LA CULTURA DE LA INTERCULTURALIDAD

Que tiempos aquellos en los que todos pensábamos igual, creíamos las mismas cosas, vestíamos, más o menos, de la misma manera… Monótonos tiempos de uniformidad en los que ser diferente estaba tan mal visto.

Ahora, por el contrario, es la época de la variedad, de la multiculturalidad: nuestra sociedad es un maremagnum de costumbres, tradiciones, creencias, razas, estilos…

Todos diferentes estamos llamados a mezclarnos y a entendernos.

Nuestro país se ha convertido, en los últimos años, en receptor de cientos de miles de personas provenientes de muy distintos países y culturas. La mayoría huyen de la miseria con la esperanza de encontrar entre nosotros aquello que ninguna frontera puede impedir, ni a ningún ser humano se le puede negar: el derecho a la alimentación, al trabajo, a la educación, a la vivienda, a la sanidad. Vienen cargados con sus diferencias y marcados con el estigma de la pobreza, lo que les hace particularmente inquietantes, porque el diferente no es marginado tanto por sus costumbres o su raza como por el hecho de ser pobre. Este rechazo se agrava al alimentar, los que nos gobiernan, el monstruo del racismo y la xenofobia alarmando a los ciudadanos con injustificados peligros, tales como que disminuyen los puestos de trabajo y/o que aumenta la delicuencia.

Hay, también, quien considera este fenómeno de la interculturalidad, producido por las migraciones, una invasión que trae consigo la decadencia de las culturas autóctonas. ¿Habrá algo, desde el punto de vista de la justicia, que valga más que el derecho a vivir dignamente? No podemos renunciar a creer en la Utopía de la fraternidad universal. Este es el principal objetivo, y tendremos, por tanto, que saber compaginar la preservación de las propias culturas, que constituyen nuestras señas de identidad, con el inevitable mestizaje que carazteriza a las sociedades abiertas. Y, probablemente, habrá también que aprender a renunciar a determinadas concepciones de «pueblo singular», que en tantas ocasiones, como vemos a lo largo de la historia, encierran en sí mismas un peligroso complejo de superioridad.

No se puede negar que el carnet de identidad de un pueblo es su cultura: a través de ella presenta a los demás su idioma, sus manifestaciones artísticas, su historia, sus métodos de explotación de los recursos naturales, su gastronomía, su forma de divertirse… pero, desgraciadamente también se cometen múltiples aberraciones en defensa de las propias tradiciones y culturas. Quizás, habría que plantearse la convivencia de desmitificar, o relativizar, al menos, la importancia de las diversas culturas, empezando por la propia, e intentar purificarlas de todo aquello que suponga un obstáculo para la construcción de un mundo sin fronteras, donde cualquier persona puede sentirse como en casa en cualquier lugar.

Resultaría de insensatos ignorar las grandes dificultades que existen para que culturas diferentes convivan en paz y armonía, pero urge rescatar y dar protagonismo por encima de todo a las características que nos unen, a las cualidades que nos complementan, a los valores que nos enriquecen. Tenemos que lograr que todas las diferencias sean afluentes del único gran río de la dignidad de las personas, donde los derechos humanos prevalezcan sobre cualquier expresión o seña de identidad cultural.

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