Es difícil ser optimista cuando uno se detiene a imaginar el futuro de nuestro planeta. Son muchos siglos de explotación incontrolada de los recursos naturales, muchos años emitiendo contaminantes a la atmósfera, que destruyen la capa de ozono y vertiendo productos tóxicos que envenenan las aguas de los ríos y los mares, muchas especies animales y vegetales extinguidas, muchos bosques talados y calcinados. Mucho es el daño ya hecho y, lo que es peor aún, no existe un plan tajante y consensuado por los Estados para intentar poner freno a este “genocidio”.
Tenemos, la especie humana, una gran capacidad adaptativa que permite que nos vayamos acomodando a los importantes cambios que están sucediendo como consecuencia del deterioro ecológico, entre otras razones, porque la ciencia y la técnica van supliendo las carencias derivadas de tan gigantesco expolio y porque los beneficios que obtenemos de la exprimición del planeta nos resuelven, a corto plazo y con creces, las necesidades inmediatas de nuestras consumidoras vidas.
Todos los expertos advierten de que este ritmo de explotación y de contaminación es, de por sí, insostenible, pero ¿qué pasará cuando, además, se sumen a este desaforado consumismo los habitantes de los países del tercer mundo que, por el momento, se resignan a observar, con justa envidia, el interminable festín que nos estamos dando los del norte a costa, por otro lado, de robarles sus recursos, una vez que estamos agotando los nuestros?
Estamos acabando con la Tierra, y parece importarnos muy poco.
Los que gobiernan el mundo no tienen voluntad de frenar esta masacre, pues obligaría a un cambio radical en el sistema de producción, bien cimentado, hoy por hoy, en el programa económico del neoliberalismo capitalista. Y los gobernados nos escudamos en la poca voluntad política que aquéllos aportan para atajar tan progresivo deterioro, pero no estamos dispuestos a renunciar a este régimen de bienestar sustentado en la sobreexplotación de nuestro planeta. Como mucho, algunos, cargados de buena voluntad, aplican pequeñas medidas domésticas, que no gravan excesivamente la «calidad» de nuestro estilo de vida y que no parece que vayan a aportar soluciones sustanciales a un problema tan enorme y global.
El panorama es poco halagüeño, no debemos engañarnos. No podemos confiar ciegamente en que estaremos a tiempo de atajar la situación cuando sea realmente crítica, porque, entonces, será demasiado tarde. Ni, mucho menos, desentendernos de tan oscuros presagios pensando, egoístamente, que, aún llegando a acontecer, no nos afectarían a nosotros, sino a las generaciones venideras.
En este número de UTOPÍA encontraremos reflexiones y propuestas de actuación, que nos ayudarán a implicarnos en la ardua tarea de curar y proteger este maravilloso planeta que Dios ha regalado a todas las especies animales y vegetales que lo habitamos y que ahora yace enfermo infectado por una sola de ellas, el ser humano, que se ha llegado a creer que la Tierra le pertenece, cuando somos nosotros quienes pertenecemos a la Tierra y, o nos adaptamos a vivir en armonía con el resto de la naturaleza, o estamos condenados a desaparecer.
Es urgente que cambiemos nuestros modos de vida, que nos transformemos de consumidores voraces en usuarios austeros, que peleemos, porque nos va la vida en ello, por un modelo económico dirigido a lograr lo suficiente para todos (no habrá armonía ecológica sin justicia social) y no seamos cómplices de este actual sistema, basado en un desarrollo ilimitado, que sólo beneficia a una parte pequeña de la población mundial.
Esforcémonos en conocer la naturaleza, que es la única forma de que lleguemos a amarla. Seamos ecológicos en las pequeñas cosas, en nuestras costumbres y usos cotidianos, porque, aunque parezca insignificante, una gota contribuye a la inmensidad del océano y así estaremos creando una cultura de la austeridad, que, si llegara a globalizarse, permitiría la continua regeneración de los recursos naturales. Comprometámonos con las causas políticas conservacionistas, que apuesten, sin ambages, por defender la Naturaleza y exijamos nuestro derecho a participar en la gestión sensata de los bienes de la Tierra.
La Tierra, nuestra madre, que permanecerá a pesar nuestro, porque, aunque nos creamos su ombligo, no nos necesita. Sin nosotros, a pesar de haber sido tan maltratada, se regenerará. Cuidémosla como ella nos cuida, antes de que, a fuerza de presionarla, se vea obligada a sacudírsenos de encima, como a una caspa molesta. Sería trágicamente lamentable que fuese precisa la extinción del ser mas inteligente de la Creación, para que la Tierra y todas las especies vivas que la pueblan respirasen, por fin, aliviadas.