Reflexión: Democratizar la Cultura, Una Urgencia Política.

Democratizar la Cultura, Una Urgencia Política.

Jesús Bonet Navarro.

Hermenéutica de la sospecha.

Marx, Nietzsche y Freud son llamados “maestros de la sospecha”. En sus respectivos campos, utilizaron la sospecha como instrumento de interpretación (hermenéutica) de las claves culturales de la sociedad de su tiempo; y así destaparon muchas cosas que no se veían o no se querían ver.

Aunque no es la única herramienta de análisis, la hermenéutica de la sospecha es imprescindible en una sociedad libre y democrática. Ante la rigidez de muchas pautas sociales y morales, ciertas visiones escleróticas de lo religioso y bastantes modos cínicos de entender lo político y lo económico, no queda más remedio que ejercer sistemáticamente esa sospecha, porque lo rígido, lo fijista y lo dogmático son siempre sospechosos. ¿Qué hay detrás de lo que nos cuentan?

Llevamos años criticando que se esté tratando de imponer un pensamiento globalizado y único en el que no cabe más horizonte que el de pensar y hacer todos lo mismo. Pero la sospecha nos lleva a descubrir algo más peligroso: el pensamiento ocupado. Tratan de ocuparnos el pensamiento, de no dejarnos oxígeno mental para pensar. Y el pensamiento nos lo ocupan con cuentos (económicos, políticos, religiosos…).

Un pensamiento ocupado nunca será libre ni liberador, ni pluralista, ni democrático. Por eso, hemos de trabajar por una cultura de la dignidad del pensamiento, una cultura libre de pensamientos ocupados. Y para ello, lo primero que hay que desarrollar es la cultura del enseñar a pensar. No sólo saber, sino pensar. Pero si enseñamos a no dejar que nos ocupen el pensamiento, somos peligrosos para el sistema que tenemos, y éste se defiende restringiendo o dificultando el acceso de mucha gente a un nivel cultural digno, como estamos viendo hoy casi en cualquier sociedad y, desde luego, de modo descarado, en la nuestra.

La cultura del pensamiento ocupado es una cultura de ganadores y perdedores, de culpa y miedo, de fomento del deseo de cosas innecesarias y de incapacidad de aplazamiento del placer, de conexión entre las personas aunque no haya verdadera comunicación entre ellas, de adaptación forzada de las conductas personales a lo que la sociedad (o las multinacionales) propone, de supresión de síntomas psíquicos molestos sin ir a su causa, de búsqueda de la utilidad de las cosas y las personas en lugar de búsqueda de su significado para nosotros, y de psicologización de la responsabilidad ética para que no haya culpas sino errores. ¿Cómo no sospechar de que nos dificulten gestionar nuestro propio pensamiento?

Sin desarrollo cultural no hay democracia

Es muy difícil ser libre sin cultura de lucha. Y es difícil adquirir una cultura de lucha donde, directamente, se recorta el derecho a la cultura en general. La mayor parte de las cadenas españolas de televisión, por ejemplo, se mueven en un arco que va de la rentabilidad económica a la rentabilidad política; la honrada información, los espacios culturales, el estímulo del pensar y del razonar hay que buscarlos, salvo pocas excepciones, en otros sitios. En la misma línea de incultura y de estimulación del borreguismo están moviéndose las decisiones políticas de nuestros gobernantes actuales. Consecuencia: sociedad ignorante e inculta, y, por consiguiente, sociedad controlada, resignada y… esclava. No nos engañemos: a la larga, sociedad violenta.

Si una buena educación no llega a todos y la cultura libre no es un derecho de todos, la igualdad de oportunidades es una quimera y la democracia es un fantasma. Por eso, democratizar la cultura es una urgencia política, porque la cultura es camino para el conocimiento, para la dignidad y para la igualdad; sin ella no hay democracia participativa real, aunque la haya nominal. Cuando se recortan los recursos para becas, se suben los impuestos sobre los libros o sobre el cine, el teatro o la música, se disparan los costes de las matrículas universitarias, se obliga a realizar másteres cada día más caros para conseguir una titulación que antes se obtenía simplemente cursando los estudios iguales para todos, se suprime la educación para la ciudadanía, se sofoca la libertad de expresión y se deja casi toda la formación intelectual de las personas en manos privadas,… se está atentando consciente y culpablemente contra la democracia.

Además, el fomento –por acción o por omisión- de la ignorancia lleva a la pobreza, a la sumisión y a fundamentalismos de cualquier tipo. Una gran parte de la violencia social general y de la violencia sectaria está basada en la falta de cultura: sin información adecuada, sin disposición al análisis, sin reconocimiento de la importancia de la diversidad, sin apertura a aprender de otros, sin saber valorar lo diferente, no es posible una convivencia en paz ni una sociedad democrática. Si queremos una sociedad sin violencia, sin sustos, sin miedo y sin espíritu de revancha, la solución no es más represión, más cárceles o más vigilancia policial; la solución es una cultura digna para todos. Con ello no se erradicará toda la violencia del planeta, pero es muy presumible que disminuya notablemente.

La regeneración política comienza por la regeneración cultural; y ésta tiene mucho que ver con la regeneración ética, con la ética de la credibilidad. Estamos hartos de “contabilidades B”, “fiscalidad B”, “justicia B” y –lo que es peor- “ética B”. Mientras no nos rebelemos contra las “éticas B”, “culturas B”, “educaciones B”, olvidémonos de una “democracia A”.

Cultura laica y dinamismo social

En estos momentos una cultura laica es un signo de madurez social. El mestizaje de ideas, creencias, costumbres, formas de vida y colores de piel no puede soportar estructuras culturales monolíticas. Una sociedad cada vez más mestiza, favorecida por los desplazamientos geográficos libres o forzosos y por la rapidez de difusión de la información y el pensamiento, es una sociedad más dinámica y, necesariamente, más plural. La laicidad es el recipiente en el que cabe toda esa variedad y en el que no se excluye nada más que la violencia y la mentira, ante las que no cabe tolerancia alguna.

Laicidad es un concepto incluyente de los distintos aspectos de la diversidad. No hay que confundirla con un laicismo arrogante y excluyente de la presencia de lo religioso, porque ese laicismo es otra forma de dogmatismo y fundamentalismo. La progresiva secularización no es un enemigo a combatir por las personas creyentes, sino un facilitador del desarrollo de la identidad creyente, una vez despojada ésta del insípido arropamiento social en el que faltaban frecuentemente las opciones personales. Nadie puede atribuirse la posesión de la verdad y menos aún la exclusión de quien la busca por otro camino. Como escribí hace tiempo, “la Gran Realidad, el Gran Misterio de la Vida –o como deseemos llamarlo-, nos abraza a todos, aunque no lo busquemos, pero nadie tiene los brazos suficientemente largos para abrazarlo a Él”.

Pero laicidad no es lo mismo que vacío espiritual; no es algo pasivo en lo que todo cabe porque nada me interesa. Es simplemente –y no es poco- un clima para la libertad y el pluralismo, aunque no un principio absoluto al que hayan de estar sometidos todos los demás principios, ideas o creencias, porque sería otro modo de fundamentalismo. La laicidad inteligente tiene que ser el recipiente en el que se favorezcan la interculturalidad y el pluralismo ideológico o religioso. Un recipiente es un continente en el que se interrelaciona todo, no puede ser una parte del contenido en confrontación con otros contenidos. La laicidad tampoco puede identificarse con una indiferencia respecto a los valores que han de favorecer la convivencia ciudadana ni a un dejar hacer; es un estímulo para el encuentro y para la apertura al otro.

En una cultura como la nuestra, tan marcada por el inmovilismo y la falta de autoexamen y autocrítica -también en el ámbito religioso-, nos conviene entender cuanto antes que el dinamismo social que es característico de una cultura laica ha de llevarnos a respetar y fomentar la libertad de conciencia, a separar las actividades religiosas de las estructuras estatales, a aceptar la igualdad jurídica de las diferentes confesiones religiosas, a eliminar privilegios basados en credos religiosos, a no incluir en los currículos académicos la educación en la fe, a esforzarnos por continuar elaborando una ética laica común basada en valores convergentes y a facilitar el diálogo entre todos. Todavía estamos lejos de poner en marcha esta otra urgencia política desde el ámbito cultural.

Los cristianos en el cruce de caminos cultural

Estamos en una época nueva. Las religiones han influido –y mucho- en las culturas, pero las culturas también han influido en las religiones. Nosotros no hemos nacido en el pluralismo, sino en un paradigma social estático y, aparentemente, bien definido. Cuesta cambiar, reconocer otros modos de entender la realidad en general y la vida en particular.

Sin embargo, la comprensión profunda del evangelio no lleva a cerrarse sino a abrirse. El cristiano debería ser el primero en mentalizarse de que una cultura (una sociedad) plural laica y autónoma en lo religioso no sólo no perjudica su identidad sino que la favorece. Es precisamente ésa una de las garantías contra las teocracias, los nacionalcatolicismos, nacionalislamismos, nacionaljudaísmos, nacionalhinduísmos y otros ismos que impiden que las personas encuentren por distintos caminos el sentido de sus vidas. Para “dar culto al Padre (o para encontrar el sentido profundo de la vida, añado yo) no hay que subir a este monte o ir a Jerusalén. […] Ha llegado ya el momento en que quienes rinden culto al Padre (quienes buscan sinceramente, sigo añadiendo) se lo rindan en espíritu y en verdad” (Jn 4,21.23).

La ética que cada uno practica manifiesta lo que cada uno cree. Al Misterio se le puede llamar con muchos nombres, pero lo que cada uno ponemos como primer principio de nuestra ética eso es lo que indica el nombre con el que cada uno llama a Dios. Y para Jesús de Nazaret, la Justicia con los que lo pasan peor es el primer principio de la ética, el primer nombre de Dios y la base de toda ética y de toda cultura. Esa lucha por la dignidad y la igualdad, comenzando por la cultura, es la urgencia política más inmediata.

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