Pedro Urquijo Arregui
Las guerras están en la base de un género literario, la épica, erigido en torno a la figura de un héroe y convertido en epopeya cuando aglutina a un protagonista colectivo alrededor de un ideal de heroísmo nacional. La principal insignia del héroe siempre ha sido su disposición a morir en pro de algo más valioso que su propia vida. Por tanto, el gesto que mejor caracteriza la épica es el sacrificio.
En los últimos siete meses han sido muchas las ocasiones de ensalzar el heroísmo. No obstante, ya no se trataba de una liza donde la supervivencia de uno dependía de la muerte del otro. Por el contrario, ponían su vida en juego para salvar la vida de otros, sin el requisito de matar a nadie, salvo que pensemos que el SARS-CoV-2 es alguien, pero no lo es; tengo entendido que ni siquiera es un organismo unicelular, de modo que se estarían enfrentando, más bien, a un algo a mitad de camino entre el ser y la nada. Así que, privado de un antagonista al uso, ¿cuáles serían, entonces, las opciones que se le presentan para seguir siéndolo a este héroe colectivo al que llamaremos “nosotros, el pueblo”? Para dar respuesta a este desafío, es preciso redefinir el paradigma del sacrificio, pues, los tiempos, definitivamente, han cambiado.
La cultura de la paz
Una de las novedades más importantes observadas en el mundo contemporáneo es el rechazo de la guerra entendida como misión gloriosa al servicio de la patria. Se podrá objetar, claro está, que no ha dejado de haber guerras. Sin embargo, nunca, como ahora, han necesitado los gobernantes tanta escenografía para justificar una declaración de guerra. La cultura de la paz no deja de extenderse por todos los rincones de la tierra y está calando en la conciencia de la humanidad.
Concordia proporción igual de justicia y verdad
Al hacer un balance de ese proceso conducente a la paz, vemos que el incuestionable valor de la concordia solo se sustenta con una igual proporción de justicia, una virtud inseparable de la verdad. Veamos, un caso donde se ve la estrecha relación entre la verdad y el heroísmo. Aristóteles construyó el famoso silogismo “todo hombre es mortal, Sócrates es hombre, Sócrates es mortal” como ejemplo de verdad tautológica. El mundo contemporáneo ha decidido, convertir en tabú la premisa mayor. Lo que queda es un silogismo despedazado, sin base de cimentación: Sócrates es mortal porque es hombre. Puede parecer un entimema, sin más, y lo sería si no supiéramos que, en realidad, es una falacia. Invirtiendo los términos, se ajusta más a la verdad: Sócrates es hombre porque es mortal. Este héroe ateniense del siglo V a. C, alcanza su plenitud como ser humano cuando, en vez de salvar su vida, como Galileo, la sacrifica en aras de la justicia y la verdad. Vamos a decirlo mejor: Sócrates es todo un hombre porque no le da la espalda a la muerte.
Marcos 8,35, Borges y Homero
Vivimos momentos de zozobra. Si tuviera que proponer un alivio para nuestra angustia colectiva, lo encontraría en el Evangelio: “Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará”. No se puede decirlo más claro. Y es que también la Biblia tiene mucho de relato épico, si hacemos caso a Borges. En su cuento El evangelio según Marcos (en El informe Brodie, 1970) pone en la mente de su protagonista la siguiente reflexión: “los hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota”.
Sorprende que a la Odisea no contrapusiera la Ilíada; le habría quedado impecable reunir en Homero la fundación de los dos impulsos literarios: la lírica, volcada hacia el recóndito origen del yo, y la épica, proyectada en la lucha con el mundo exterior, como si fueran las dos fases de una única función respiratoria. Sin embargo, prefiere reconocerle el rango de canon de la épica a la crucifixión de Cristo, en la medida en que la visión del Gólgota ofrece la imagen paradigmática del sacrificio.
Recordando a Jorge Manrique
Tenemos la impresión de que el escritor argentino, desde su edípica lucidez, supo ver que la épica de la guerra estaba abocada a ser sustituida por una épica de la paz.
En nuestra manera de afrontar esta pandemia del COVID-19, tengo la impresión de que actuamos como si no oyéramos resonar en nuestra mente lo que nos recordaban las coplas manriqueñas: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir”. La escena que representamos, en cambio, es la de un río cuyo caudal que se ve precipitado a una terrible catarata bajo la cual las aguas caen a un abismo insondable.
Y, en esa pesadilla, nosotros (we, the people) no somos el río, sino la aterrorizada tripulación de un bajel sin timón esforzándose en remar en contra de la corriente. Sin embargo, no es así y Jorge Manrique tenía razón. Aunque el mundo ha cambiado mucho desde las Coplas por la muerte de su padre, hay cosas que no cambian ni en quinientos años, ni en quinientos mil, ya no digamos en la vida eterna.
1 comentario
Enhorabuena, una reflexión lucida y muy acertada, gracias.