Jesús de Nazaret, un antisistema no violento.

Jesús de Nazaret, un antisistema no violento.

Jesús Bonet Navarro

La mala fama de los antisistema.

                En los medios de comunicación el término antisistema va asociado a imágenes de lanzamiento de piedras a la policía, construcción de barricadas,

desorden, destrucción de mobiliario urbano, interrupción del tráfico de vehículos, etc. Es decir, en esos medios se hacen intencionadamente sinónimas las expresiones antisistema y violencia física; ésta la producen unos inadaptados sociales que aprovechan cualquier concentración de gente para desencadenar su frustración y su falta de acatamiento del orden establecido. Por descontado, se supone que ese orden establecido y ese sistema no son violentos, no producen frustración y merecen todo respeto: no parece que sean violencia la precariedad laboral, el dolor de mucha gente desempleada, la privación de sanidad pública a inmigrantes no regularizados, los salarios injustos, las horas extraordinarias no remuneradas, la privatización de los servicios públicos a los que tenemos derecho, la brutal corrupción política y económica, la represión de la libertad de expresión…. Eso –da la impresión- no es violencia, porque pertenece al sistema y ¡el sistema es muy respetable!

         Así se ha logrado transmitir a la opinión pública domesticada que la postura antisistema es únicamente un problema de orden público y de incitación a la violencia. En esa descarada manipulación de la realidad hecha por los poderes mediáticos, detrás de los que se esconden los económicos, nunca cabe la posibilidad de que antisistema pueda ser expresión de un modo de pensar razonable y coherente anclado en una ética muy diferente de la del sistema. Para éste todo lo que suene a antisistema será populismo, demagogia, quimera y, sobre todo, violencia: el sistema está mirándose al espejo y por eso conoce con tanta precisión lo que dice, porque es lo que él hace, aunque lo proyecta sobre otros. Pero resulta que este sistema, el neoliberal, no es el único sistema posible. De ahí que sean imprescindibles las virtudes de la desobediencia y de la rebeldía, porque hacen respirar aires de libertad. Y esas virtudes te llevan a convertirte en antisistema.

Antisistema pero no violentos

         La libertad lleva con frecuencia a la heterodoxia, pero la heterodoxia suele ser interpretada por muchos como algo negativo: quien piensa y no acepta la ortodoxia (¿definida por quién?) estorba. Sin embargo, atreverse a estar en el límite entre la ortodoxia y la heterodoxia, saltando hacia ésta libremente cuando la otra oprime, es un signo de madurez, una capacidad de mirar hacia un futuro que aún no ha muerto porque aún no ha llegado. En el “atrévete a pensar” está implícito el “atrévete a ser heterodoxo”. La verdadera ortodoxia no está en las ideologías ni en los dogmas, y la heterodoxia no es cuestión de errores o herejías; la auténtica ortodoxia se mide por la capacidad de amar a las personas, por la preocupación por su dignidad, y la auténtica heterodoxia consiste en poner el valor de las cosas por encima del valor de las personas. El problema viene para cada persona cuando se plantea qué frontera está dispuesta a saltar y cuál no, qué salto le produce miedo y qué salto le resulta necesario por simple coherencia. A partir de ahí, entramos de lleno en el juego sistema-antisistema.

El sistema es más cómodo, más protector (en apariencia), pero menos comprometido y menos solidario con las víctimas. El sistema favorece la regulación pero bloquea la emancipación. El sistema habla de libertad y libertades, pero tiene un pavor infinito a que la gente piense y a que la gente se una libremente.

Por ello, cuando las personas descubrimos que no sólo tenemos obligaciones sino también derechos, el sistema se tambalea, debido a una ley física y psicológica muy elemental: cuando lo de abajo se mueve, lo de arriba se cae. Y que conste que eso de “lo de abajo” es tal como el sistema vertical lo entiende, porque en cuanto a dignidad y derechos “lo de abajo” es “lo de arriba”. Nadie está llamado a la exclusión ni a la aceptación sumisa de la injusticia; en consecuencia, tomar conciencia de eso lleva necesariamente a la transformación del sistema.

Pero, al mismo tiempo, si el trabajo contra cualquier sistema que no cuente con la dignidad de las personas pretende ser profundo y duradero, no puede ser violento: la revolución del pensamiento no lleva a la destrucción  de la vida de nadie ni a la violencia contra nadie o nada; “la vida jamás es defendida produciendo muerte”, se lee en el Tao Te King. Ser antisistema no equivale a ser violento, ni mucho menos; significa declararse y actuar radicalmente en contra de todos los elementos del sistema que son un insulto a la dignidad del ser humano; y eso no necesita hacerse con violencia, aunque sí con indignación.

Jesús, un antisistema no violento

         Si hubieran existido en tiempos de Jesús los términos iluso, populista, demagogo y antisistema, le hubieran aplicado todos ellos. Basta con pensar en la calificación que se podía dar a dichos o conductas “tan populistas y antisistema” como que los pobres eran los preferidos de Dios, que las prostitutas y los recaudadores entrarían en el reino de Dios antes que los hipócritas cumplidores de la ley, que eran bienaventurados los que trabajaban por la paz y la justicia (no los que hicieran la guerra a los romanos), que no había que lapidar a una mujer sorprendida en adulterio, que había que dar gracias porque Dios se revela a los sencillos y no a los que lo saben todo, que no se podía servir a Dios y al dinero, etc.

Pero aún hubieran tenido los poderes de la época más motivos para obsequiarle con las palabras citadas cuando Jesús les obsequiaba con las suyas: “sepulcros blanqueados”, “hipócritas”, “zorro” (a Herodes), “incapaces de mover un dedo para aliviar las cargas que ellos mismos ponían sobre los demás”, “asesinos del cuerpo que no pueden matar el alma” y otras lindezas. O sea, pura demagogia, puro populismo y puro antisistema, según la valoración de aquellos poderes. Pero, encima, Jesús tenía el atrevimiento de plantar cara a la ley, al sistema: “Habéis oído que se os dijo…, pero yo os digo…”. Cualquiera que maneje un poco los evangelios encontrará más ejemplos sin esforzarse demasiado, porque esos y otros ejemplos no son algo anecdótico sino el eje del compromiso de Jesús. Esto no es hacer de Jesús un simple revolucionario social, sino que es entender lo que significó el Jesús histórico en su época y lo que debe significar para quienes tratamos de seguir su estilo de vida, aunque sea muy imperfectamente. Jesús fue un heterodoxo del sistema y no tenemos que discurrir mucho para pensar que cualquiera que se llame, aunque sea tímidamente, cristiano ha de ser heterodoxo también.

Tener semejante planteamiento de la vida implica cambiar de Dios, por aquello de que una sociedad es lo que sus dioses son y, a la inversa, unos dioses son lo que una sociedad es. Y Jesús nos ofreció otro modo de entender a Dios: el dios leguleyo, el dios justiciero, el dios aliado del poder y la riqueza, el dios de la exclusión y eliminación de los débiles y residuales, el dios de la muerte… no existe. A Dios –con todos los límites que tenemos los humanos para hablar del misterio y todos los filtros, en forma de reflexión, que hicieron las comunidades primitivas- hay que pensarlo de otra manera: compasivo y misericordioso, defensor de las víctimas, Padre-Madre, aliado de los pobres y lejano de los orgullosos y poderosos, defensor del que comparte y distante del ambicioso… Jesús propone un cambio de Dios o, si suena muy fuerte eso, propone otro modo de entender a Dios y creer en Él.

Pero cambiar de Dios es hacer que se tambalee simbólicamente el templo en el que se le da culto, un templo que, en aquella época, era la banca, el centro del negocio de la venta de animales para los sacrificios, la referencia última del poder sobre las conciencias, la justificación de las desigualdades sociales…, es decir, una “casa de oración convertida en cueva de ladrones” (Mc 11,17); y eso es lo que llevó a Jesús a expulsar a los que allí estaban vendiendo y comprando (Mc 11,15-16).

Como todo el que se pone en contra de un sistema injusto, Jesús no concibe su misión como una aportación de tranquilidad para las conciencias ni como un modo de quedar bien con todos sin comprometerse a nada, sino como una causa de división (Lc 12,51-53), un signo de contradicción, aportando buenas noticias para los pobres y humildes, y malas para los poderosos corruptos (Lc 6,20-26).

Por ello, tuvo que pasar por todas las etapas que atraviesan quienes se enfrentan al sistema: 1ª) se les ignora despreciativamente: “… llegarás a la conclusión de que de Galilea no ha salido jamás ningún profeta” (Jn 7,52); “¡Nazaret!, ¿es que puede salir algo bueno de Nazaret?” (Jn 1,46); 2ª) se les provoca: “Maestro… ¿estamos obligados a pagar el tributo al emperador?” (Mt 22,16-17); 3ª) se les insulta: “Está poseído por Beelzebú” (Mc 3,22 y paralelos); “Nosotros sabemos que ese hombre es pecador […] Los fariseos reaccionaron con insultos…” (Jn 9,24.28); 3ª) se les margina, se les expulsa o se les elimina, física o socialmente, cuando se percibe que resultan peligrosos para el sistema: “Si fuerais perspicaces, os daríais cuenta de que es preferible que muera un solo hombre por el pueblo a que toda la nación sea destruida” (Jn 11,49-50;Mc 8,31; 9,31; 10,32-34; Mt 21,33ss; y todos los relatos de la pasión y muerte de Jesús).

Sin embargo, él no huyó ni se escondió. Por eso, a pesar de la violencia que ejercieron contra él y de que fue como una piedra desechada por los constructores, no reaccionó con violencia, y así se convirtió en la piedra angular de una nuevo tipo de sociedad con un nuevo tipo de valores (Mt 21,42; Sal 118,22). Todo el que quiera seguirle con fidelidad ha de saber que va a seguir el mismo camino (p. ej., Mt 10,17-25). Quienes llaman despreciativamente violento a todo el que trabaja sin violencia contra el sistema que adora al dios dinero, practican sistemáticamente la violencia (física, legal, psicológica, social, religiosa) contra quien les levanta las cartas. El sistema cree que quien es antisistema hace siempre lo que no debe, cuando no debe y donde no debe, pero nunca se plantea si el propio sistema es justo o injusto. Jesús vivió en su carne esa lucha no violenta contra el sistema.

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