Jesús Bonet Navarro
Es muy tentadora la oferta de superar el estado actual de humanidad y llegar a ser casi dioses. Las tecnociencias, de la mano de la inteligencia artificial, parecen ofrecer el paraíso definitivo que el ser humano busca. Las empresas que manejan los macrodatos tienen mucho interés económico en esa aparente nueva humanidad. Entre tanto, el riesgo de deshumanización y de exclusión de los no privilegiados es cada vez mayor.
Posthumanos: un horizonte tentador
“¿Avanzaría tanto la tecnología que sería superflua la especie humana?”, se preguntaba hace años Ernesto Cardenal en su Cántico cósmico (Cantiga 19). El ser humano siempre ha tenido la ilusión de ser dios, de comer todo el fruto del árbol de la vida y del árbol de la ciencia; el mito bíblico del Génesis no se ha desvanecido nunca.
El hambre de infinito, la inconformidad con la finitud, es un motor de búsqueda. En el horizonte parece estar la superación del dolor y la enfermedad, la prolongación indefinida de la vida, la supresión del trabajo con esfuerzo, la inmediatez del conocimiento y de la comunicación, y -con mucha imaginación- la eliminación de la pobreza: esa es la oferta de transhumanismo y luego de posthumanismo que hacen las empresas californianas de Silicon Valley. Una oferta tentadora y legítima, si sólo fuera eso, si fuera verdad y si fuera una oferta real para todos.
Otro concepto de humanidad
Ordenadores superinteligentes y ultrarrápidos, nanorrobots, aparatos biónicos, ingenios genéticos y conversión del ser humano en un cíborg (organismo híbrido de humano y máquina) serían la solución para todo. La evolución ya no es sólo un proceso natural; el ser humano puede forzarla, acelerarla y dirigirla a sus propios fines (¿a los de quién?).
Podemos modificar genes, cerebros y órganos, “mejorar la humanidad” (evolucionar hacia posthumanidad) e interpretar la realidad (también la humana) como una red de algoritmos bioquímicos y electrónicos. El desarrollo tecnológico formaría parte de esa humanidad convertida en divina; los humanos sin ese plus de “mejora” serían (serán) inútiles o irrelevantes. La felicidad bioquímica sería el cielo prometido.
Vivir sin trabajar mecánicamente, alejar la muerte del panorama inmediato, contar con soluciones médicas para prevenir o curar casi todo, ampliar conocimientos con poco esfuerzo y al instante, modificar a la carta todos los aspectos de la evolución humana,… no está mal, ¿verdad? Pero, ¿es eso lo que nos haría más humanos, lo que daría más sentido a la vida?
Los riesgos de un mito
Partiendo de que el desarrollo tecnocientífico es, en principio, deseable porque ayuda a resolver problemas y a mejorar la calidad de vida de los humanos -sería necia y fundamentalista una actitud de rechazo frontal-, no podemos cerrar los ojos ante algunos riesgos de la propuesta transhumanista o posthumanista.
Antes nos imaginábamos a Dios como un ser que sabía todo y podía todo, y nos confiábamos a Él; parece que seguimos necesitando un dios, aunque ahora sus atributos se los pongamos a la ciencia y la técnica, que dicen garantizar el saber y el poder, exigiendo nuestra confianza
Pero no hay que olvidar que la manipulación de nuestra mente por la biotecnología y la infotecnología puede terminar con la autonomía mental humana de modo irreversible. Los algoritmos -esas series programadas de unos y ceros- pueden convertirse en dueños de nuestras decisiones. Los propietarios de esa gran riqueza que son los datos están constituyendo una oligarquía tecnocientífica de poder casi absoluto en la que no falta la corrupción. Parece que poseer los medios para conseguirlo justifica cualquier fin, olvidando que precisamente son esos medios los que pueden eliminar el fin, o sea, la existencia futura de los seres humanos y también su esencia, lo que nos hace humanos.
Por otra parte, quienes no tengan acceso suficiente a los medios tecnológicos formarán una casta biotecnológica inferior de la que, tal vez, las minorías privilegiadas posthumanas se verán en la necesidad de defenderse. Respecto a la naturaleza -convertida en objeto de explotación salvaje-, la era del ser humano tecnológico puede acabar con la diversidad primero y con la vida después, incluida la propia.
Vivir el presente humano
Defendemos la necesidad del progreso humano, pero dándonos cuenta de que “la promesa (transhumanista, tal como es presentada) se convierte en una patraña, o lo que es peor, en una ideología, muy útil para atraer la inversión de las macroempresas, pero un engaño para el común de las gentes” (A. Cortina, Ética cosmopolita).
Echarse en brazos de todo lo que ofrece la tecnociencia puede contribuir a sustituir la dignidad y la identidad personal por sistemas impersonales de conducta previamente programados. La evolución revertida es posible: de humanos a transhumanos y luego… a infrahumanos, a no humanos.
La muerte, aunque ilusoriamente pretendamos dominarla, siempre nos dominará (el coronavirus está siendo una sonrisa irónica de la muerte). Además, un mundo lleno de viejos cíborgs, con su vida ilimitada, tendría dificultades para admitir nuevas vidas.
Desarrollo, sí, pero humanizador y para todos. De nuevo A. Cortina: “Eliminar la pobreza y la injusticia en todo el mundo es más importante que construir aparatos perfectos para unos pocos” (Art. Ética de la inteligencia artificial desde Europa).
El presente humano ha de hacernos pensar que “por cada dólar y cada minuto que invertimos en mejorar la inteligencia artificial sería sensato invertir un dólar y un minuto en promover la conciencia humana” (Y. N. Harari, 21 lecciones para el siglo XXI). ¡Ojalá!