JESÚS BONET
TENÍA poco más de veinte años y estudiaba teología en una de las universidades de Roma. Como casi toda la gente de aquella época, había sido educado de niño y de adolescente en una tradición religiosa familiar y ambiental conservadora, y ésta era la única que yo conocía. Todo en ella parecía seguro, definitivo, absoluto; los interrogantes y las dudas estaban excluidos. Pero recuerdo que la noche del mismo día de la inauguración del Concilio, el 11 de octubre de 1962, tras unas palabras de Juan XXIII desde la ventana de su habitación, a la luz de miles de antorchas que llenaban la plaza de San Pedro, algo me hizo entender que en la noche de la seguridad iba a encenderse una luz de preguntas encadenadas.
Luego pude asistir a todas las sesiones conciliares de carácter público, además de a algunas de las reservadas sólo a los obispos; nos arreglábamos entonces algunos aprendices de teología para colarnos en el aula conciliar al lado de un obispo o de un cardenal como supuestos ayudantes suyos. Además de eso, procurábamos asistir por las tardes a conferencias y encuentros con los teólogos más abiertos del momento. Todo eso me hizo vivir una experiencia que marcó definitivamente mi vivencia de la fe.
Ante todo, el Concilio me llenó de interrogantes, y esa fue para mí una de las mejores sensaciones: muchas de las ideas, de las normas y de las prácticas que tenía yo como absolutas comenzaron a presentárseme como relativas; me di cuenta en aquellos debates conciliares de que casi nada es absoluto, de que es sano plantearse dudas y de que no pasa nada si utilizamos nuestra razón para pensar y no para someternos.
Y con aquel aire fresco entraron en mi vida los indicadores de lo que luego han sido mi búsqueda y mi reflexión teológicas: la apertura a la verdad que hay en otras religiones y culturas, el descubrimiento de la Iglesia como pueblo de Dios y el de la colegialidad frente al autoritarismo monárquico papal, la necesidad de una moral comprometida y sin patológicos sentimientos de culpa, la vida comunitaria frente al individualismo, la libertad de expresión frente a la represión, la opción por los que no tienen voz, el derecho a dudar y a disentir frente al dogmatismo, la actitud abierta y humilde ante la ciencia, la igualdad de los creyentes, la concepción de cualquier ministerio como servicio en lugar de como poder, la esperanza y la libertad frente al miedo al cambio, y muchas cosas más.
De la mano de lo anterior, vinieron más tarde otros temas: la democracia y los derechos humanos en la Iglesia, la igualdad real de la mujer y el varón, el valor positivo de la sexualidad, el celibato opcional, la urgencia del compromiso político, la virtud de la desobediencia, la desoccidentalización de la Iglesia y, especialmente, otro modo de entender cómo Dios está presente en Jesús y en el ser humano, y cómo está muy lejos de las formas, de las leyes y de los ritos cuando éstos son lo primero y la vida del ser humano lo segundo. Cuando Pablo VI, el 8 de diciembre de 1965, clausuró el Concilio en una sesión pública a la que también asistí, el viento fresco del Espíritu ya había cambiado mi mente y mi vida: había aprendido lo que era la fidelidad rebelde, que está presente en mí más que nunca ahora que la Iglesia institución ha dado tantos pasos hacia atrás respecto al Concilio.