Convivir en paz, una utopía realizable.
Amparo Madrigal Vílchez.
Vivimos en un mundo VIOLENTO. Basta con echar una mirada rápida a los titulares de prensa cada día, para darnos cuenta que por desgracia la violencia es “la pena nuestra de todos los días”. Recientemente, en México 43 estudiantes normalistas perdieron la vida violentamente. Jóvenes que representaban el preciado futuro de su localidad han acabado incinerados en bolsas de basura, tirados a un vertedero. ¿Cómo no entender la furia de los manifestantes cuando incendiaron el Ayuntamiento de la ciudad ante la sospecha de la implicación del alcalde y su esposa en la desaparición de los 43 jóvenes?
La misma indignación se tiene al escuchar las noticias sobre el asesinato de mujeres a manos de quienes decían amarles, aunque ellos también se hayan quitado la vida. ¡Por qué no se suicida antes!, exclama una, a pesar de saber que esa no es la solución. Según las estadísticas, un promedio de 60 mujeres son asesinadas cada año. Ante estos crímenes, se siente el impulso de tomarse la justicia por cuenta propia, y dejar caer el peso de la furia sobre el causante del daño. Sin embargo eso no es justicia, sino venganza, y no garantiza la superación del dolor.
Según Mario Goloboff, en el mundo antiguo la venganza y el castigo era un comportamiento aceptable, porque los Dioses hacían uso de ello sin recato alguno. Basta con recordar el castigo a Prometeo o a Aracne. Ante el desafío, tanto Zeus como Atenea ejercieron su poder para castigar y vengar la actitud de los mortales. El ejemplo estaba claro, y para los mortales la venganza era la respuesta aceptable ante cualquier agravio.
Con el surgimiento de las religiones monoteístas comienza a surgir el ideal de la Justicia. El pueblo de Israel de entonces contuvo la espiral de venganzas gracias a la Ley de Talión, en la cual se estipula que el castigo no puede ir más allá del daño que se ha recibido, -Ojo por ojo, diente por diente-. Esta ley permitió una moderación de la venganza; así “si me has quitado un ojo, yo te quito el tuyo, pero no me está permitido quitarte la vida.”
En el Levítico se proponen un sinnúmero de leyes que enaltecen la Justicia e intentan regular la convivencia y contener la insaciable sed de venganza. Esto no significa que las leyes se comprendieran e interiorizaran, sino que se obedecían por el temor al castigo divino; sin embargo sentaron las bases para organizar y facilitar la convivencia entre las personas.
Hoy, la Justicia es un valor universal a pesar de que lo que parece reinar es la injusticia. Muchas veces se clama justicia, pero lo que verdaderamente se pide es venganza; muchas personas están a favor de la pena de muerte y conciben los centros penitenciarios como centros de castigo, y no de penitencia en el sentido reparador de la palabra. La justicia, como principio moral o virtud ética que nos invita a actuar y juzgar respetando la verdad y dando a cada persona lo que le corresponde, está basada tanto en la razón, como en el sentimiento. La venganza en cambio no atiende a razones, simplemente al deseo de castigar el agravio.
En cualquier caso, para construir una sociedad justa, es necesario enseñar a pensar, sentir, elegir y actuar. Para ello algunos educadores proponen el entrenamiento de las inteligencias múltiples, con la finalidad de saber resolver los conflictos de la mejor manera posible, tomando las decisiones acertadas, teniendo en cuenta las emociones y sentimientos involucrados en las mismas, y en concordancia con los valores cívicos que nos facilitan la convivencia.
Los valores cívicos indispensables para el ejercicio de la ciudadanía son, según Adela Cortina: libertad, igualdad, solidaridad, respeto activo y disposición a resolver los problemas comunes a través del diálogo. El disfrute de la convivencia y ciudadanía es posible gracias a la educación en estos valores, ya que éstos no surgen por generación espontánea.
Desde la perspectiva educativa, resulta útil conocer la teoría sobre el desarrollo moral de Kohlberg, según la cual el razonamiento moral de las personas se desarrolla siguiendo una línea ascendente a través de seis estadios. Esos estadios se van escalando progresivamente, deteniéndonos en cada uno de ellos durante algunos años de crecimiento. No todas las personas alcanzan los estadios superiores, muchos se quedan a mitad del ascenso moral, pero su conocimiento en la edad adulta, ayuda a tomar conciencia de la necesidad de continuar ascendiendo.
El primer estadio señalado por Kohlberg es el de la “heteronomía”, cuando el niño o la niña de cinco o seis años cumplen las normas por imposición de quien le educa, no porque tenga conciencia de si lo que hace o deja de hacer está bien o está mal. Puede morder, gritar, tomar lo que no es suyo sin sentir ningún conflicto al respecto, y se contiene únicamente por el temor al castigo o la amenaza de la autoridad, pero ante la ausencia de la misma está dispuesto a hacer lo que le apetece porque no tiene conciencia moral. En este nivel premoral es en el que se encuentran, injustificadamente, muchos políticos que un día sí y otro también aparecen involucrados en las infinitas tramas de corrupción.
El segundo escalón es el del “individualismo”. Aquí se descubren las reglas de juego y se está dispuesto a utilizarlas a pies juntillas. Se descubre la Ley de Talión, y se siente autorizado a aplicarla: “te hago lo mismo que tú haces conmigo, si te hago un favor, tú me debes uno, si me tratas mal, yo te puedo tratar igual”. Es un pacto de conveniencia, más que de convivencia, a través del mutuo individualismo.
El tercer escalón es el de las “expectativas interpersonales” y coincide con la adolescencia. Se manifiesta en el deseo de agradar, ser aceptado y pertenecer a otros grupos. Muchas personas adultas se quedan en este escalón, buscan la aprobación y para eso se dejan llevar por las otras, puede ser una experiencia desagradable porque el afán de agradar, a veces puede generar un conflicto entre las expectativas encontradas de uno y otro grupo.
El cuarto escalón es el de la “conciencia y respeto a las normas sociales”, aquí se inicia la autonomía moral, y se alcanza la adultez. La persona cumple las normas por responsabilidad y compromiso consigo misma y con las demás. No necesita de la aprobación o castigo de nadie para respetar las normas.
El quinto escalón es el del “contrato social”, de la apertura al mundo, a la humanidad. Es, cuando se reconoce y defiende que todas las personas tienen derecho a la vida y a la libertad, que son los dos grandes derechos humanos; y que los tienen por el hecho de ser personas y no por pertenecer a su familia, etnia, nación, religión, partido, etc. Se actúa bajo la lógica de la razón, el consenso y el respeto a la voluntad de las mayorías.
El sexto escalón es el de los “principios éticos universales”. Aquí la persona define el bien y el mal según los principios éticos interiorizados en su conciencia, justicia, igualdad, reciprocidad de derechos, respeto a la dignidad de las personas, etc. Cree sinceramente en todos esos principios y practica la suprema regla de oro de “no hacer a los otros, lo que no quiero que me hagan a mí”, llegando incluso a defender la dignidad y convivencia pacífica con aquellos que hayan actuado en su contra.
Obviamente, este es un resumen simplificado de una teoría compleja, pero que muestra la perspectiva de educar en valores éticos para la convivencia desde la más temprana edad, porque necesitamos una ciudadanía que pueda vivir en paz y armonía. Está visto que el reto es inmenso y permanente, pero no por ello imposible.