Pepa Úbeda
Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana madre tierra,
la cual nos sustenta y gobierna,
y produce diversos frutos, matizadas flores y hierbas.
Francisco de Asís
No es nueva la dicotomía entre Tierra y ciudad, viendo en la primera un sinónimo de la Naturaleza y en la segunda una “cuna civilizadora”, como tampoco lo es la dialéctica entre los partidarios de una y otra. No es difícil encontrar importantes defensores de la primera entre santos, escritores y políticos, como por ejemplo, San Francisco de Asís, Fray Luis de León o Gandhi. Al mismo Jesús veremos manifestarse defensor de los seres vivientes creados por su Padre. Pero también ha tenido la ciudad preclaros seguidores. Sin ir más lejos, filósofos de la talla de Aristóteles, quien llegó a afirmar que la ciudad era la comunidad perfecta y que el ser humano tenía como cualidad primordial ser un animal ciudadano.
No se trata ahora de hacer disquisiciones acerca de lo positivo o negativo que hay en una u otra, como tampoco de exponer prolijamente la historia de ambas corrientes. Trataremos, sin embargo, de dejar apuntadas algunas cuestiones que nos permitan reflexionar al respecto.
Ya hemos hablado de la equiparación que hacemos entre naturaleza y planeta Tierra, sobre todo cuando nos centramos en el peligro, desde una perspectiva ecológica, que ambas padecen; peligro que conlleva un desequilibrio creciente entre seres que lo habitan, referido tanto a los animados como a los inanimados, y ámbito en el que viven. Y, como resultado, las consecuencias culturales y sociales catastróficas que ello conlleva.
Podríamos empezar preguntándonos qué hay tras esa defensa de la Tierra desde tiempos pretéritos. Las respuestas podrían ser múltiples y el inventario sería largo. Quizás nuestro imaginario centre su mirada en un pasado en el cual nuestro planeta estaría totalmente incontaminado, próximo en extremo a un paraíso perdido. Pero, ¿realmente era la Tierra una auténtica Arcadia feliz? No es eso lo que sabemos gracias a las investigaciones de los científicos… Sin embargo, a nosotros nos ha quedado la imagen idílica de una naturaleza feraz. Y es esa visión la base de la cual parten los movimientos de hoy y aquélla que tomaron las figuras ilustres del pasado de las que se ha hablado más arriba, visión cercana a la mística en ciertos aspectos, visión extendida entre todas las sociedades humanas del planeta, entre todas las culturas, en muchas religiones…
Es, pues, bandera de filósofos y místicos, ecologistas y antiglobalizadores, indigenistas, cristianos vinculados a su tierra, a su pueblo… más que a sus dirigentes, cristianos vinculados a Jesús.
Y es a través de esa defensa que buscamos la restauración, o quizás sería más correcto decir, el establecimiento de un nuevo equilibrio personal y social para la humanidad, aunque es difícil creer que alguna vez existiese.
Muchas son las manifestaciones de esa defensa de la Tierra: el abandono del asfalto por una vida que se considera más íntegra si vivida en el campo; la aparición de una mística de la Tierra, idea unitaria e integradora del universo a través de una vivencia mística y filosófica, de unión a la Tierra, gracias a una imagen sistémica y organicista del universo; la dimensión que está tomando el ecofeminismo (aunque mejor sería hablar de movimientos ecofeministas), que nació como contestación a lo que se define como “apropiación masculina de la agricultura y de la reproducción”, es decir, de la fertilidad de la tierra y de la fecundidad de la mujer, consecuencia del desarrollismo occidental de tipo patriarcal y economicista, que se ha traducido en dos efectos perniciosos –la sobreexplotación de la tierra y la mercantilización de la sexualidad femenina-; la recuperación de nuestra “animalidad”, es decir, la potenciación de nuestros sentidos como vía de entrada a una vida instintiva más sana y vital; etc.
Pero no deberíamos dejarnos engañar: la globalización, el neocapitalismo, el poder de siempre en manos de los de siempre buscan fagocitar esas corrientes para “reconvertirlas” a sus propios intereses. Los depredadores también forman parte de nuestro planeta, aunque desgraciadamente no son depredadores que aúnen esfuerzos para mantener el equilibrio ecológico… Conviene, pues, estar alerta ante las falsificaciones y los maquillajes. Nosotros, desde una dimensión solidaria y cristiana deberíamos querer desenmascarar sus intenciones.
Y al otro lado del espejo tenemos la ciudad, también defendida e idealizada desde el principio de la historia. Ya hablaron los griegos de la polis como comunidad más desarrollada y perfecta, la ciudad-estado, por su autonomía política y su autosuficiencia. Para ellos, los primeros en considerarlo, en la ciudad había lo mejor de la civilización.
Y es esa idea de ciudad la que se desarrollará en el futuro y asumirá significados diversos de acuerdo con el país, el momento, la cultura, el contexto. Podríamos, si tuviésemos tiempo, extendernos en el significado que para San Agustín tuvo la Ciudad de Dios y la Ciudad Terrenal y de la mística que empapaba ambos conceptos. Sería interesante reflexionar acerca de la vinculación que la ciudad tiene con la burguesía a partir del siglo XII en la Europa Occidental. Es desde ese período que vemos evolucionar el burgo de forma paralela a la de la clase social que lo sostiene. Cómo se convierte en ámbito nuclear de la nueva sociedad renacentista, de ideología homocéntrica; marco, pues, ideal del “hombre nuevo”. El desarrollo posterior del capitalismo potenció un modelo de ciudad que fue adaptándose a las circunstancias que esa estructura económica le imprimió, como hemos visto en las viejas metrópolis europeas o norteamericanas.
Sin embargo, dos sociedades anglosajonas como la británica y la estadounidense potenciaron también un modelo que podríamos considerar “intermedio”: pequeños núcleos poblacionales o vida en medio del campo alrededor de urbes de mayor tamaño. Pero el problema era y sigue siendo que se adaptaron al sistema y, por tanto, perdieron su carácter primitivo y supuestamente positivo. Ejemplos parecidos a esos los hemos visto extenderse por otros países europeos. Sin ir más lejos, el desarrollismo español se ha visto acompañado de la “necesidad ineludible” de una “segunda vivienda”, cuando tanta gente de otros continentes no tiene ni siquiera un único techo bajo el cual refugiarse, con el consiguiente deterioro del medio ambiente que todo ello conlleva y con otra nueva crisis económica a la que nos hemos visto, finalmente, abocados con los créditos basura como una muestra más de la situación. Así pues, la dicotomía ciudad-campo (primavera, otoño e invierno, ciudad; verano y fines de semana, campo) ha sido “felizmente” resuelta por el capitalismo, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, con las consecuencias que sobre el planeta Tierra y los más castigados ha tenido política tan irreflexiva y egoísta.
Quizás podríamos considerar como positivo el rechazo que sectores sociales conscientes de todo el mundo han hecho de este neocapitalismo que basa en el consumo desorbitado y vergonzante el principio de todo progreso. Y han surgido así movimientos ecologistas, indigenistas, antiglobalización, antipublicidad, etc. que preconizan un cambio de sistema y una crítica seria y eficaz al capitalismo que se opone a la sostenibilidad. De esta forma, han luchado contra la contaminación que provoca el uso de combustibles fósiles o el desarrollo de centrales nucleares que no pueden deshacerse de sus altamente contaminantes restos o de las elevadas cotas de emisión de CO2 o de una política hidrológica inconsecuente e irracional. En suma, representan a todos aquellos que quieren un planeta mejor ahora y en el futuro.
Y en este combate a muerte contra todo aquello que suponga vender para el futuro el presente del planeta, se han potenciado conceptos como una rehumanización de la ciudad, una perspectiva nueva para el asociacionismo como corriente ciudadana, un respeto hacia el mundo animal como factor de dignidad, un urbanismo responsable…
Hay, pues, una actitud clara y firme de lucha contra lo que destruye y de recuperación de lo que había de fructífero. Y deberíamos plantearnos que no sólo se debe tratar desde una perspectiva general, sino también de unas actitudes individuales sumadas, porque sólo desde la asunción individual de una problemática general dentro de un contexto podremos oponernos a aquello que puede conducirnos a la desaparición.
Una política irresponsable y con objetivos a corto plazo –o desgraciadamente a “plazo cero”-, propia del capitalismo salvaje que estamos viviendo, no sólo conduce a un cambio climático de resultados imprevisibles (aunque sectores científicos vinculados al gran capital pretendan “ningunearlos”) sino que pueden comportar la destrucción del planeta tal como lo conocemos y, por ende, de la raza humana y de otras muchas especies.
Cabría, finalmente, preguntarnos desde una perspectiva cristiana, cuál es nuestro papel en esta situación, qué modelo de comportamiento nos mostró Jesús y cuál era su pensamiento. Y ver también cómo actúan aquellos cristianos comprometidos sinceramente con la recuperación de la dignidad de la Tierra.