Paso de la Covid-19 por las residencias de mayores de Madrid
Evaristo Villar
Bien miradas las cosas, la tragedia que ha dejado el paso de la Covid-19 por las residencias de ancianos y ancianas de Madrid no es solo fruto de la aberrante decisión política tomada por unas personas insensibles e irresponsables; es, además, la consecuencia lógica de unas instituciones filosófica e instrumentalmente orientadas a la consecución de otros intereses distintos de la atención y el cuidado que necesitan nuestros mayores.
Entre el dolor y la indignación
Así es el impacto que me está dejando la noticia que se recoge en estos días en los medios de comunicación: “miles de ancianos han muerto sin ayuda médica en la Comunidad de Madrid”. De “Indignidad” se califica en los medios esta descabellada decisión de las autoridades autonómicas. Pero se quedan cortos. ¿No nos recuerda este bárbaro gesto otros holocaustos de cuyo nombre no queremos ni acordarnos? ¿No hay también aquí un genocidio inconsciente, aunque se quiera disimular por el atolondramiento bajo el pico de la pandemia?
Bien miradas las cosas, la magnitud de este hecho, inhumano y degradante, no se agota en las personas que, en su momento, tomaron tan aberrante decisión. Afecta directamente a las instituciones.
Una demostración del principio de incompetencia
“De poco sirve llorar sobre la leche derramada”, asegura el refrán; de nada sirve lamentarnos cuando el daño ya está hecho. Este luctuoso suceso, fruto de la errática política de la Comunidad de Madrid, ha venido a demostrar, una vez más, la veracidad del “principio de incompetencia” de Laurence J. Peter. Incompetencia que, unida a la arrogancia, ha entrado ya en el campo del ridículo. Si los dioses, como se piensa, suelen castigar a los pueblos rebeldes poniéndoles gobernantes venales, faltos de talento y desalmados, tendremos que preguntarnos muy seriamente por la magnitud de la rebeldía que hemos cometido en Madrid para merecer semejante castigo.
Las instituciones, esas entidades que, en realidad, no existen
No obstante, hemos de reconocer que, por encima de la incompetencia e indignidad de las personas, existen instancias sin cuyo auxilio actos denigrantes como estos serían imposibles. Me refiero a lasinstituciones. Esas entidades son tan moldeables que, en manos de personas incompetentes e irresponsables, se revisten de un incalculable poder destructor.
Mucha gente, consciente del desequilibrio mundial que estamos atravesando, se pone nerviosa cuando piensa que la posibilidad de una catástrofe nuclear está en manos de gentes tan arrogantes y caprichosas como Trump. Una locura más de su parte y entraríamos en lo irreparable. No, aquí no vamos a llegar tan lejos. Por estos lares todo suele ocurrir a escala más mediocre. Pero uno se siente dolido e indignado cuando percibe que las instituciones públicas, creadas por la ciudadanía para su defensa y bienestar, son convertidas por manos incipientes e insensibles en fuentes de sufrimiento y de muerte. ¡Decretos inhumanos que matan vidas! ¡Dirigentes deshonestos que niegan la existencia de sus propios actos!
Esta amnesia… una crueldad para las víctimas
En realidad, los tiempos no pasan en balde, y el mito del “eterno retorno” parece alejarse cada día en esta nueva era que estamos inaugurando. Pero la similitud de estos gestos con la “limpieza de sangre” de otros tiempos —o el orgullo arquetípico de “los tres dedos de enjundia de cristiano viejo” de Sancho frente a los conversos de su tiempo— siguen dando mucho que pensar.
Porque, más al fondo, una decisión política como esta, mirada desde las víctimas, supone un cruel agravio para con unas personas que lo han dado todo para rescatar del oprobio y la miseria a un país terriblemente humillado y empobrecido. Supone, además, una imperdonable amnesia para con una generación que creció sin seguridades ni derechos, inventando un mundo otro casi sin deberes. Y todo esto, bajo la omnipotente mirada del “big brother” de turno, siempre dispuesto a congelar sin miramientos la sonrisa de sus mejores sueños. No es justo ni honrado despedir así, entre el silencioso y la amnesia, a una generación como esta.
Estos, ¿no son hombres?
Ante la rodilla prepotente sobre el cuello de una persona, ante el almacén de ataúdes en el Palacio de Hielo o las filas de hambre en torno a los bancos de alimentos, es difícil evitar la reacción de Fray Antonio de Montesinos, testigo del maltrato de los indios: “Estos, ¿no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos?”
Este sermón de Montesinos —pronunciado en La Española en diciembre de 1511 ante el almirante Diego Colón y en presencia de Fray Bartolomé de las Casas— es un buen paradigma de la reacción que provocan decisiones institucionales que humillan al ser humano. Mantener la esclavitud como soporte de la economía, entonces y ahora, reprime esa parte de la persona que constituye su dignidad y libertad. Lo expresa con fuerza esta imagen poética de Joxean Artze, cantada por Mikel Laboa: “Si le hubiera cortado las alas/ habría sido mío, / no se me habría escapado… /Pero así, / habría dejado de ser pájaro. / Y yo…/yo lo que amaba era el pájaro”.
Desde el siglo V ya lo dejó establecido el filósofo Protágoras: “El hombre —hoy diríamos, el ser humano— es la medida de todas las cosas”. Es el ser humano lo que determina y da sentido, no solo la existencia de todo lo demás, sino fundamentalmente la bondad o maldad de nuestros actos, a lo correcto o equivocado de los mismos. También en la dialéctica salud o economía, que ha estado en la base de esta tragedia, es la salud la medida de nuestros buenos actos. Porque es la salud la que nos mantiene en la vida. Sin salud y sin vida… de poco o nada sirve ya la economía…
Epílogo para algunas/os que van a misa
“Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se desvirtúa… ya no sirve más que para tirarla a la calle y que la pise la gente” (Mt 5, 13).