Paloma V.
Exclusión, pobreza, marginación… ¡qué líos nos hacemos a veces con las palabras! Los excluídos, ¿son los «pobres» de antes, en versión moderna? ¿O son algo distinto?
Según dicen los teóricos del invento, la exclusión es una situación que se produce cuando nos rompen una o varias de las tres «raíces» que nos sujetan al entorno en el que vivimos (que eso es estar integrado, ni más ni menos): roturas o deficiencias en los bienes básicos que se necesitan para la vida (ingresos, vivienda, protección social…), más disminución o ausencia completa de relaciones (amigos, familia, vecinos…) y pérdida paulatina del sentido de la vida (desesperanza, desmotivación, sentimiento profundo de fracaso…).
Yo había leído cosillas de estas y andaba inquieta por echar una mano a «los excluídos», pero me parecía terriblemente complicado: ¿Cómo llegar a ellos?, ¿cómo ser eficaz sin tener una preparación específica…? Un día, una amiga me habló de un Centro de Noche para gente de la calle que iba a abrir Cáritas de nuestra ciudad. Y allá que me fuí.
En las sesiones formativas nos explicaron que sería un centro «de baja exigencia». Se trataría, básicamente, de un lugar abierto durante toda la noche, del que se pudiera entrar y salir de forma voluntaria, donde no se pediría ningún tipo de identificación personal, donde se podría venir bebido o «colocado»… Los únicos requisitos para permanecer allí serían respetar a los demás y respetar las instalaciones del propio Centro.
El objetivo era ser un punto de encuentro, de referencia, de acogida abierta… No se trataba tanto de «solucionar» problemas o de «dar» cosas a quienes no tienen nada (¡esa tentación de respuesta inmediata, que acalla nuestra conciencia, pero que interponemos como una pantalla para que el otro no nos traspase, no nos inquiete más!) Se trataba, más bien, de ir a la raíz de las relaciones, de crear una relación personal cálida, auténtica, de aceptación del otro/a con toda la carga de su sufrimiento, pero también con su riqueza oculta, de dar espacio a esa palabra suya que nunca les dejamos decir, porque la tapamos con unas monedas o con un poco de ropa… para que, desde ahí, pudieran recuperar la confianza en sí mismos, pudieran movilizar sus energías para enfrentar su situación. O para quedarse donde están, pero sintiéndose re-conocidos como seres humanos individuales. Y siempre, atentos a cualquier petición de apoyo que pudieran hacer.
La verdad es que era bastante «rompedor» con los Servicios al uso. Y no dejaba de representar un reto grande ese ponerte cara a cara, sin mesas por medio, ni ofertas concretas ni «roles» tradicionales… Allí cada cual ponía en juego su persona, era nuestro único «material» de trabajo. Algunas pequeñas cositas que ayudaban a romper el hielo: una cafetera, unos juegos de mesa (ni TV, negada por principio!), ofrecer las toallas para la ducha (no era obligatoria), curar las ampollas de un pie cansado de arrastrarse todo el día… Con el tiempo, y la imaginación de cada cual, aparecieron otras: unas tijeras de cortar el pelo para ir más presentable a una entrevista, una caja de costura para enseñar a hacer pequeños arreglos, una guitarra para encontrarse en las canciones comunes, unas foto-palabras que ayudaran a desanudar la lengua y el corazón… o recortar las figuritas para un Belén que se montó con bolsas de basura, o pedir ayuda para desatascar la lavadora… en fin.
A pesar de todo, costaba. Porque tenemos demasiado metido ese otro modelo de dar-recibir (los que reciben, también ¡ojo!, que alguno se volvió desde la puerta tras indagar «qué se daba allí») y no sabemos movernos en igualdad. Pero fuimos aprendiendo: a recordar los nombres de una semana a otra para no utilizar motes o el socorrido «oye, tú»; a contestar con sencillez sobre nuestras propias circunstancias personales (¡Ah!, ¿pero tú estás casada?», ¿«en qué trabajas»?), para no hacer demagogia sobre la igualdad (de sobra sabían que nosotros no estábamos en la calle) y para entender lo indiscretas que resultan en ocasiones nuestras bienintencionadas indagaciones; a respetar la necesidad de silencio de quien no quería hablar o del que, por su propia enfermedad, «vendaba» su silla con papel higiénico y luego se colocaba de cara a la pared ¡y estuvo así más de 3 meses!
Y también a interpelar, a ponerles frente a su situación con realismo: aquel grandullón con alma «rosa», al que hicieron hacer el ridículo en un programa de TV de mala memoria a principios de diciembre, que luego lloraba amargamente porque era la primera Nochebuena que su madre se había negado a recibirlo en su pueblito castellano… ¡muerta de vergüenza, supongo! Y a «Miguel», antiguo pequeño traficante que entendió que, mientras no arreglara sus cuentas con la Justicia, no podría volver a ver a su hijo «por lo legal», ni a encontrar trabajo… y se entregó voluntariamente para cumplir la pena pendiente…
Tantas vidas, tantas caras, tantas situaciones…, pero, sobre todo, la convicción, al recordar aquellas noches, de que romper la soledad y el sentimiento de separación es una buena manera de luchar contra la exclusión. De hacer realidad aquello de que aquí cabemos todos.