Nos hicieron creer que éramos culpables y caí en una profunda depresión. Nosotros éramos los causantes de nuestra desgracia, de que mi mujer agachara la cabeza cuando se cruzaba con la vecina en el despacho de Cáritas de la parroquia, de que nuestros hijos no entendieran por qué los Reyes Magos habían pasado de largo este año. Yo había perdido, me decía mi mujer, la viveza de mi mirada, la alegría de vivir. Las relaciones con amigos se iban deteriorando y también, las relaciones familiares no pasaban por su mejor momento. Acumulé tal cantidad de sufrimiento que me veía incapaz de salir del pozo en el que me iba hundiendo día tras día.
Es difícil comunicar la angustia y desesperación que sentí. Soy (al menos, así lo creo) una persona responsable y honrada, que lucha por ser cada día más persona, por descubrir los valores que nos hacen más dignos, por no ver en el dinero la meta para alcanzar el bienestar, la paz y la felicidad del ser humano. Pero un día llegué a casa desolado, abatido, porque me habían despedido del trabajo (por aquello de la reforma laboral, que iba a mejorar la situación). Aquello fue el primer eslabón de la cadena que dio paso a otros males mayores.
Al principio creí que la situación era transitoria, que iba a volver a trabajar, aunque no fuera en mi profesión; me daba igual. Sólo quería encontrar algún trabajo, fuera el que fuese; pero los días, las semanas y los meses iban pasando y lo único con lo que me encontré fue con una carta del banco recordándome (¡como si no me acordara!) que tenía un vencimiento de la hipoteca impagado y que el tiempo corría en mi contra. Intento resolverlo hablando con “mi” banco, ese con el que siempre he trabajado (domiciliación de recibos, nómina, etc.). Pero nada: “No podemos hacer nada. O pagas o…”. Los días pasan a gran velocidad y hay que seguir intentando algo. Hablo, primero con mi mujer, después con la familia más cercana, para ver si ellos pueden ayudar, pero la situación les ha afectado también a ellos.
La angustia se va adueñando de mí. Apenas duermo y el estrés y el desasosiego se instalan en mi vida. Tengo que cubrir las primeras necesidades: comida y poco más. Los recibos de luz y agua ya hace dos meses que no podemos pagarlos, el teléfono fijo ya lo dimos de baja y el móvil (uno para los dos) lo recargamos con cinco euros, cuando podemos, por aquello de esperar la respuesta a alguno de los currículos enviados. Y claro, del pago de la hipoteca, para qué vamos a hablar. Y un día llegó esa horrible notificación: “Mañana tiene que irse de su casa.” El mundo se nos cayó encima; desapareció de un plumazo el presente y el futuro se tornó negro; era una horrible pesadilla: no podíamos creer que estuviera sucediendo. Pero era cierto y, en un momento, nos encontramos, con nuestros hijos de cinco y siete años, en la calle, a expensas de la generosidad y solidaridad de la gente; y sintiendo que nos habían arrancado brutalmente la dignidad, esa por la que tanto hemos luchado; porque eso es lo que te quitan cuando no tienes un techo, un espacio donde vivir con tu familia. Eso duele, pero más duele ver que tus hijos, que no entienden nada, te preguntan: “Papá, mamá ¿dónde vamos a dormir ahora?”.
Afortunadamente, hay personas solidarias, grupos y asociaciones, como las plataformas contra los desahucios, que te acogen, te devuelven la esperanza y te ayudan a recuperar tu dignidad y a luchar contra semejante injusticia. Estas asociaciones nos han devuelto las ganas de seguir viviendo, de seguir luchando. Es reconfortante sentir que cuando alguien te da la mano y te ayuda a levantarte, recibes un impulso y una fuerza para continuar tales, que sientes que nada ni nadie te va a parar. Y es que la unión es una de las mayores fuerzas que mueven al ser humano.
T.A.P.H. Murcia