Durante los últimos meses, en un incierto y duro éxodo, miles de personas abandonan sus países de origen huyendo de la guerra, la opresión, la persecución, las masacres humanas, el fanatismo religioso y el hambre. Tratan de cruzar las fronteras de la Unión Europea en demanda de asilo, trabajo y una vida en paz. Se inicia así la que se ha dado en llamar ‘crisis de refugiados del Sureste y Sur de Europa’. No obstante la generosa reacción inicial de Alemania, las voces disconformes no tardaron en oírse, lo que no ha impedido que el flujo migratorio, aunque en menor cuantía, siga vivo. Durante el segundo trimestre de este año la cifra de peticiones de asilo ha crecido un 85%.
Querámoslo o no, la acogida de refugiados es un deber moral ineludible devenido del “derecho de asilo”al que ellos son acreedores y que Europa tiene la responsabilidad de garantizar. Entiendo que quizá son muchos, y que la presencia de algunos de ellos pudiera suponer un riesgo para nuestra convivencia, pero la realidad inhumana en la que sobreviven interpela a la solidaridad activa y a la búsqueda conjunta de soluciones. A tal fin, los ciudadanos de los países potencialmente acogedores hemos de ser conscientes de lo que está sucediendo y demandar de las autoridades decisiones políticas tendentes a mitigar el desamparo de nuestros prójimos errantes.
He aquí tres propuestas: a) una política común de cooperación; b) un aumento del presupuesto destinado a la ayuda al desarrollo; c) a largo plazo abordar las causas que motivan el éxodo: neoliberalismo económico salvaje, injusticia, desigualdad, pobreza, guerras, cambio climático… La humanización de la sociedad es la mejor respuesta posible. “Es necesario llevar paz y seguridad a los países originarios de las personas migrantes, lo cual no debiera ser excusa para cerrarles las puestas, hacerlo sería una muestra de cobardía”. (Winnie Byanyima, directora de Oxfam Internacional).
Cerrando los ojos a las deplorables circunstancias en las que viven, o malviven personas inmigrantes, muchos ciudadanos españoles experimentan su llegada como una amenaza y alzan sus voces en demanda de expulsión argumentando que su presencia conlleva menos puestos de trabajo para los locales, más delincuencia y aprovechamiento de nuestros nivel de vida, y todo a cambio de nada. La opinión que ha desatado más polémica, por su condición clerical y relevancia institucional, ha sido la expresada por el cardenal Antonio 2 Cañizares calificando de ‘invasión’ la llegada de refugiados inmigrantes irregulares. Afirmación que contradice el espíritu evangélico proclamado en algunos textos bíblicos relativos a la inmigración: “Cuando un inmigrante se establezca en vuestro país, no le oprimiréis. Será para vosotros como el nativo” (Levítico 19, 20,22). “Vuestro Dios ama al forastero a quien da cobijo (Deuteronomio 10, 18; 27, 19).”Amaos los unos a los otros como yo os he amado…” (Juan, 13,33-35). Finalmente el cardenal tuvo que desdecirse públicamente de sus palabras.
Aceptando que la inmigración es un fenómeno de gran complejidad, y que requiere encauzarlo de forma organizada, procede decir que la mayoría de los inmigrantes que vienen a Europa no constituye una invasión de bárbaros o enemigos de la cultura europea, lo que no es óbice para afirmar que algunos de los que llegan no contemplan integrarse en nuestro orden social y persisten en algunas tradiciones que son absolutamente inaceptables en nuestro ordenamiento jurídico. La principal motivación de aquellos que arriesgan su vida a fin de llegar a nuestras tierras es la posibilidad de rehacerla al amparo de los valores, derechos y seguridades que definen el vivir de las sociedades occidentales. Todos sabemos por experiencia que la diversidad de culturas y religiones de las personas migrantes conlleva un enriquecimiento mutuo, la posibilidad de paliar el problema del envejecimiento en las sociedades europeas y proporcionar mano de obra, en gran parte cualificada, de la que Europa está necesitada.
Hoy es un hecho aceptado, porque así ha sucedido a lo largo de la Historia, que todos los habitantes del planeta procedemos de una gran mezcla de pueblos y razas. En la mayoría de los casos la acogida e integración de las personas que llegan a una nueva colectividad les hace sentirse,con el paso del tiempo, miembros de la misma familia humana. El contacto plural y afable entre personas de diferente raza, condición social y cultural es fuente de enriquecimiento mutuo: idioma, costumbres, religión, estilo de vida, pensamiento…, a la vez que fomenta el respeto, la aceptación y la tolerancia. Aprovechemos, pues, el fenómeno migratorio como una oportunidad para rejuvenecer nuestra envejecida Europa desde el convencimiento de que La Tierra es la casa común de todos, tal como nos pide el Papa Francisco.