Con permiso de la autora publicamos este artículo aparecido en elconfidencial.es
Rosa Rabanni es Doctora en Psicología. Galardonada por la Generalitat de Cataluña en 2001. Autora de varios trabajos entre los que destaca su libro Maternidad y trabajo. Conflictos por resolver (Icaria). Ha sido una de las principales autoras de la revista Mente Sana. Y es la columnista habitual del consultorio psicológico de la revista Lecturas. Además de trainer empresarial de Mindfulness, es coach y terapeuta familiar.
Los psicólogos conocemos de primera mano la enorme capacidad de la mente humana para normalizar las anomalías que experimenta de forma reiterada, hasta el punto de dar por válidas las distorsiones e incongruencias más flagrantes. El fenómeno de la disonancia cognitiva genera incomodidad al experimentar realidades disonantes o tener ideas que colisionan entre sí, pero la sabiduría de nuestra psique se encarga de apaciguar nuestra mente asumiendo como correcto y legítimo lo que en otras condiciones nos resultaría inaceptable.
En las últimas semanas estamos sufriendo, una vez más, algunas de estas curiosas anomalías e incoherencias debido a las campañas electorales que nuestras mentes viven y perciben nuevamente, acabando por normalizar como consecuencia de su repetición.
Para empezar, resulta desconcertante ver cómo todos los partidos, sin excepción, diseñan sin rubor la esencia de sus estrategias electorales basándola en la destrucción de sus adversarios. Poco importa –como hemos vivido hasta la saciedad– la esencia de sus propias propuestas, la coherencia con respecto de la ideología que les subyace o la contribución al bien común, supuesta razón de ser de toda gestión pública. Sólo prevalece la destrucción de los competidores.
¿Sería posible imaginar un mundo en el que los médicos se convirtieran en profesionales que socavan el trabajo de sus colegas? ¿Que los arquitectos construyeran para tapar las edificaciones vecinas? ¿O que los científicos devaluaran y desaprovecharan los hallazgos de otros investigadores? Desde las primeras elecciones en las que participé me prometí a mí misma que votaría, sin prejuicios, a cualquier político que me convenciera evitando mencionar o referirse, en su campaña, a las demás opciones, y se focalizara en explicar su propio programa. Treinta años después, mucho me temo que tendré que seguir esperando para poderme sentir representada en tal ideal. Esperando ansiosamente a que aparezca un líder cuya dignidad e idoneidad para el cargo esté basada en sus propios méritos y no en las deficiencias ajenas.
Otra de las obvias contradicciones –si bien, nunca cuestionadas– de nuestras campañas electorales es el hecho de que sean los propios candidatos los que traten de convencernos, a cualquier precio, de sus valías. A nuestra mente le resultan siempre chirriantes y repelentes las personas prolijas en hablar de sus propias virtudes, aunque sean ciertas. Es, psicológicamente, repulsivo en lugar de atrayente; pero sorprendentemente –o, mejor dicho, anómalamente– conforma la piedra angular de toda campaña de márquetin electoral.
Resulta, por otro lado, fuertemente paradójico que a cualquier persona o entidad la solemos juzgar por los actos realizados en el pasado pero a los políticos se nos pide valorarlos considerando lo que prometen hacer en el futuro. Qué gran incongruencia empeñar la valía de alguien al futuro en lugar de medirla por los servicios prestados en el pasado.
Pareciera que el verdadero descriptor y embellecedor del alma se hubiera transmutado en sobresalir con soberbia y fanfarronería por encima de los demás en lugar de cultivar sus propias virtudes y traducirlas en actos. “Que las acciones y no las palabras sean vuestro adorno”, aconseja el sabio persa Baha’u’llah