el papa!
La postura de la Iglesia institucional, de la jerarquía, con respecto al preservativo, no tiene ninguna justificación teológica e incluso podría denunciarse como delito de salud pública. Con la epidemia de VIH haciendo estragos en África, con la cantidad de personas que se infectan cada día incluso en Europa precisamente por no utilizar preservativo, no se puede consentir que desde la Iglesia se siga dando el mensaje de que el preservativo es malo y pecaminoso.
La eliminación de las barreras sociales y económicas para una buena salud sexual deberían ser una de las prioridades de los gobiernos, no podemos olvidar que en el mundo la primera causa de muerte de mujeres en edad fértil son complicaciones del embarazo-parto-aborto, incluso la secretaria general de la OMS ha dado un toque de atención con respecto a esta situación, que deriva de una mala atención primaria, una falta de profesionales que afecta ya a todos los países, desarrollados o no, y una falta de cuidados a la mujer embarazada.
Sin ponernos tan dramáticos, la situación de la mujer embarazada en los países desarrollados a nivel social no es precisamente para alegrarse. Todos conocemos historias de mujeres que han tenido que retrasar sus deseos reproductores a causa de presiones laborales, mujeres que han tenido que ocultar su embarazo para que no las echaran del trabajo, mujeres que han perdido su empleo al quedarse embarazadas, mujeres embarazadas a las que se obliga a trabajar con sustancias peligrosas a riesgo de perder su empleo si se niegan, y un largo etcétera. Aunque teóricamente la ley está del lado de estas mujeres, estas injusticias siguen ocurriendo. Si ya habláramos del cuidado de los hijos, tendríamos que saber que el permiso de maternidad, por ejemplo en España, es el más corto de Europa. No me planteo si en América Latina siquiera se cumple el permiso de maternidad, en África no es infrecuente que la mujer de a luz en el campo en que está arando, se cargue al hijo a la espalda, y continúe con su trabajo, con el terrible riesgo sanitario que supone, no sólo de infección puerperal sino incluso de tétanos (que es mortal en un elevado porcentaje de casos).
La Carta de Derechos sexuales y reproductivos es un deseo, al igual que la Carta de Derechos Humanos, pero sólo si los gobiernos se ponen a trabajar para que se cumplan, sólo a través de una adecuada educación afectivo-sexual, sólo si todos ponemos nuestro granito de arena, incluida nuestra Iglesia santa y pecadora, será posible que ambas cartas se conviertan en realidad.