José Mª Fernández
El éxito de la novela Patria, de Fernando Aramburu, nos lleva a reflexionar sobre el fenómeno del mal.
Entendemos que el primer objetivo del novelista es despertar la solidaridad con las víctimas. Las víctimas de actos violentos sufren la agresión, pero también el estigma social. La gente no quiere ser vulnerable. Por eso se estigmatiza; para convertir a la víctima en alguien que no soy yo. Solidarizarse con la víctima es fundamental, pero no es sencillo.
Empatizar con el dolor de la otra persona implica soportar parte de esa carga, nos obliga a actuar para evitar nuevas tragedias y tratar de mitigar las consecuencias del pasado. Aunque la compasión sea innata en el ser humano, también lo es la huida instintiva del dolor, y ese rechazo nos lleva a relativizar las agresiones o justificarlas para seguir con nuestras vidas.
Empatizar vs. Idealizar
Según cómo enfoquemos la solidaridad con la víctima podemos estar sirviendo a lo contrario de lo que pretendíamos. El recurso más utilizado es idealizarla. Sacamos a relucir sus virtudes, y la convertimos en una persona ideal. Una persona especial por la que sin duda hubiéramos sentido simpatía. Alguien por quien nuestra admiración no nos permita darle la espalda, inclinando así la balanza del miedo a favor del amor. Cómo técnica de superación es efectiva, solo hay un problema, que no es cierto.
Las víctimas no son seres especiales. La identificación con la víctima debe pasar por entender que es una persona normal como yo. Si dibujo una víctima idealizada, maravillosa, estoy alejándome de la realidad.
Las víctimas, como los colectivos oprimidos, son personas normales.
Cuando ETA mataba, existía una tendencia enfermiza en los medios de comunicación a ensalzar la figura y personalidad de la persona asesinada. Tendencia en la que cae también Aramburu.
¿Qué pasa cuando salimos de la burbuja de la fantasía y conocemos a víctimas reales? Cuando el mecanismo de la idealización deja de funcionar, rápidamente vuelve a instalarse la desaprensión. Quizá con la salvedad de que el proceso nos ha vuelto más exigentes y esperamos de las víctimas que tengan un comportamiento del que nosotras mismas no somos capaces de hacer alarde en la vida cotidiana, menos aún podríamos tras una situación traumática, estresante e injusta.
Aceptar nuestras limitaciones
Las víctimas no tienen por qué ser las personas perfectas y maravillosas que describe Aramburu. Nadie cumple con ese papel de santidad perfecta.
Condicionar la solidaridad a cumplir roles ideales e imposibles acaba a la larga reforzando prejuicios. La solución es aprender a afrontar nuestros propios problemas con valentía y serenidad, para luego aplicar el mismo aprendizaje a los problemas que parecen afectar únicamente a los otros. Aceptar con humildad nuestras limitaciones para no exigir a los demás cosas imposibles, y defender nuestra integridad comprendiendo que quienes nos rodean merecen el mismo respeto.
El segundo objetivo del escritor es entender la brutal estupidez de la violencia terrorista, que solo causa dolor y no sirve para nada. Estamos de acuerdo, si ETA se hubiera disuelto 30 años antes, habría ahorrado muchísimo sufrimiento. Pero, de la misma forma que no cabe la idealización de la víctima, no podemos demonizar al asesino para alejarlo de la normalidad de nuestra sociedad.
Nos gustaría creer que los asesinos son enfermos. No queremos pensar que podemos hacer cosas horribles. Siempre lo malo lo hacen los otros.
Guapos y feos. Buenos y malos
Pero si queremos evitar la violencia, si queremos realmente la paz, tenemos que identificar aquellos aspectos sociales, aquellos “relatos” que hacen que personas normales cometan atrocidades.
Por eso, se tiende a hablar de “los alemanes” en lugar del nazismo. Pero no es cierto, en casi cualquier marco ideológico y moral, es posible pervertir las creencias de la sociedad para que personas “normales”, maten sin remordimientos dentro de los esquemas del totalitarismo al que siguen.
Es un error lo que hace Aramburu de dibujar un terrorista tan repelente. Es como el cine malo, donde los buenos son guapos y los malos feos.
Tú podrías haber sido el terrorista si las condiciones sociales hubieran sido propicias para ello. La gente extraordinaria es la que es capaz de oponerse a la corriente. La gente ordinaria nos dejamos llevar por ella.
La importancia del relato
Por eso es fundamental tener claro qué relatos sociales llevan a la violencia y atajarlos.
Los que pegan a sus parejas, los que la matan, no están locos, “son hijos sanos del patriarcado”. Por eso es imprescindible mantener una postura colectiva de intransigencia frente a su violencia, porque es una violencia social que debe ser parada también desde la sociedad.
La lucha de “Gesto por la paz” fue fundamental para parar el terrorismo. Como también lo fue el reconocimiento público de las víctimas. Ni siquiera los regímenes más sanguinarios son capaces de sobrevivir a la destrucción de su relato.
Por eso creemos necesario pensar en lo que está pasando en nuestra sociedad desde la perspectiva en que Hahna Arendt analizó el nazismo. La teoría de la banalidad del mal.
Aprendamos la lección
Olvidémonos de que los malos sean los feos. Los malos, cuando existe una cultura que lo fomenta, son nuestra familia o nuestras amistades. El nazismo no se construyó sobre personas especialmente retorcidas o con enfermedad mental, se construyó sobre una sociedad que al principio toleró la anormalidad y que acabó asumiéndola como normativa, de forma que solo la gente muy valiente se atrevía a disentir.
El aprendizaje común que nos aportan las distintas luchas contra la violencia es que las ideas matan. El sistema de creencias puede convertir a un hombre normal en un asesino o un violador. No es solo problema de la mano que empuña el arma sino de la teoría que incita y legitima esa agresión. La negación de la violencia machista es el mejor exponente de este mecanismo. La historia puede repetirse si no aprendemos la lección.